Las formas del entretenimiento estadounidense para satirizar con su clase alta —social y económica— suelen vivir en una intrigante ambigüedad entre la admiración y el velado reproche social; en Latinoamérica —en México—, sin embargo, este lugar común narrativo toma la forma de un feroz —y en buena medida justificado— ataque a una cultura profundamente clasista y radicalmente herida por la diferenciación social, racial y económica.

Con este contraste de fondo, adentrarse en la rica comedia negra y el drama de la antología The White Lotus, sorprendentemente, no resulta complicado pero sí pide estar atento a sus sutilezas que es donde aparecen sus mejores momentos de sátira y desde donde se pueden rescatar sus mejores observaciones humanas.

Originalmente pensada como una miniserie de una sola temporada, la serie creada por Mike White (Escuela de Rock, Zombieland) para HBO se sitúa en una cadena hotelera, The White Lotus o El Loto Blanco, que recibe a huéspedes de la alta sociedad estadounidense en sus diversas locaciones. Una cadena vacacional acostumbrada a clientes muy exigentes, caprichosos y que están habituados a obtener todo lo que deseen con el simple acto de su presencia.

Así, en una primera temporada, en las playas de Hawái conoceremos a tres grupos de turistas: la familia de una poderosa empresaria (en medio de problemas maritales, con un hijo alienado en las pantallas de televisión, teléfonos y videojuegos, con una hija y su mejor amiga en plena rebeldía juvenil), una mujer multimillonaria lidiando con la pérdida de su madre (y con la misión de deshacerse de sus cenizas) y una pareja de recién casados (compuesta por el hijo consentido de una familia millonaria y por una dulce joven reportera que busca construir su propio legado profesional).

Además, el propio hotel, el propio Hawái y las vidas del staff de la cadena hotelera se encargarán de completar el reparto de una historia finamente hilada que con los eventos de una semana de vacaciones se dedicará a tejer una trama intrigante a través de la cual se explorarán temas como la sobreexigencia de los “íconos” del éxito empresarial, la vida acomplejada de las esposas y esposos trofeo o consortes, el profundo vacío y hastío que carcome la vitalidad de la juventud privilegiada y, por supuesto, como es de esperarse, dos puntos medulares de este tipo de narrativas: el absurdo de la riqueza obscena y los marcados contrastes entre quienes proveen un servicio con todo el esfuerzo de su trabajo —echando mano, incluso, de su «capital» sexual, su «capital» cultural y otros “recursos” convertidos en algo vendible— y quienes lo consumen como una comodidad más de su ya acomodadísima vida.

En consonancia, su segunda temporada, ahora en las playas de Sicilia, Italia, seguirá esta veta satírica a través de un nuevo conjunto de grupos de turistas: dos excompañeros de universidad ahora convertidos en empresarios y sus esposas (en una tensa dinámica de constante comparación y pasivo-agresiva lucha por superioridad moral y económica), una multimillonaria intentando salvar su matrimonio y su asistente (como un reiterado juego de la fantasía caprichosa y una muestra de las nuevas formas en las que el dinero permite “apropiarse” de otras personas) y un abuelo, un padre y un hijo que buscan reconectar con un idealizado pasado italiano (sumergidos, los tres, en la lucha constante de los malos modelos de comportamiento que los padres han sido para los hijos a través del sexismo y la promiscuidad).

Una vez más, el propio hotel, el staff del mismo y, en este caso, Sicilia se encargarán de aportar los elementos contrastantes del misterio que cruzará a esta entrega de la serie. Destacando, en esta ocasión en específico, un par de jóvenes locales que viven de ofrecer servicios sexuales y de compañía a los hombres millonarios del hotel Loto Blanco: ambas como muestra de los niveles a los que la individualidad es mercantilizada y consumida a través de la retórica sensacionalista y mercadológica del turismo.

En ambas temporadas, unitarias cada una y no especialmente conectadas entre sí, la estructura es la misma: partimos desde la muerte de un personaje de la trama cuya identidad no se revela, proponiendo, con ello, un misterio que, a lo largo de los eventos de una semana de ires y venires, de conflictos palpitantes y de conflictos nacientes, habremos de desentrañar sólo hasta el último instante de cada temporada.

La magia sucederá cuando, como espectadores, resulte casi imposible descifrar de antemano quién morirá pues, con la excelente construcción narrativa de esta serie, quedaremos atrapados en los conflictos internos de cada grupo de turistas, más los eventos que se suscitan a su alrededor, más sus particulares interacciones entre sí, más los problemas vivenciales del staff del hotel que se entrecruzan con todo lo anterior.

Corona la experiencia una inteligente, atenta y por momentos poética composición visual que aprovechará la belleza natural de sus locaciones y que no reparará en anticipar detalles con metáforas. La fastuosidad y el exceso de la vida altamente privilegiada quedará muy bien retratada al lado de su carácter caprichoso, ignorante, egótico, indulgente y solipsista.

La serie, con su temporada inicial, ganó cinco Premios Emmy a lo mejor de la televisión estadounidense por su dirección, guionismo, cast y actuaciones pero no escapó de un par de críticas puntuales: la primera, que todo lo que explora The White Lotus no rompe con el canon específico de la sátira estadounidense a sus clases privilegiadas —es decir, que no logra escapar de esa actitud ambigua, entre admiración, entre reparo, que caracteriza a los anglosajones y el modo en que retratan a sus ricos y poderosos—; la segunda, que, a pesar de apuntar a la comoditización —mercantilización, comercialización— de la cultura de un destino turístico y, con ello, a la comoditización de sus habitantes, The White Lotus nunca se preocupa, en realidad, por explorar sus historias a fondo.

Y es que es ahí donde The White Lotus puede convertirse en una muestra de lo mismo que señala y, más interesante aún, es ahí donde sus afeados personajes y sus caprichosos egos pueden parecerse al de cualquiera que haya convertido a un lugar —un destino turístico— en un objeto más dentro de una colección de fetiches adquiridos. Es ahí donde, quizá sin advertirlo o quizá con una sutileza incomprendida, The White Lotus se convierte en una representación de la cultura del consumo turístico en el siglo XXI.

“Cuando viajas no compras cosas, inviertes en experiencias”, es el slogan autocomplaciente que enmascara una industrialización del turismo. Una cultura de consumo que nos vende la idea de que un viaje es, por sí mismo, un acto cultural o un acto de disfrute privilegiado; entronizando, incluso, a algunos dentro de una especie de superioridad ética enraizada en un supuesto mejor conocimiento del mundo.

La realidad es que buena parte del turismo como producto de consumo es ególatra y desconsiderado; volcado a la dinámica de tomarse una fotografía más en el lugar específico en el que todos se toman una fotografía para sus redes sociales o, peor aún, volcado a la transformación de auténtico proceso de cultivación personal en una operación aritmética: mi visita a un lugar + mi visita a un lugar icónico de su cultura como destino turístico = conocer la cultura de dicho destino turístico.

La realidad es que el turismo como lo entendemos comúnmente —y como comúnmente lo consumimos— parte una vez más de una cultura de asimilación-aniquilación-hedonismo que poco se interesa por el lugar que se visita y que mucho se interesa por los gustos, fantasías y placeres de quien tiene el dinero para pagar su visita a un destino turístico.

Adoramos las playas, las comidas, los servicios y los lujos que podemos gozar mientras vacacionamos pero nos interesamos muy poco por, por ejemplo, el cuidado de espacios ecológicos, o por el conocimiento de usos y costumbres de los lugares a los que vamos, o, incluso, por algún tipo de concientización sobre los problemas sociales que implican los grandes complejos hoteleros en los que nos hospedamos.

En algún viaje vacacional recuerdo haber visto a un joven sentado en la banqueta viendo con hartazgo a un sinnúmero de turistas a los que debía sonreír y ofrecer algún producto; unos lo ignoraban, otros medianamente lo atendía, algunos más hasta se burlaban de él. En ese momento me pregunté algo que quizá me sea imposible comprender genuinamente: ¿cómo será vivir en un destino turístico donde la gente te percibe como una “cosa” más que está en un lugar al que sólo vienen a embriagarse o a despreocuparse —desinteresados por las plantas, los animales, las personas y los alrededores que los hospedan—?

La respuesta concreta la desconozco y me es, quizá, inaccesible pero la pregunta por sí sola me invita a pensar en un buen turismo, en un buen turista. En una consideración sobre el espacio ajeno, el hábitat ajeno, la casa ajena como una invitación a la Otredad, a la concientización de otros modos de ser, otros modos de vivir, otros modos de pensar. Al acercamiento a otras culturas no desde el burdo ángulo de la fetichización, no desde la transformación de la cultura de otros como algo que puedo consumir en un libro, en una prenda, en una fotografía sino en el acercamiento a esas culturas desde un diálogo cultivador, desde un aprendizaje humano —ni siquiera nemotécnico, de datos y cifras—, desde un aprendizaje sobre otros modos de ser humano.

No sé cómo se pueda ser un buen turista, un turista de la Otredad en un mundo que exige consumos asimiladores-aniquiladores-egoístas. No sé si en algo ayudaría a preservar lugares, a mejorar vidas o a evitar tragedias. Lo que sí me queda claro es que mientras nuestros actuares se parezcan a los de los exacerbados personajes genialmente satirizados de The White Lotus vamos por mal camino.

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