Crisis profesional, crisis de identidad

Por alguna razón es culturalmente aceptado que alguien dé una descripción breve de sí mismo señalando aquello a lo que se dedica, aquella profesión que estudió o aquél camino productivo-educativo en el que se encuentra. La suposición, allí, es que la carrera, el trabajo o la actividad productiva de la que uno se sostiene es equiparable a su identidad. Como si filósofo, abogado, reportero, artista, carpintero, arquitecto, albañil, actor o cualquier sustantivo similar bastara como definición de un carácter, de una individualidad, de un acto de ser humano.

El fenómeno tiene, probablemente, sus orígenes en el viraje de la Modernidad hacia una definición del ser humano que equipara a éste con su capacidad laboral o su capacidad de comerciar con sus propias facultades—ejemplos claros pueden ser las primeras filosofías mercantilistas-capitalistas y, quizá el más obvio, la filosofía marxista. Una tendencia conceptual por reducir el fenómeno humano a las especificidades de las condiciones materiales de la historia. Una concepción del humano atenida a su efecto productivo en la sociedad y no tan preocupada por otras dimensiones mucho menos concretas de la realidad humana —creencias, emociones, expresiones culturales, subjetividades, etcétera. Una concepción, incluso, que supedita todas las expresiones humanas a las condiciones materiales concretas de las que se originan.

Un modelo típicamente moderno; caracterizado por una grandilocuencia totalizante —que asegura poder hacer una descripción absoluta de la realidad con base en un eje previo a la conciencia y la racionalidad humana— y esperanzado en ideales de progreso —con una visión acumulativa de la historia que asume una linealidad positiva de ésta, es decir, que piensa que cada momento futuro es o puede ser, por acumulación, mejor que cada momento pasado.

La Antigüedad, por su parte, abría el espectro del juicio cualitativo sobre un ser humano a criterios de libertad o no libertad —hablamos, por supuesto, de las épocas de la economía construida en el esclavismo—, eso sí, siempre menospreciando el trabajo manual y asignando la superioridad moral e intelectual a quienes gozaban de garantías políticas —hombres libres con capacidad de participar en el proceso democrático. El Medievo mantuvo un sistema de valores sociopolíticos similar al de su época antecesora, mismo cuyas últimas formas pueden rastrearse aún a principios de las democracias modernas del siglo XIX. Claro, en ese caso, la estructura se apegaba más a los esquemas monárquicos prevalecientes y a la división eficientista del feudalismo.

Pero, aún con una breve conciencia histórica sobre esta costumbre cultural, la pregunta persiste: ¿cómo llegamos a considerar una actividad laboral como el elemento fundamental de la identidad de un individuo? Y, más interesante aún, ¿cómo fue que interiorizamos ese modelo conceptual?: ¿por qué, en el Mundo Contemporáneo, una crisis profesional puede equipararse a una crisis de identidad?

El tópico se ha convertido en un lugar común del entretenimiento, donde sus representaciones se acoplan a lo conocido para actores, directores y guionistas: las industrias del cine, la música y la televisión. Desde ahí, las historias de las estrellas hollywoodenses que se enfrentan a una crisis de identidad derivada de un momento complicado en su vida profesional se han retratado desde los ángulos elementales de los géneros narrativos —en forma de drama, en forma de comedia; de maneras inventivas, de maneras predecibles.

En ese rubro se inserta la cinta de comedia y acción El Peso del Talento. Una película ingeniosa, efectiva, entretenida, ligera y ágil que logra refrescar la temática de la crisis de identidad-crisis de la edad-crisis profesional además de apelar a la nostalgia y alcanzar niveles de comicidad metaficcional.

La película se centra en una versión ficcionalizada de Nicolas Cage —interpretada por Nicolas Cage— que se encuentra al borde de los sesenta años de edad. Un icónico actor hollywoodense cuyos mejores días parecen haber quedado atrás y cuya vida familiar se ve cada vez más desgastada por un ambicioso ímpetu sediento de otro éxito.

En medio de esta encrucijada, al actor, necesitado de dinero, le llegará una misteriosa propuesta para pasar un fin de semana en el Meditarráneo Europeo junto a un intenso fanático de su trabajo, el empresario Javi Gutierrez —excelentemente interpretado por Pedro Pascal. El problema será que, quizá, Javi esconda algún tipo de actividad ilícita que lo convertirá en el objetivo de una investigación de la CIA. Misma que, más pronto que tarde, necesitará de la ayuda de Cage; llevándolo a vivir en carne propia una aventura digna de cualquiera de sus films.

En lo técnico la película se presenta bajo estándares convencionales de filmación y con un uso muy puntual y concreto del CGI. No se trata de una propuesta cinematográfica tanto como un rodaje dinámico que pone en el centro a sus dos personajes principales: Javi y Nick, quienes muy pronto formarán una cercana amistad que detonará el excelente pulso cómico de esta cinta. No hay aquí grandes propuestas metafóricas, ni conceptos artísticos inefables, ni una narrativa totalmente innovadora: hay acción efectiva, llamativa; hay risas garantizadas —con un ritmo perfecto para el género por parte de Pascal y Cage—; hay entretenimiento puro.

El Peso del Talento es una de esas películas de acción y comedia que, sin ser completamente predecible, adopta las formas de esta mezcla de géneros para entregar ingenio. Es un dueto actoral centrado en un recurso básico e inagotable de la comedia: una dupla constructiva. Una retroalimentación entre Cage y Pascal en la que a cada chiste de uno le viene una respuesta igual de efectiva del otro. Un buen rato para fans y no fans de Nicolas Cage. Un homenaje satírico para quienes conocen la carrera del californiano. Un contundente ejercicio del cine de entretenimiento repartido en risas y vistosas escenas de acción.

Y, con todo, la trama de la película no queda exenta de alguna reflexión. En un momento medular de este juego irónico entre Nicolas Cage y su vida ficcionalizada, el actor se pregunta algo que, estoy seguro, todos nos hemos preguntado alguna vez: “¿quién eres?”. En concreto para Cage: “¿quién eres fuera de los personajes que has interpretado?”. Extrapolado a cualquiera de nosotros: “¿quién eres fuera de aquello a lo que te dedicas?” “¿quién eres más allá de tu trabajo?”.

Para muchos, la pregunta es imposible de responder. Como si su identidad se agotara en un conjunto de las acciones e intereses que construyen lo que hoy llamamos una carrera profesional. Un concepto eminentemente contemporáneo, supeditado a los criterios de la especialización y a las necesidades puntuales de los mercados laborales. Un concepto de raíces modernas: que parece implicar que una persona no es más que la capacidad productiva que tiene.

Claro, para muchos la adopción de este criterio responde a una necesidad de supervivencia: “soy lo que trabajo porque si no trabajo no sobrevivo” —literalmente me muero: “sin trabajo no accedo a alimento, vivienda, etcétera”. Para muchos otros la adopción de este criterio responde a una necesidad del ego: “soy lo que trabajo porque eso me da una posición social, me distingue de un grupo o comunidad, me da un lugar de relativa injerencia política, etcétera”. Para otros más la adopción de este criterio responde a una descripción del sentido común: “soy lo que trabajo porque soy lo que hago” —y nunca, quizás, he hecho otra cosa que trabajar.

Cualquiera de estos tres escenarios es una descripción incompleta en sí misma pero obligada desde el punto de vista del mundo en el que vivimos: sí, quien no tiene más que su propia fuerza laboral como medio de subsistencia puede asumir que es sólo su trabajo; pero eso no es verdad por más que sea un hecho impuesto por la realidad en la que vivimos, por más que sea una realidad injustamente impuesta por nuestros sistemas de organización humana.

Sí, quien no tiene más que su propia categoría productiva como medio de presencia social y política puede asumir que sólo se hace auténticamente presente en el mundo a través de su trabajo; pero eso no es verdad por más que sea un fenómeno concreto de las estructuras sociales en las que nos desenvolvemos, por más que se convierta en un medio de satisfacción para el yo social, por más que represente algún tipo de reconocimiento en la dimensión pública de quienes somos.

Sí, quien se apegue a una descripción del mundo guiada por la intuición del sentido común puede asumir que el ser humano es lo que hace; pero esa no es una verdad completa por más que nuestra capacidad agencial sea una de las facultades palpables de nuestra existencia, por más que en el mundo de la objetividad queden los efectos de nuestros actos, por más que nuestra materialidad sea un elemento inextirpable de nuestro acto de ser.

Cualquiera de estas tres descripciones de nuestra identidad es incompleta. Habla sólo de una parte de lo que compone el rico y complejo fenómeno de existir. Nadie existe a propósito, nadie trabaja a propósito. Trabajamos porque es lo que hay, porque es parte del mundo en el que vivimos. Pero trabajo no es lo mismo que agencia —podemos hacer muchísimas cosas más que trabajar. Pero trabajar no es lo mismo que vivir —estamos constituidos por muchas más experiencias que las que componen lo que después englobamos en el concepto de un trabajo o una carrera profesional.

Y, entonces, ¿quiénes somos? ¿qué somos? No hay respuestas simples. Somos lo que hacemos pero, también, lo que no hacemos. Somos, momentáneamente, lo que pensamos y sentimos pero luego somos otra cosa; otros pensamientos, otros sentimientos. Somos lo que producimos pero, también, lo que nos reservamos para nosotros mismos; lo que traemos al mundo con nuestras facultades creativas pero que no necesariamente ponemos al servicio de otros.

El ocio —el no-trabajo— es una condición de posibilidad de la Filosofía —como forma de vida, no como disciplina, profesión o carrera laboral— y, por eso, no debemos ser sólo aquello que hacemos y que puede venir a ser juzgado, pesado y valuado bajo una necesidad artificiosa de capital. Somos lo que trabajamos, momentáneamente, pero, también, somos nuestro ocio y el modo en que decidimos gastarlo: viendo una película o filosofando.

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