Cabos sueltos

La más cruel evidencia de la muerte y su fría naturaleza es el silencio que la acompaña. El enmudecimiento de un calor vital que deja, sin avisos ni advertencias, todos sus cabos sueltos. Sin respuestas, sin quejas, sin puntos finales. Porque, aún anticipada, la muerte siempre llega a destiempo para el que se queda en el mundo. La muerte nos revela su precisión cronológica sólo en una lógica consoladora porque la muerte, en realidad, no sabe de planes humanos, de voluntades subjetivas y de querencias personales. La muerte es y, con ella, su desolador silencio.

Sólo quien tiene el infortunio de haber perdido a alguien frente a las fuerzas inclementes del ciclo de la vida entiende esta propiedad inmisericorde del fin de los días de alguien. El fin de una voz, el fin de una imagen, el fin de un abrazo. El fin de una historia que se revisita pero que no se escribe más.

Y es ahí donde uno de los dramas más agudos que puede experimentar un ser humano aparece. Una sombra que, en adelante, no dejará de acompañar al vivo que se queda extrañando al muerto. Hasta que la muerte le llegue a él o ella y le toque ser extrañado. Legando la sombra de la pérdida a un nuevo propietario.

Un drama de la vida real: pesado, poético, fértil para la introspección, para la reflexión. Un drama que revela las formas más sorprendentes —y quizá puras— del amor —o del odio y otras emociones dejadas por quien se va. Un drama que, llevado al cine, no se adecua a una narración con agilidad y dinamismo; por el contrario, un drama que requiere, exige, contemplación, paciencia, naturalismo. Un drama que transcurre como el tiempo humano, como el tiempo de espera. Un drama que revela las formas complejas, grises, trascendentes y vinculantes del dolor de la ausencia presente de alguien pasado. Un drama explorado por la cinta multinominada a los Premios Oscar, Drive My Car. Inspirada en el cuento corto homónimo del popular autor japonés Haruki Murakami y otros trabajos de su libro Men Without Women (Hombres sin mujeres).

Dirigida por Ryusuke Hamaguchi, la película relata el proceso de duelo, introspección y vinculación de un actor y director de teatro, Yusuke Kafuku; quien, enfrentado a la pérdida de un par de seres queridos, encontrará en su recién contratada chofer un alma paralela que le ayudará a desentrañar las diferentes capas de su dolor pero, también, de su complejo amor por sus difuntos.

Un vínculo construido a través de largos viajes en auto que, sin necesidad de amplios diálogos o enormes grandilocuencias melosas, unirá amistosamente a dos ánimos perforados por el vacío de la muerte. Pero, más interesante aún, un vínculo que se construirá sobre los sentimientos encontrados: el arrepentimiento, el amor, la ternura, el resentimiento relativo, el sinsabor de los problemas interpersonales no resueltos dejados por quienes se fueron.

Porque dentro de su cinematografía atenta a los favores de la luz natural de sus escenarios, dentro de su ritmo pasmoso, dentro de sus formas poéticas —tanto en diálogo como en cámara—, dentro de su gravidez contemplativa y dentro de sus recursos casi melodramáticos; Drive My Car se preocupa por capturar las áreas grises del duelo. Los sentimientos contradictorios que se dan lugar en el corazón de quien pierde a un ser querido.

No se trata de la vanagloria mentirosa de un difunto que se erige en cuasi-ídolo sino el recuerdo fiel de una persona con defectos, con errores. Del recuerdo fiel de una relación interpersonal imperfecta, con carencias, con problemas, con faltas; como todas las relaciones interhumanas. El recuerdo fiel de un amor que abraza todo esto: el dolor, el sinsabor, el rencor, las deudas personales —tanto de ida como de vuelta. El recuerdo fiel de un amor verdadero, con asegunes, como cualquier amor; como cualquier emoción humana expresada con sinceridad y profundidad.

Porque es ahí donde Drive My Car reluce: en su capturar lo incapturable. En su capacidad de convertirnos en el tercer pasajero del auto compartido por Yusuke y Misaki y en el paso aletargado con el que va desenvolviendo las múltiples capas —o múltiples dimensiones— de los sentimientos humanos. En particular, de los sentimientos humanos frente al duelo. En particular, del duelo acompañado por una conversación —o varias— dejadas en puntos suspensivos.

La muerte es siempre inoportuna. Porque no hay manera de que con su llegada no se dejen historias inconclusas. Desde las preguntas que nunca se hicieron, las respuestas que nunca se obtuvieron; hasta los te quieros y los perdones que no se pronunciaron. Desde los deseos frustrados —las celebraciones que te perdiste, los logros que no me viste alcanzar, los llantos en los que ya no estuviste para consolarme y los fracasos de los que ya no me viste levantarme—; hasta los agradecimientos que se quedaron en el tintero.

La metáfora que hace la pulcra película de Hamaguchi es que el duelo es como un largo viaje en auto. Por momentos sinuoso, por momentos intrascendente, por momentos cansado, por momentos llevadero y, quizá, hasta placentero desde los ojos de la ternura. Pero en donde esta película japonesa se convierte en una obra de arte es en la demostración de que el duelo es también un viaje bello. Tan bello como un amor dispuesto a albergar dentro de sí las contradicciones de una historia inconclusa. Tan bello como un amor capaz de abarcar el perdón, el dolor y el sinsabor en un mismo abrazo con la devoción del recuerdo.

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