Anti-especismo

Todo ser viviente se encuentra irremediablemente destinado a morir. Quizá, la única diferencia significativa es la dignidad con la que esa gran transformación sustancial acaece. El respeto, el honor, la consideración y el valor por la vida que se expresa en la muerte de un ser vivo cualquiera.

La pregunta profunda que surge a continuación es un cuestionamiento ético y filosófico por las condiciones en las cuáles permitimos la muerte de otros seres humanos y de otros seres vivos. En otras palabras, una pregunta por el modo en que atendemos a la dignidad de los seres vivos en su muerte.

En cuanto a los humanos, no dejan de ser impresionante los modos y la creatividad con la que somos capaces de negar la existencia de lo Otro. No dejan de ser materia de preocupación constante y continua las maneras en las que atropellamos cualquier dignidad humana por razones tan triviales como dinero, poder y honores efímeros.

Con todo, la densidad de la tragedia humana no aminora la gravedad del otro lado de este fallido reconocimiento de las dignidades ajenas: el especismo y sus raíces en el excepcionalismo humano o el antropocentrismo.

La noción originada en los años setenta como parte de un movimiento académico dentro de las aulas de la Universidad de Oxford se ha convertido en un referente social, legal y activista que recoge una consistente tradición científica y filosófica preocupada por el estatus moral de los animales.

Ligado etimológicamente al valor social de los “ismos” nacidos en la era post-68 — expresiones como sexismo, racismo, etcétera—, el término busca expresar el prejuicio desde el cual los seres humanos han juzgado el valor de las vidas animales no-humanas. En específico, el modo en que los humanos han considerado sus capacidades racionales, estéticas —perceptivas— y sensitivas —su capacidad de sentir placer y dolor— como merecedoras de una dignidad mayor que las cualidades de otros seres vivos.

Dicho prejuicio, por su parte, sigue una larga tradición científica, filosófica y religiosa que pone al ser humano en el centro de la Historia Natural — de ahí la palabra antropocentrismo—, o bien, en la cúspide moral de algún plan divino —de ahí el concepto del excepcionalismo humano– que le otorgan a éste una autoridad moral e instrumental sobre el mundo animal. Una valoración hecha por los humanos en favor, exclusivamente, de los humanos.

En este marco conceptual, se inscriben las líneas generales de la película nominada a los Premios Oscar de 2022 y ganadora del Premio del Jurado en la pasada edición del Festival de Cine de Cannes: EO del cineasta polaco Jerzy Skolimowski.

Inspirada argumentalmente en el clásico film de Robert Bresson, Au Hasard Balthazar, la película de Skolimowski sigue a un burro de circo llamado EO que, después de una protesta de activistas en favor de los derechos de los animales, es confiscado por las autoridades polacas y reubicado. La cinta sigue la odisea de EO mientras va de dueño en dueño —unos atentos, otros indiferentes y unos más crueles— recorriendo diferentes parajes de su región hasta enfrentarse con un ineludible destino.

De manera deliberada, Skolimowski nos narra esta historia desde un punto de vista cercano a EO —a veces, incluso, desde el plano subjetivo del burrito— que no duda en atribuirle al asno cualidades que solemos reconocer como únicamente humanas; EO recuerda a la dueña que tuvo en el circo, la extraña, percibe los caracteres de los humanos que le rodean, admira la libertad de otros animales, expresa miedo. EO encarna un imaginario humano de la Otredad animal.

Aunada a estas notas humanizantes que buscan establecer una conexión empática entre audiencia y protagonista, Skolimowski usa la cámara de maneras experimentales, con un poderoso sentido de vulnerabilidad, premonición del peligro, alerta y la potente expresividad de la profunda condición de indefensión en la que se sitúa un ser vivo incapaz de negarse a lo que los seres humanos quieran hacer con él.

En consonancia, con un afán expresamente sugestivo, la película de Skolimowski dirige a EO a un destino contundente que busca detonar una reflexión empática en el espectador: la reflexión sobre el estatus moral de las vidas animales no-humanas.

Por siglos, los seres humanos hemos juzgado nuestra posición en el mundo natural como el centro de un conjunto de ecosistemas, o bien, como la excepción principal dentro de una cadena de mando. Con todo, a la par de esta hegemonía autodesignada, nos hemos topado de manera recurrente con una intuición —¿animal?¿racional?¿humana?— que nos indica que las diferencias expresas que suponemos que existen entre otros animales y nosotros se desvanecen en la frontera del sufrimiento y la muerte. La muerte como el destino inevitable. El sufrimiento como constante compañero del hecho de vivir.

Una vez más, la única diferencia que se asoma en ambos respectos es la dignidad con la que llegamos a estos destinos, o bien, las causas que nos llevan a ellos: ¿por qué matar a un animal debería ser menos grave que matar a un ser humano? ¿por qué hacer sufrir a un animal sería menos reprensible que hacer sufrir a un ser humano?

Las respuestas inmediatas que se antojan resuenan a dignidades ulteriores —divinas— y excepciones interespeciales —i.e., nuestra razón—; las respuestas inmediatas que se antojan resuenan a antropocentrismos o excepcionalismos formulados por humanos en favor de los humanos.

Queda, en el olvido, la formulación de la Otredad. Puntualmente, la formulación de la Otredad animal. El desenvolvimiento del misterio que encarnan otros seres vivos —si piensan, cómo perciben, cómo experimentan el mundo, cómo experimentan su existencia— como existentes en el mundo —con formas de vida propias, con vidas propias.

Queda, en el olvido del especismo pero en la cara del anti-especismo —y quizá en la base misma de una preocupación genuina por cualquier sufrimiento—, la resonante pregunta: ¿por qué mi sufrimiento vale más que el de los Otros?¿por qué un sufrimiento animal vale menos que un sufrimiento humano?¿por qué la vida de un animal humano vale más que la de un animal no-humano? ¿por qué valen más unas muertes que otras?

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