Alma de gamer.

El mundo de las narrativas y sus mensajes no se limita exclusivamente al cine, la música, los conciertos, los viajes u otras actividades similares. Afortunadamente, éste resulta ser un universo cada vez más amplio que alcanza nuevos horizontes conforme sofisticamos nuestro entendimiento y nuestro impacto tecnológico en el mundo. Conforme creamos nuestras propias realidades y, con ello, nuestros propios espacios de reunión que ya no son sólo espacios físicos sino también puramente virtuales.

Así, las narrativas son también un tema que toca al mundo de los videojuegos. A los múltiples universos interactivos (cada uno con sus propias reglas y retos) que nos proponen esos sistemas de programación y vinculación con otras realidades que, de otro modo, no serían siquiera pensables o practicables en nuestro mundo de carne y hueso.

Como es de suponerse, esto implica que muchas de las reglas que tenemos en el mundo real pueden desvanecerse y trastocarse en estos mundos virtuales y, según opinan algunos, afectar nuestra percepción de la realidad. De ahí que la discusión respecto al valor que aporta en nuestras vidas un juego de video se haya zanjado desde dos posturas principales: la que defiende que el juego se diluye en su jugabilidad (es decir, en la experiencia lúdica que ofrece) o la que defiende que el juego se centra en las narrativas que nos propone (y, con ello, en los problemas, experiencias, reflexiones y operaciones mentales que nos permite explorar).

La respuesta puntual, me parece, no depende de un criterio absoluto sino de las relaciones específicas que el jugador establezca con su experiencia virtual que, como toda relación, puede alcanzar niveles perniciosos, adictivos y viciosos, o bien, niveles formativos, nutritivos y benéficos. Como todo tipo de entretenimiento, los videojuegos dependen de varios factores: la persona que los juega, la cantidad de tiempo que les dedica, la temática específica de dichos videojuegos y, quizás el más importante, el criterio personal (que idealmente debería estar bien formado y ser capaz de distinguir entre lo real y lo ficticio y, más importante aún, lo realizable deseable y lo realizable indeseable).

En lo personal, identifico como videojuegos puramente lúdicos aquellos que no dependen de una historia concreta, como los de destreza (2048, Candy Crush, Flow Free, etcétera) o los simuladores deportivos (FIFA, NBA 2K, Madden, entre otros); mientras que encuentro densamente narrativas y poderosamente apelativas experiencias virtuales centradas en su valor como ficciones (unas basadas en admirables y amplias investigaciones históricas, como Assasins Creed que lo mismo nos lleva a la Grecia Antigua que al Egipto de Ptolomeo XIII, o bien, basadas en búsquedas narrativas polémicas pero igualmente envolventes como pueden ser Grand Theft Auto o Red Dead Redemption). A esto habría que sumar sagas (como Mortal Kombat o Pokemón) que construyen una mitología propia que es complementaria a la experiencia de juego pero fundamental para la comprensión de sus significados y mensajes últimos.

Cosa aparte, son innovaciones gráficas y propositivas como la reciente presentación del rapero estadounidense Travis Scott en un concierto virtual diseñado para Fortnite; evento que convirtió al popular videojuego en el canal para una auténtica experiencia virtual que llevó a su público por múltiples ambientes, múltiples ecosistemas y múltiples lógicas de movimiento dentro de una misma presentación musical. Algo imposible de logar en una presentación en vivo (o, al menos, imposible de replicar en la escala de alcance que permite el acceso virtual).

Quizás es por eso que hoy la OMS recomiende a los videojuegos como un modo de enfrentar el posible hastío y frustraciones que nos puede generar el actual estado de aislamiento. Eso sí, con la advertencia de la propia institución de que los videojuegos pueden generar adicción si se utilizan de manera indiscriminada (por no hablar del peligroso coqueteo que algunos de ellos tienen con las apuestas francas o del potencial golpe económico que pueden exigir algunos videojuegos diseñados exclusivamente para la monetización a través de microtransacciones).

Porque, en un contexto en el que no podemos más que voltear a una realidad plagada de incertidumbres, dudas y preguntas o en el que no podemos más que caer en potencialmente onerosas rutinas, lanzarnos a explorar realidades alternas y que funcionan bajo reglas adversas y diversas puede convertirse en una manera de ejercitar la mente, de desarrollar nuevas habilidades pero, sobre todo, cargarnos de propósitos. Mínimos, lúdicos y simplemente por esparcimiento, pero al fin propósitos. Útiles para tener motivación, útiles para retarnos a nosotros mismos y útiles, por supuesto, para conseguir alguna fruición en medio de un contexto que por momentos resulta muy exigente.

Y lo hermoso es que estos beneficios aplican para cualquier tipo de videojuego. Pero se potencia en aquellos que nos ofrecen algún tipo de aprendizaje histórico o que nos proponen preguntas y reflexiones insospechadas. Que nos piden tomar decisiones que, al menos dentro de un mundo ficticio, nos harán evaluar nuestros valores, en lo que creemos o no y de lo que somos capaces de hacer o no.

Y lo notable es que también los potenciales excesos apliquen para cualquier tipo de videojuego. Que éstos se potencien con aquellos que fomenten patrones repetitivos de satisfacción inmediata mediados por largos periodos de frustración o insatisfacción que, en la mayoría de los casos, requieren de dinero para mitigarse. Que éstos se potencien, en el peor de los casos, con aquellos usuarios que desbordados por las frustraciones de sus vidas reales conviertan a las frustraciones de sus vidas virtuales en el impulso para devolver ese dolor y amargura a un medio que no le corresponde: el del mundo real.

Al final, como cualquier avance que se nos presenta con la tecnología (que no podemos terminar de entender hasta ya pasados algunos siglos de su surgimiento, cuando se muestra el balance de sus efectos (tanto negativos como positivos)), los videojuegos bien empleados guardan dentro de sí un universo de historias, realidades, aprendizajes, preguntas y retos intrigantes y cautivadores que regalarnos pero también potenciales vicios, distorsiones y adicciones que generarnos si nos asociamos de manera negligente con sus placeres.

Como decía el filósofo francés Henri Bergson, la tecnología (y los videojuegos como un especial universo dentro de ella) extiende nuestra percepción hasta lugares que nuestras limitaciones físicas no nos permiten alcanzar. Extiende nuestros ojos, extiende nuestros oídos, extiende nuestros cuerpos, extiende nuestro universo, extiende nuestras experiencias y extiende nuestras decisiones. Y he ahí, según nos propondría el filósofo, el reto más grande que tienen los videojuegos para nosotros: desarrollar nuestra alma para que esté a la medida de las nuevas capacidades perceptivas que nos ofrece un cuerpo virtualmente extendido.

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