Crisis de la edad, crisis del tiempo

La primera vez que, siendo niño, un libro me explicó lo que sería la adolescencia, entendí que ésta se traducía en una crisis plagada de cambios físicos, emocionales y personales de muchas índoles que transformarían mi visión del mundo; después, siendo adolescente, se me advertía de la crisis de la temprana adultez, la de los 20s, en la que todo se siente sin rumbo y encontrar un camino para seguir o renunciar a los propios sueños se convierte en el gran quid del momento; y luego llegó el 2021 y, con él, mis 30 años de edad y la correspondiente crisis de esta década de vida.

La crisis que se traduce, para mí y muchos de mis contemporáneos millennials, en una primera revisión de lo alcanzado hasta el momento; en una confrontación entre lo que se esperaba tener a cierta edad –siguiendo lo que nuestros padres y familiares hacían en dicha etapa de sus vidas− y lo que se experimenta en la cruda realidad; en una voz al fondo de los propios pensamientos que se pregunta si ya vas tarde para el éxito profesional, para la estabilidad familiar, para la estabilidad romántica, para la estabilidad económica, para hacerte de tu propio patrimonio y un largo y largo etcétera.

Afortunadamente estas preguntas no sólo me suceden a mí y a mis coetáneos sino que le han sucedido a todos aquellos que un día percibíamos como adultos hechos y derechos. Le sucede a la madre soltera, al padre trabajador, al tío parrandero, al gran empresario y, por supuesto, le sucede al artista –que, como particularidad, vive siempre en algún tipo de crisis estética, conceptual, personal y/o creativa.

Le sucedió a Jonathan Larson, exitoso dramaturgo, compositor y músico, que transitó por esta crisis con la incertidumbre de no saber si los musicales que escribía algún día le permitirían tomar el lugar esperado en el glamoroso Broadway. Le sucedió mucho antes de su exitosísima e innovadora Rent y los premios Tony y el premio Pulitzer que lo convertirían en un referente del teatro musical de los 90s y las décadas posteriores. Tick, tick…Boom!, recién llegada a Netflix, cuenta la historia de esta crisis de la edad, creativa y personal.

Dirigida por el galardonado Lin-Manuel Miranda –aclamado en el teatro musical por su valiosísima Hamilton− y potagonizada por el multifacético Andrew Garfield –que con esta película es nominado a los Globos de Oro 2022 y busca llegar a los Premios de la Academia−, la cinta es una adaptación bastante libre del musical homónimo del fallecido Larson.

Un trabajo en el que el artista estadounidense relata y reinventa las intersecciones entre episodios de su vida personal –su trabajo como mesero, su vida amorosa, su relación con sus amigos−; su estado de ánimo frente a sus próximos 30 años –que, en 1990, él percibía como la señal del fin de su juventud y el inicio de un fracaso asegurado, pues, nos explicará, a los 30 su ídolo Stephen Sondheim ya había debutado en Broadway, MCartney y Lennon ya habían compuesto su última canción con los Beatles y sus padres ya tenían dos hijos, carreras y un sueldo fijo−; y sus dedicados esfuerzos por estrenar su primer gran proyecto –desarrollado durante ocho años− que tenía, sí o sí, que convertirse en su salto a las grandes ligas del teatro musical.

Un trabajo en el que Larson captura la impaciencia, la premura, la desesperación, la soberbia, el egocentrismo, la intensidad y la complejidad de luchar contra el tiempo. La absurda pero genuina aspiración de ser más rápido que el tiempo y de ordenar sus ritmos a los de la vida humana, al ritmo de nuestro propio paso.

Tick, tick…Boom! es una película guiada por su carácter musical. Una película que, a través de sus contagiosas canciones, logra expresar ese conflicto recurrente que nos establece el tiempo. El conflicto del proceso creativo, la vida personal y las más megalómanas aspiraciones de las que un joven de veintitantos años es capaz.

Un film que fluye, junto con su protagonista y el espíritu de su compositor original −Larson−, con cadencia, agilidad, luminosidad y una potentísima vitalidad. La vitalidad del que sueña en serio, de quien no encuentra otro descanso ni otro remanso que su arte. La vitalidad que lo mismo se disfraza de fantasía optimista que de tragedia seca.

Plagado de guiños al teatro musical, tanto en sus canciones como en uno que otro cameo; tanto en el espíritu y el corazón con el que late su narración como en los recursos cinematográficos que se emplean para contarla; la historia de Jonathan Larson en Tick, tick…Boom! es una entretenida y cautivadora muestra de que el tic, tac (o tick, tick) del reloj se ha convertido en el más opresor de los grilletes que nos imponemos.

¿Para qué? “Para motivarnos”, podrá decirse. “Para compararnos, para tener una referencia del lugar en el que estamos en determinado momento”, podrá explicarse. “Para generarnos crisis”, replicaría yo.

Crisis que no necesariamente debemos entender como algo negativo sino como posibilidades para evaluarnos, reflexionarnos, criticarnos y reinventarnos. Crisis que, quizá, son como una alarma que nos recuerda que el tiempo ha pasado y seguirá pasando implacable. Que nos recuerdan que vida sólo hay una, que quizá toda la prisa que tenemos hoy no sirva de nada si mañana mismo nos encuentra la muerte.

Crisis que nos invitan a valorar nuestra vida por lo que es –y lo que no es. Que nos invitan a reconocer nuestros propios ritmos, nuestros propios procesos. Crisis que nos abren el camino a empatizar con nosotros mismos, con las versiones pasadas y presentes de quienes somos, para elegir mejor el paso con el que habremos de andar el sendero futuro. Crisis que nos recuerdan que la vida humana no es nada para el tiempo y que, a la vez, el tiempo parece serlo todo para la vida humana. Crisis que nos invitan a descifrar el acertijo que quizá ningún humano ha resuelto: cómo encontrar un balance entre la prisa de una existencia breve y efímera y un espíritu soñador que se pone la perfección de la eternidad como meta.

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