Dragon Ball

Como uno de los animes más influyentes en el Mundo Occidental y, en general, una de las franquicias de animación más exitosas de la historia, Dragon Ball reitera su raigambre en la cultura popular con su más reciente estreno: Dragon Ball Super: Super Hero.

Para quienes conocimos a Gokú y compañía en nuestra joven infancia —en mi caso, por ahí de mis cuatro o cinco años de edad—, la cuarta entrega de las películas que exploran el mundo recientemente extendido de Dragon Ball con el involucramiento directo de su creador, Akira Toriyama, apela directamente a la nostalgia con la promesa de “el regreso de la Patrulla Roja”; la malévola organización militar y corporativa que, con claras referencias al nazimo, las dictaduras y los fascismos del siglo XX, se convierte en la primer amenaza real del niño saiyajín de la primera serie animada de la franquicia —Dragon Ball— y en una persistente oposición para Gokú y compañía —con un resurgimiento durante Dragon Ball Z a través de la llamada saga de Cell y los androides 17 y 18.

Así, desde sus primeras imágenes, la nueva película del universo Dragon Ball es un viaje a la primera infancia, a esa historia que, allá por los años 90, se convertía en la puerta de entrada para una generación completa hacia el mundo de la animación japonesa y, más notablemente, en la puerta de entrada a un mundo de aventuras, amistad, empatía, autoformación retadora y, sin saberlo, valores de origen budista.

En lo narrativo, la cinta genera la sensación de un episodio extendido de la serie que aporta un fresco e inocente sentido del humor. Las batallas animadas y llenas de artes marciales y superpoderes están ahí, los personajes queridos por la audiencia hacen todos su aparición —cuando menos simbólica— y, por supuesto, algo de mitología extendida de esta franquicia del anime que busca conectar con los sucesos y sagas de Dragon Ball Super, la nueva etapa de esta historia creada por Toriyama alrededor del 2015. El mayor logro de la película en este sentido es centrar su argumento en Gohan y Piccoro, normalmente peleadores secundarios, para reiterar el valor de todos y cada uno de los héroes que conforman a los llamados Guerreros Z.

En lo técnico, cabe destacar el uso de una mezcla entre animación tradicional e imágenes generadas por computadora (CGI), recurso que aporta una nueva dimensión a las peleas, a la acción y a la conciencia misma del espacio que circunda a nuestros bien conocidos personajes.

En síntesis, con la ausencia de Gokú y Vegeta en la Tierra, Dragon Ball Super: Super Hero, sigue a Piccoro mientras éste investiga la pista de una sospechosa empresa farmacéutica que, bajo su apariencia común y corriente, planea el regreso de la Patrulla Roja y sus ambiciones represoras, totalizantes y tiránicas. Pronto, la amenaza representará la llegada de nuevos enemigos que el namekiano deberá enfrentar con la ayuda de Pan, Gohan y, secundariamente, Trunks, Goten, 18, Krilin y Bulma. Reiterando, con ello, que el mundo de Dragon Ball es más rico que sólo sus dos figuras más prominentes.

Y es que, volviendo a lo que Dragon Ball ha representado como producto de la cultura popular, el propio caso de Piccoro es una muestra de un lugar común de la macro-aventura de Toriyama: el enemigo que, a través de la empatía, se convierte en uno de los aliados más fieles y cruciales de un grupo de héroes.

A simple vista, el recurso narrativo parecería pobre y poco creativo —la idea de que el personaje que dos capítulos antes era el acérrimo rival de Gokú se convierta, de pronto, en uno de sus mejores aliados de combate—; sin embargo, es un legado más de las bases budistas de esta mitología del anime: la idea de echar mano de los medios más aptos para llevar el mensaje al receptor. Es decir, empatizar con el enemigo como una manera de hacerle entrar en razón, o bien, como una manera de mostrarle un mejor camino. Incluso, como una manera de descubrir que la búsqueda del enemigo y el héroe no son necesariamente tan distintas.

La herencia budista de Dragon Ball se estableció claramente con los primeros episodios del anime en los años 80s y 90s. Desde entonces muchos críticos y especialistas han notado la referencia que la serie hace a la novela china clásica del siglo XVI, Viaje al Oeste: la historia de un monje budista que junto con un grupo de discípulos es encomendado con la tarea de encontrar unos rollos mágicos sagrados perdidos y devolverlos a la corte budista —similar a un grupo de aventureros recolectando un grupo de esferas mágicas a lo largo y ancho del mundo.

Uno de los discípulos del protagonista de la mencionada novela es el Rey Mono, Sun Wukong o, por su pronunciación en japonés, Son Goku; un hombre mono —como Gokú con su cola y sus transformaciones símicas— cuya mayor arma es un báculo que puede incrementar o reducir su tamaño —tal como el que Gokú solía usar en sus aventuras de niño— y cuya personalidad infantil —como la que caracteriza a Gokú en cada una de sus iteraciones— contrasta con su avezado ingenio.

Desde ahí, entonces, se desenvolvería lo que hoy es una de las franquicias más exitosas de la historia de la animación japonesa. Claro, con concesiones y alejamientos de la primera intención del Dragon Ball-Viaje al Oeste y construyendo una mitología propia que, no obstante, vuelve a sus nociones primigenias de empatía y amistad constantemente.

Por otro lado, al ser un producto de una época en la que ciertos valores resultaban poco cuestionables, en la mitología de este anime se cuelan algunas valoraciones estereotípicas negativas sobre personajes de la comunidad LGBT+ — con el General Blue como el mayor ejemplo— , o estereotipos raciales anticuados— Mr. Popo— , o, en general, una escasez proporcional de personajes femeninos que tengan un rol más allá que el de meras auxiliares.

De manera más notoria, se encuentra una vinculación entre los valores del heroísmo masculino y la ira desbordada. Con recurrencia, los personajes principales —hombres— de Dragon Ball alcanzan el máximo de sus habilidades a través de un ataque máximo de ira, normalmente detonado por causas justas —la muerte de un ser querido, alguna injuria cometida, algún abuso perpetrado— pero que no deja de subrayar una visión positiva sobre el carácter iracundo como una herramienta para solucionar problemas.

En mejores condiciones se encuentran nociones suprahumanas de los Guerreros Z como los superpoderes que adquieren al meditar o al aprender a controlar sus demonios internos; tal es el caso de la habilidad de volar que sólo se alcanza al “aprender a aligerarse”, o bien, la capacidad de controlar el propio desgaste físico a través de un uso más metafísico del propio ánimo —como lo sugerirá Vegeta en esta película.

Ambos preceptos se acercan a nociones clásicas y comunes de diversas escuelas budistas; una, por ejemplo, con la referencia a la negación o administración del ego, del yo, como una manera de alcanzar un verdadero dominio sobre el ser y la existencia y, otra, con una referencia al autodominio a través de la dosificación de los influjos de la razón y las emociones desbordadas —como la propia ira.

Más ejemplos de estas bases filosóficas se pueden encontrar en conceptos como la Genki-dama, aquél superpoder colectivo que Gokú es capaz de utilizar sólo mediante una colaboración energética comunal; sólo a través de un ejercicio de empatía y compasión que une a miles o millones de personas en el mismo camino energético que, en última instancia, significará la salvación de la especie humana y de la Tierra.

El trazo general de este superpoder refleja la idea de las escuelas budistas que conciben la Iluminación como una salvación comunal, no como un camino únicamente individual. En otras palabras, que para lograr la superación del sufrimiento y las limitantes humanas, la Iluminación colectiva debe convertirse en un hecho; un hecho consolidado por todos y para todos y fraguado colectivamente a través de la negación del egoísmo intrínseco de los seres humanos.

Con los años y a través de la progresión Dragon Ball, Dragon Ball Z, Dragon Ball GT y Dragon Ball Super, el universo creado por Akira Toriyama inspirado en Viaje al Oeste fue dejando de lado la solemnidad de su referente para dar paso a una mitología fantástica riquísima y compleja; añadiendo seres extraterrestres, viajeros en el tiempo, transformaciones, viajes al espacio y guerras entre universos, mundos y planos de la realidad. Con todo, en el fondo de estas nuevas invenciones media recurrentemente una elucubración de inspiración budista que trata de invitarnos a evaluar, entre otras cosas, qué pasaría si nos atrevemos a admirar las cualidades de nuestro enemigo —como Gokú emocionado por pelear con seres cada vez más poderosos— como una manera de honrarlo y de atrevernos a empatizar con él o, más importante, lograr que él empatice con nosotros en la esperanza de que encontremos un camino de Iluminación mutua.

Qué pasaría si nuestros trabajos se encaminaran no a la aventura de cumplir un deseo personal sino al complejo camino de negar el propio egoísmo que nos lleve al lugar en el que tengamos que estar —que en el caso de Gokú, irremediablemente, lo lleva una y otra vez a las esferas del dragón y a Shenlong—.

Qué pasaría si dejando de ver a la ira como una justificación nos atreviéramos a administrarla a través de una mejor conciencia de quienes somos; a través de meditación activa, meditación física, meditación pura, o bien, a través de un sano distanciamiento entre nuestra serenidad—y la mejor forma de nuestras habilidades humanas— y nuestras emociones como experiencias que vivimos antes que experiencias que nos viven.

Recuerdo clara la imagen, a mis cuatro años frente al televisor de casa, con mi abuela cocinando algo a unos pasos, alrededor del mediodía. Emocionado por ver a Gokú enfrentar a Tao Pai Pai o a un conejo de lentes oscuros o a un montón de soldados de la Patrulla Roja. Recuerdo lo mucho que soñaba con ser aquel niño de superpoderes y habilidades extraordinarias; aquel incapaz de sucumbir ante ningún enemigo. Hoy, con algunos años de distancia, entiendo que no todos aquellos valores eran tan positivos pero que los que sí lo son sí están a mi alcance: con empatía, compasión, meditación, amistad y una esperanza de Iluminación colectiva que empieza por dejar de ver al enemigo como el absolutamente ajeno y, por el contrario, empezar a verlo como aquél a quien debo aprender a entender para entenderme, a quien debo ayudar a salvarse para salvarnos, a quien debo acompañar a iluminarse para iluminarnos.

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