Publicado en Diario Imagen el 5 de febrero de 2020.
Hace un par de semanas escribía sobre lo difícil que es tener un punto de vista realmente objetivo sobre las Grandes Guerras Mundiales; porque, en mayor o menor medida, cada uno de nosotros se relaciona con dichos eventos desde la historia personal, desde la historia patriótica, desde la historia familiar, o bien, desde las convicciones políticas que se han fraguado como resultado de las condiciones establecidas por dichos conflictos a nivel mundial.
Por eso, me parece que el primer paso para hacerle plena justicia a Jojo Rabbit de Taika Waititi, es aclarar la posición específica desde la que nos retrata la Segunda Guerra Mundial: el “anti-odio” (en palabras del director neozelandés). Donde el odio es representado por la visión expansionista del nacionalsocialismo de los años 30 y 40 del siglo pasado que tuvo su expresión en una defensa de la eugenesia en favor de la raza aria y, en consecuencia, en un tajante racismo científico.
Al respecto, la película resulta por momentos didáctica con, por ejemplo, un montaje que superpone evocaciones al fanatismo provocado por músicos como los Beatles e imágenes del impacto de Adolf Hitler en la sociedad alemana de principios del siglo XX; logrando con ello una ingeniosa y satírica analogía que adelanta el tono específico en el que se cuenta esta historia, el de la comedia.El de la comedia incisiva, sarcástica, irónica y ridiculizadora pero también el de la comedia inocente, infantil, caricaturesca y absurda. La comedia del niño; la comedia del eterno adolescente.
Punto que ha sido singularizado por la crítica especializada que ha visto en él un defecto frente a los objetivos de Waititi con esta cinta pues desde ahí, desde la caricatura, es imposible hacer un juicio riguroso y contundente. Punto que, empero, permite un retrato refrescante de este conflicto histórico que ya ha sido revisado y revisitado en infinidad de ocasiones; un retrato plástico, móvil, irrestricto; un retrato desde el realismo fantástico de la inocencia infantil.
Plástico porque lo mismo da cabida al humor satírico que ha caracterizado la carrera de Waititi, que al tono melodramático propio de estos relatos, que al absurdo del imaginario infantil e irrestricto de Jojo, que a la estética de la belleza que sólo un niño puede encontrar en un mundo en pugna, que a la ternura del amor puro de una amistad preadolescente, que a la tragedia desde los ojos de quien no dimensiona plenamente el contexto en el que vive.
Retrato en el que no hay, ciertamente, una real preocupación por comprender a fondo el nacionalsocialismo. Ni siquiera una búsqueda específica por desarticularlo desde sus propios términos. Hay simplicidad caricaturesca; hay buenos y malos sin más y hay mucho espíritu de inocencia, de absurdo y de comicidad satírica.
Quizá porque así son las guerras; quizá porque vistos fríamente los conflictos ideológicos no son más que absurdos y risibles o quizá, simplemente, porque frente al ingenio de un niño pocas cosas pueden presentarse como absolutas, rígidas e incambiables. Porque en la vigorosa pulsión creativa del intelecto infantil (aún de uno que acepta y se obsesiona con las reglas que le impone su contexto, como el de Jojo) no hay lugar para los absolutimos, para los totalitarimos. Porque para un ingenio en ciernes los prejuicios son improntas del exterior más que una condición innata. Porque para un ingenio vivo cualquier normatividad es imposición.
Y es ahí donde funciona especialmente bien Jojo Rabbit, en su apología del ingenio como una apología de la flexibilidad, de la apertura a ser transformados por nuestro contacto con mundos que asumimos ajenos al nuestro y, como conclusión de estas dos, como apología de la conexión interhumana por encima de las oposiciones ideológicas (raciales, religiosas, etcétera).
Por eso, quizá la mejor línea durante el film sea el “Be the rabbit (Se el conejo)” que en algún punto escuchamos de la voz del Hitler interpretado por Taika Waititi. Porque en ella se encuentran las múltiples realidades que componen la iluminadora percepción del conflicto que nos regala esta cinta. Primero, la de un Adolf Hitler convertido en amigo imaginario (i.e., interiorizado) a modo de superyo; segundo, la del realismo de la visión fantástica, constantemente creadora del mundo y mágica de un niño de diez años; y tercero (la más importante de todas), la de la virtud en la que se convierte el ingenio en un contexto que nos exige restringir nuestras búsquedas personales para que quepan en jaulas ideológicas.
Así, éste es, para mí, el simbolismo fundamental de la película: un conejo. Un conejo valioso por su plasticidad, por su capacidad de adaptarse, de encontrar la salida de cualquier tipo de laberinto ideológico; valioso por su destreza, por su astucia, por su naturalidad, por su espontaneidad, por su vitalidad. Un conejo valioso por su ingenio. Un conejo coartado por las rígidas estructuras de los fascismos (que poco importa si son ideológicos, o de cosmovisiones, o de prejuicios, o de utilitarismos, o de pragmatismos). Un conejo enjaulado por los discursos que acentúan nuestras distancias antes que nuestras coincidencias. Un conejo-ingenio que vamos dejando morir cada vez que permitimos que nuestras interpretaciones de la realidad se traduzcan en odios específicos.