Amor/recuerdo: buscar lo que se tiene

“Nadie busca lo que ya tiene” afirmaba Platón, a través de Sócrates, en su Banquete. Justamente, a propósito del amor y de su inagotable naturaleza de pregunta incansable, constante e irresoluble. El amor como la más radical de las búsquedas humanas capaz de vincularnos con lo que está más allá de nosotros. El amor como una fuerza natural que expresa la tendencia de todo lo corpóreo para acercarse a una belleza y a un bien trascendentales.

Pero luego está la experiencia humana concreta, con sus ires y venires, con sus imperfecciones, con sus procesos, sus coincidencias y sus sorpresas. Esta el día a día en el que las condiciones previas que harían posible perseguir un llamado metafísico como el que nos propone Platón se tienen que ir construyendo. Con labor diaria, con dedicación o, a veces, con mera convivencia constante. Con hábitos nacidos de la repetición y la perseverancia.

A esta segunda faceta del amor se refiere la más reciente película del consistentemente aclamado director y guionista Paul Thomas Anderson, Licorice Pizza. Una película que da un giro ensoñador y nostálgico al recurrente estilo oscuro y psicológico-dramático del cineasta estadounidense y que le ha valido tres nominaciones a los Premios Oscar —Mejor Película, Mejor Director y Mejor Guion Original—, entre muchos otros reconocimientos.

Destacada, especialmente, por la atinada conjunción de un par de protagonistas debutantes, Alana Haim —integrante de la banda de rock pop Haim, a quien acompañan dentro del film actuaciones de sus hermanas, su padre y su madre— y Cooper Hoffman —hijo del fallecido actor, Philip Seymour Hoffman,  recurrente colaborador de Anderson— además de algunos miembros de staff también novatos. Sobre todo, porque esto parece ser el elemento detrás de esa frescura inocente, confiada pero ingenua, realista pero orgánica, que le da un carácter singular a este film.

Por supuesto, como es de esperarse con Anderson, una de las grandes fortalezas de Licorice Pizza es un guion hilvanado con soltura, que conecta, dentro del mismo ritmo, tres episodios distinguibles de la búsqueda personal de su protagonista femenina, la fidelidad constante de su protagonista masculino y brotes intermitentes de humor contundente y nostalgia pura.

Inspirada en la experiencia juvenil del propio Paul Thomas Anderson y anécdotas de su amigo Gary Groetzman —antiguo actor infantil y actual productor de cine y televisión—, la película pertenece a los géneros de la comedia romántica y de las historias de autodescubrimiento adolescente.

Situada en Los Ángeles de los años 70s, narra la historia de amistad y constante historia fallida de amor entre Gary Valentine y Alana Kane. Él, un actor infantil en los últimos días de su pueril carrera; ella, una asistente de fotógrafo que va de trabajo en trabajo mientras alcanza ya sus 25 años de edad. Él, un adolescente 10 años menor que ella que, sin embargo, reboza en seguridad y confianza propia; ella, una joven mujer en un exigente proceso de prueba y error para definir quién es y quién quiere ser.

Mientras para Gary todo sucede tras el paso abierto por su personalidad asertiva, para Alana las cosas van y vienen; los episodios de su vida se suceden unos a otros, sus búsquedas y preocupaciones desaparecen y vuelven. Mientras para Gary todo acontece con la gracia que conceden la paciencia y la perseverancia, para Alana las cosas siguen a la prisa de los veintitantos y a la constante frustración de no hallar un lugar que se sienta el adecuado. Pero para ambos permanece una amistad mutua, logros compartidos, experiencias comunes. Compañía auténtica. Coexistencia orgánica. Una historia coescrita. Un cariño que, con el paso de los meses, días o años va revelando sus verdaderos colores.

Porque es precisamente esa la gracia de este trabajo de Anderson: su fluidez de recuerdo. Su música —con David Bowie, con Paul McCartney, con The Doors—, sus escenarios, sus texturas y su fina concatenación de hechos que terminan tejiendo una cinta que se experimenta como se experimentan las propias memorias.

Una historia donde los tiempos muertos quedan obviados, donde los malos momentos se convierten en un mero fondo. Una historia de amor que se desenvuelve a través de la coincidencia de dos jóvenes en una misma ciudad, en un mismo tiempo y que se solidifica a través de su persistencia mutua; de sus ganas —de esas que no se reflexionan sino que simplemente se dan— por seguir pasando tiempo juntos.

Y es ahí donde la fórmula platónica se invierte. Donde la búsqueda de ese algo exterior que nos dará la paz que tanto pedimos se revela como una carrera sin meta. Donde ni siquiera se desarrolla una introspección profunda sino que los hechos caen por su propio peso. Donde se revela que, quizá, tanto correr para encontrar un final satisfactorio no es más que un proceso de sinceridad, o un proceso de simplificación —de deshacerse de todo lo que hace ruido o empaña la vista— para valorar con claridad que esa paz querida ha estado allí siempre, acompañando el camino.

Como quien encuentra en sus recuerdos la certeza de que alguna vez sintió el amor. Como quien revisita los mejores momentos de esa confianza mutua que permitía ser quien se es sin explicaciones, sin pretextos. Como quien revive, por unos instantes, lo que se sentía en aquél corazón virgen la experiencia del primer amor juvenil.

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