Publicado en Diario Imagen el 19 de febrero de 2020.
Hace algunas semanas por fin conocimos el desenlace de una de las series de animación más propositivas de los últimos años: Bojack Horseman. Una mirada satírica sobre el glamour hollywoodense a través del mundo que rodea la vida de una estrella de televisión de los años noventas venida a menos que logró posicionarse en el gusto de la crítica y de su público mezclando recursos técnicos que le valieron algunos notables reconocimientos, así como un infalible humor (que lo mismo partía de la simple tontería hasta el chiste profundo y bien construído) y un pertinentísimo tono dramático, melancólico, oscuro, psicologista y directo con miras realistas.
La producción a cargo de Raphael Bob-Waksberg demostró su capacidad de llevarnos a reflexiones importantes, a preguntas serias y a retratos fieles de la insatisfacción existencial que muchas veces acompañan a la vida misma partiendo de un lugar que para nada pronosticaba las honduras, crudezas y franquezas que alcanzaría esta serie a lo largo de sus seis años de duración.
Como muchos, para mí, el acercamiento a la vida de este singular hombre-caballo partió del interés por conocer una nueva animación para adultos, ácida, irreverente y cómica; sin esperar, en lo más mínimo, que de aquél lado de la pantalla me aguardaba un reto a mi arrepentimiento, mi vergüenza, mi conciencia moral y el modo en el que me hago cargo de mi persona (mis insatisfacciones, mis ansiedades, mis preocupaciones, mi pasado, etcétera).
Y es que esa fue la particular potencia de Bojack Horseman: su frontalidad. El modo en que, por diferentes caminos, nos presentó a personajes en constante autodestrucción, caída y descenso hacia el lado oscuro de su ser que, no obstante, siempre buscaban salir adelante, cambiar su vida; sólo para encontrarse, en el camino, con el verdadero problema: ellos mismo.
A través de un mobiliario narrativo satírico, de juegos de animación por momentos simples (aunque siempre ingeniosos) y de una magistral hilación de tonos aparentemente opuestos (drama y comedia), la serie logró hablar de temas como el abuso, la paternidad, la depresión, el suicidio, el aborto, la violencia de género, las adicciones, la maternidad en la soltería, el arrepentimiento, el duelo, la muerte, los excesos, la frustración del escritor y del actor, los riesgos de la mala terapia (en las versiones inadecuadas y trivializadoras del tratamiento), la infidelidad, la asexualidad, la ansiedad laboral, la inestabilidad emocional, la autocrítica destructiva y un largo, largo etcétera.
Pero, sobre todo, logró dotar de herramientas de reflexión a muchos de nosotros que nos vimos en mayor o menor medida reflejados en sus personajes de alguna manera. Más allá de la inocente identificación de quien es fácilmente impresionable o de quien encuentra cierto signo de una malentendida distinción en los padeceres de la depresión y similares conflictos existenciales, la historia de Bojack logró retratar los diferentes niveles de destrucción (interna, externa, social, material y hasta psicológica) que rodean a quien no encuentra una forma sana de lidiar con el propio conflicto que encarna.
Quizá como síntoma de nuesta época, quizá como una inadecuada e impertinente idealización de la inestabilidad emocional o simplemente, quizá, como una malsana adoración de la complejidad emotiva malinterpretada como conflicto; el caso es que Bojack se convirtió en la oportunidad de reconocerse conflictuados y conflictivos. Capaces de dañar, capaces de ser dañados pero más importante aún capaces de sanar.
Con la estructura narrativa que la serie siguió por varios años y con las pistas que nos fue dejando su trama desde sus primeras imágenes, el destino de Bojack se auguraba claro: la autoaniquilación. Camino que, de haber sido tomado por sus creadores, habría enviado, potencialmente, un mensaje equivocado a sus seguidores: la salida al dolor (que provocamos y que nos han provocado) es el suicidio.
Lúcidamente, empero, Bob-Waksberg y compañía optaron por una salida que podría resultar anticlimática (pues resulta un final aparentemente simple para una historia densa y compleja) pero que es, en realidad, coherente con la vida misma; con la concientización de que la vida es un consistente proceso en el que no existen atajos hacia el mejoramiento personal ni soluciones reales a la recurrencia de la insatisfacción.
Y es que solemos esperar muchas cosas de la existencia: felicidad absoluta, plenitud imperturbable, moralidades incorruptibles y no corrompidas, justicia, fortuna, amores perfectos, familias prósperas, pasados idóneos… cuando la verdad es que nada de eso existe tal cual. Porque la felicidad a veces parece no llegar; porque aún en la plenitud hay espacio para la tragedia; porque las moralidades sin errores, sin fallas, sin haber hecho daño a alguien más no existen; porque la mejor justicia posible de la que sea capaz nuestra humanidad nunca igualará a la justicia ideal a la que aspiramos; porque la fortuna es por sí misma una realidad viva, indomable y caprichosa; porque los amores más perfectos a los que podemos aspirar son los amores reales que, por reales, son imperfectos; porque todas las familias requieren un trabajo constante de construcción y mantenimiento interpersonales; porque el pasado sólo es idóneo en nuestras mentes…y más y más objeciones de la realidad que nos impiden ser todo lo que querríamos ser.
Situación ante la que se abre, como para Bojack, la pregunta existencial más natural: ¿entonces para qué esto de vivir? Pregunta a la que nadie ha encontrado nunca una respuesta absoluta y (spoiler alert) nadie la encontrará. Porque la vida no es tan simple, porque los caminos reales de la existencia humana no son lineales y porque no hay respuestas inmediatas para un movimiento mediato, constante y volátil como el que es la vida misma.
Lo único que nos queda, tal como nos sugiere esta serie, es hacernos responsables de quienes somos, de quiénes hemos sido (de los daños que hemos provocado sin perder de vista que nunca estarán justificado por los daños que hemos sufrido), y de quiénes queremos ser (sin creer que por trazarnos metas tenemos garantizado alcanzarlas). Lo único que nos queda es enfrentarnos a nosotros mismos, a nuestros errores, a nuestros horrores y construirnos mejor que antes. Aprender nuestras lecciones, entender nuestros defectos y trabajar día a día por mejorarnos. Comprometernos con nosotros mismos. No abandonarnos nosotros mismos. No aniquilarnos nosotros mismos.
Nací en 1991 y no sé cuántos años me queden por vivir pero estoy convencido de que quiero vivirlos trabajando sobre mi responsabilidad de ser yo y tratando de abonar al reto de ser mejor persona que la que soy y que la que he sido. Sé que es un proceso tardado, difícil y anticlimático, pero es mi proceso y quiero vivirlo hasta que mi cuerpo y mi alma ya no me permitan hacerlo más. Hasta que, como a todos y a todo, me llegue la muerte.
Yo, como usted, querido lector, soy proceso en cambio, soy humano en camino de mejorarme (espero). Yo, como usted, me pregunto dónde empezaron mis preocupaciones, mis ansiedades, mis errores, mis horrores. Yo, como usted, me pregunto dónde empezó el reto de ser la mejor versión de mí mismo que pueda ser y dónde empezó mi responsabilidad de dar cuenta ante mi consciencia de quién he sido, de quién estoy siendo y de quién quiero ser.
La respuesta, me parece, no es sencilla pues se identifica con el hecho mismo de mi existir (ya que ha de ser mi vida la que responda a los conflictos existenciales que soy); hecho ante el que, curiosamente, mi cabeza sólo dice una cosa, que la respuesta se remonta a una frase que indica un punto de origen. Que la respuesta, que no puedo evitar representarme bajo una singular tonadita, me refiere a un examen personal que ha de empezar con un célebre “back in the 90s»…