Desde su estreno en 2015, Hamilton, la obra de teatro musical escrita por el actor de ascendencia puertorriqueña Lin-Manuel Miranda, se convirtió en uno de los trabajos más premiados, laureados y elogiados por la crítica especializada de habla inglesa. Iniciando sus presentaciones en un pequeño teatro fuera de Broadway, la producción original del musical ostenta hoy once Premios Tony, un Premio Pulitzer y un Grammy, entre muchos otros galardones. Ahora, como parte de esta misma expansión de su éxito y sus alcances, llega a Latinoamérica en formato de teatro filmado a través de Disney+.

La principal desventaja para este estreno en nuestra región es, no obstante, una muy razonable: su disponibilidad exclusiva en su idioma original. Desventaja, por la barrera de comprensión que genera con el público latinoamericano en general y razonable, por las complejidades de traducción que supone la fusión de musicalidad, lenguaje callejero, lenguaje clásico, juegos de palabras y rap que se dan cita en esta excepcional puesta en escena.

El mejor camino, para quienes tienen acceso al inglés, es disfrutar de esta versión remota de Hamilton en su franco fluir fonético y, si acaso, con el apoyo de los subtítulos descriptivos en el idioma original de este preciso y puntual despliegue de léxico, tanto llano como histórico, que nos relata la historia de Alexander Hamilton, uno de los Padres Fundadores de los Estados Unidos.

Una historia contada no necesariamente desde su rigidez y absoluta rigurosidad histórica sino presentada desde la didáctica fidelidad histórica y la apelativa buena música, del impactante e imponente fluir del rap, del emotivo y hondo canto del soul, desde las siempre efectivas estructuras del pop y hasta desde el envolvente y sensorial R&B.

Una musicalidad que, aún con las posibles limitantes para acceder a sus significados y riquezas, ha sido motivo de análisis en habla hispana que, por ejemplo, detallan su pertinente, pulcro y potente uso de la técnica musical del leitmotiv para establecer los procederes, caracteres y eventuales devenires de sus personajes.

Y es que, aún desde la relativa frialdad de la versión del escenario filmado, la vida que Lin-Manuel Miranda, Thomas Kail y todo el elenco de esta narrativa musicalizada le imprimen a su obra conjunta hace que Hamilton extienda su brazo desde la pantalla hasta los ojos y oídos de quienes hoy, en plena pandemia, no tenemos otra forma de vivir esta experiencia.

Una experiencia que, quizá como herencia de su referente escrito, Alexander Hamilton del historiador Ron Chernow; se centra en relaciones humanas antes que en significados históricos y simbolismos. En personas, con conflictos, recelos, limitaciones, habilidades, necedades, mañas, ingenios, virtudes y defectos. En personas, como cuales quiera otras, que, incidentalmente, resultan ser los protagonistas de la Guerra de Independencia Estadounidense.

Incidentalmente, pero no por casualidad. No sin un mérito que, al margen de la propia nacionalidad, nos da un reflejo claro de las tensiones sociales y políticas que ocupaban a los inventores de la modernidad que conocemos. Un reflejo del clima intelectual y revolucionario que daría lugar a los grandes movimientos independentistas de los siglos XVIII y XIX.

Un reflejo que, en este caso, tiene en su centro a un brillante joven inmigrante huérfano nacido en la isla de Nevis, en el Caribe, que se convertiría en la mano derecha de George Washington, en uno de los principales actores y moldeadores de los Estados Unidos independientes y en el recurrente antagonista (a veces sin intención, a veces intencionalmente) de otro de los Padres Fundadores, Aaron Burr.

Antagonismo central sobre el que se construirá la narrativa de Hamilton. Un paralelismo entre dos contemporáneos opuestos por sus propias búsquedas, sus propias ambiciones y sus propias pretensiones políticas. Un camino en paralelo determinante para la vida entera de ambos, Burr y Hamilton.

Y allí, en el paralelo antagónico, el trabajo de Lin-Manuel Miranda me parece una muestra multidimensional del concepto griego del ἀγών (agón) y el posterior concepto filosófico del agonismo en la política. Una de las razones, opino, por las que su mejor medio de expresión sea el hip hop, incluso, las batallas de rap de improvisación que, a su manera, se hacen presentes en esta obra de teatro musical.

El ἀγών de los antiguos griegos refiere, simple y llanamente, a un conflicto, a una lucha o batalla o a una competencia entre dos o más individuos (incluso una competencia atlética). De ahí, que dentro de las primeras teorías del teatro, los griegos usaran la palabra para hablar de personajes opuestos, agónicos entre sí (en conflicto, lucha, batalla y competencia), que, a menudo, se convierten en los dirigentes de la tragedia central de una narrativa. Por ello, el uso de los términos prot-agonista y ant-agonista, ambos con raíz etimológica, precisamente, en agón.

En filosofía, por su parte, el término se convirtió en la manera de denominar a dos posiciones argumentales o conceptuales opuestas, a los dos o más modos rivales, contrapuestos, desde los que se intenta atacar una cuestión. Incluidas, las cuestiones políticas.  

De donde surge el concepto filosófico del agonismo político, es decir, el concepto que defiende la necesidad empírica del conflicto de opiniones; en otras palabras, la visión realista de que cualquier organización social implica la existencia de múltiples puntos de vista no siempre alineados.

Y justo eso son Burr y Hamilton, una muestra de diversidad de opiniones, de contraposición intelectual y conceptual; pero, también, una muestra de trágica oposición axiológica, una muestra de valores contrapuestos, de voluntades paralelas que caminan en sentidos opuestos. Una muestra, en suma, de agonía (lucha, batalla, contienda) política que, con todo el peso del más triste patetismo, se trasforma en agonía vital.

Por eso, me parece, hace sentido que el camino musical para contarnos esta agonía siempre presente sean los contundentes y dislocadores golpes rítmicos y líricos del hip hop. Y por eso me parece evidente que proponer una traducción de esta obra sea tan ensortijado. Porque la potencia de estos golpes está en su vocabulario, a la vez urbano, a la vez común, a la vez histórico, a la vez culto, a la vez —se puede percibir— sacado directamente de las páginas del propio Hamilton de carne y hueso.

Por eso, también, la pertinencia de contar esta historia de individuos principalmente de raza blanca encarnados por actores de los más diversos orígenes étnicos. En el enfático entendido de que aquellos, al fin y al cabo, eran seres humanos tan concretos y materiales como cualquiera. Tan falibles y admirables como podría serlo cualquiera.

Antes he tenido la ocasión en este espacio de hablar de teatro musical, de la cultura hip hop, del freestyle, de divulgación cultural, de historia política e, incluso, brevemente sobre el agonismo como contraposición a la llamada “era de la pospolítica” en la que vivimos; pero nunca había podido hablar de todos ellos al mismo tiempo.

Y esa es, desde mi punto de vista, la más rica reflexión que nos presenta Hamilton: la pregunta por las miles de maneras frescas, apelativas y reinventivas en las que podemos revisitar nuestra historia, nuestra cultura y nuestro propio bagaje para encontrar y re-encontrar en ellos la manera de sumarnos al eterno diálogo agónico que es la humanidad.

Un diálogo que si dispara irreflexivamente a matar puede silenciar, para siempre, a la sana voz de la discordancia. Un diálogo que si se enmascara como un opresivo pseudo-defensor de la pluralidad también puede convertirse en un silencioso tirano. Un diálogo que sólo puede ser fructíferamente agónico si permanece diálogo: razonamiento compartido, oposición cooperativa, retroalimentación humana, libertad de expresión efectiva. El ἀγών vital por un mundo en el que quepamos todos.

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