Adultescente

Siempre me ha inquietado la clásica idea de que la adultez y la madurez van de la mano. En especial porque no me queda clara la definición de una persona madura. Claro, entiendo que la intención es decir que alguien maduro goza de sensatez, prudencia y buen juicio como consecuencias de una experiencia vital y de cierta plenitud o estabilidad adquiridas a través de ella.

El caso es que, en los hechos, esa sensatez parece no ser homogénea para todos los aspectos de la vida de una persona, revelando a la madurez como un concepto relativo a ciertas cuestiones y contextos antes que una sabiduría intrínseca, absoluta e infalible de los años vividos. Sí, la experiencia aporta a ciertas maduraciones pero no, no es sinónimo de ser maduro para todas las cosas en todos los momentos.

El concepto resalta particularmente en la obra como director y productor de Judd Apatow quien se ha encargado de dar vida a series y películas de comedia que rondan la idea de los adultescentes, los adultos-adolescentes. Entre ellas, Virgen a los 40, Ligeramente embarazada, No te metas con Zohan, Las locuras de Dick y Jane, Trainwreck, Love y, como productor, Supercool, Damas en Guerra, Popstar y la saga de Ron Burgundy; con colaboradores tan destacados como Seth Rogen, Jonah Hill, Michael Cera, Steve Carell, Will Ferrell, Jim Carey, Adam Sandler, Andy Samberg, Bill Hader, Paul Rust, Gillian Jacobs, Amy Schumer, Maya Rudolph, Melissa McCarthy, Kristen Wiig y un largo etcétera.

 Su estilo va y viene entre el humor absurdo, el humor negro, el humor relacionado al sexo, su desconocimiento y sus complejidades, y preocupaciones temáticas por el amor, la adolescencia, la adultez, la amistad y el autoconocimiento. En consecuencia, cada una de sus películas y trabajos se inclinan más hacia alguno de estos aspectos que otros pero, por lo general, todas los incluyen a todos en alguna medida.

De este modo, su más reciente estreno, The King Of Staten Island o El Arte de ser Adulto vuelve a estas temáticas y recursos asiduos para el director con la intención de reflejar de manera cómica y semibiográfica la historia del comediante Pete Davidson (Saturday Night Live, The Suicide Squad), transformado para la ficción en Scott Carlin.

Con actuaciones de Davidson, Marisa Tomei y Bill Burr, el argumento de la cinta sigue a Scott, un aspirante a convertirse en tatuador profesional que ha crecido desde su infancia junto a su madre y su hermana y con el simple recuerdo de su padre, un bombero que muriera en acción al tratar de salvar a una familia en un incendio.

A mediados de sus 20s, Carlin enfrentará cambios importantes dentro de su dinámica familiar cuando su madre empiece a salir con un hombre nuevo en su vida y su hermana se mude a la universidad. La situación empujará al eterno adolescente a encontrar un cause estable para su vida y a indagar en las huellas dolorosas de su pasado.

A diferencia de la mayoría de las cintas de Apatow, la inclusión de Pete Davidson y la dimensión biográfica de esta cinta lleva al tono de la misma a ser congruente con su trasfondo dramático y tratarlo con especial atención. Así, lo que en trabajos previos del cineasta podría haber sido un énfasis excesivo en el humor, en The King Of Staten Island se convierte en un interesante balance que, por supuesto, primará el humor pero respetará a la reflexión que le subyace: la relación entre la adultescencia y el autoconocimiento.

Ya desde la Filosofía Antigua Aristóteles observaba a esos “hombres que actúan como jóvenes” bajo la idea de que resultan igual de insensatos que los adolescentes. Por su parte, el Latín Clásico reporta el término “adolescens”, base de nuestra palabra “adolescente”, bajo el concepto “el que “adolesce” [arde, [se] quema] debido a su edad”. Pero ¿de dónde vienen esa insensatez relativa y ese ardor? Creo que la historia de Scott Carlin apunta una idea.

Sí, se puede entender que para quienes viven la etapa adolescente de la vida, su inquietud (ardor) intrínseca se debe al sinfín de cambios internos, sociales, emocionales, racionales y biológicos a los que se ven expuestos en un corto lapso de tiempo. Y sí, la insensatez que se atribuye a esta edad, como explica el filósofo griego, responde a la inclinación tan viva que se tiene en esta época de la vida por las propias pasiones (placeres y dolores). Pero, ¿por qué alguien se mantendría, entonces, en un estado adolescente aún siendo adulto?

Quizá la respuesta sencilla y poco seria sería decir que por inmaduro (que, como antes apunté, es un concepto vago y relativo). Pero la respuesta compleja, matizada y profundizada puede apuntar a un asunto mucho más elemental y común: la picazón existencial del autodesconocimiento.

Descartando el vórtice biológico temporal que acompaña a la adolescencia, lo que podrían tener en común un adolescente y un adultescente es la “insensatez” nacida de la falta de conocimiento. En específico, la falta de claridad del juicio propiciada por el desconocimiento de sí mismos, de quiénes son y quiénes quieren ser. Claro, por parecidos que pudieran ser estos casos son inasimilables. El adolescente es adolescente y está justificado para serlo por su edad. Pero ¿y el adultescente?¿hay justificación alguna para su juicio inacabado?

Primero que todo habría que asumir que la “inmadurez” del adulto-adolescente sólo es entendible bajo el concepto de la madurez. Concepto que, además de ser una alegoría nacida de las frutas, es insuficiente para capturar lo que implica la sensatez acabada de un adulto: primero, porque los ritmos con los que cada uno de nosotros va encontrando las respuestas propias y los caminos prácticos funcionales propios no pueden pretenderse iguales en razón de diferencias de carácter, diferencias de oportunidades, diferencias contextuales, diferencias biográficas, etcétera; segundo, porque, en consecuencia, no se puede ser maduro para todas las cosas en todos los momentos, porque el conocer específicamente qué es la sensatez en cada caso resulta imposible de capturar ante una existencia que es siempre capaz de sorprendernos con sus tragedias, sus hechos, sus realidades.

Para Aristóteles el buen juicio (prudencia o φρόνεσις (frónesis)) no se puede desarrollar sin un conocimiento acumulativo y progresivo de hechos particulares, es decir, sin años de experiencias. Pero ¿qué pasa cuando esas experiencias se dan en una época constantemente cambiante y particularmente turbulenta? y ¿cómo se puede incluir el propio proceso personal en ese conocimiento paulatino de la realidad? El Estagirita no se hace la pregunta. Sin embargo, recientes tendencias filosóficas sí se han cuestionado por las condiciones modales y contextuales del buen juicio a la luz de la comprensión del concepto de la prudencia y la virtud “en cada caso”.

En el caso de Carlin, para la pregunta se apunta una razón vivencial específica: la dificultad para encontrar un concepto propio invariable. La dificultad para cerrar el círculo del autoconocimiento y la autoapropiación.

Dificultad que, más allá de las estructuras filosóficas y sus intrigantes preguntas, responde a situaciones subjetivas y psicológicas. A experiencias traumáticas, a condiciones personales o, como Scott, al desconocimiento del propio pasado y el doloroso reto de enfrentarse a la muerte de un ser querido y el vacío inconmensurable que una experiencia de esa índole deja tras de sí.

Si es verdad que la madurez no es una característica absoluta y homogénea, entonces habría que admitir que respecto a ciertos aspectos, asuntos y contextos todos somos insensatos, carentes del mejor juicio. Así, en cierta medida, todo adulto “adolesce” inquietamente frente aquello que desconoce de sí mismo.

Todos estamos en el camino de desarrollo de nuestro juicio, cada quien va encontrando el camino a la prudencia a su propio paso. Lo grave es creer que el buen juicio y sus diversas instancias se dan como por arte de magia cuando se alcanza un cierto número de años. Lo grave es pretender que se sabe algo sin cuestionarse antes si en realidad se sabe algo. Lo grave es ostentarse un adulto maduro sin haberse embarcado en la ardua tarea del autoconocimiento.

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