El arte de sugerir una reflexión

Partiendo de una definición clásica —de inspiración aristotélica— de la retórica ésta es entendida como el “ars bene dicendi” (el arte del buen decir), “la facultad de observar en cualquier caso dado los medios disponibles para la persuasión” o la “combinación de la ciencia de la lógica y de la rama ética de la política”. En mi definición personal: la retórica es el arte de sugerir una reflexión.

En cualquier caso, vinculada al arte del discurso, la retórica tiene una raigambre cultural que apunta a los orígenes de los espacios públicos —plazas, ágoras, tribunales, asambleas— y, con ello, a los orígenes del diálogo argumentativo, lógico, gramático y heurístico. A los orígenes de la democracia, las libertades de expresión, la literatura, la sátira y la crítica social. A los orígenes de la combinación entre logos (λόγος), pathos (πάθος) y ethos (ἦθος); entre el apelar a la razón-palabra-discurso, el apelar a las emociones y el apelar a las costumbres de un determinado grupo humano.

Las formas elementales de este arte son propias de la Antigüedad —y quizá desde entonces arrastramos con los vicios propios de su ejercicio— y se mantienen en la base de las diversas maneras que, con el paso de los siglos, hemos desarrollado para utilizarlas; por ejemplo, en expresiones escénicas como el stand up que, en sus versiones más acabadas y mejor ejecutadas, es capaz de dar voz a la contracultura, a la observación satírica y a la crítica social.

En textos previos he referido a los horizontes compartidos por la Filosofía y la comedia, al cuestionamiento pertinente y relativamente joven sobre una teoría del humor; en ellos he señalado cuatro líneas que buscan aventurar una respuesta al respecto: el humor entendido como el resultado de una condición de superioridad, el humor entendido como una válvula de escape de tensiones y nerviosismos reprimidos, el humor entendido como el resultado reconfortante que sigue a la confusión creada por una incongruencia o el humor entendido como una evolución humana de las señales animales de juego.

Ambos elementos —retórica y las cuatro vías teóricas para entender la comedia— se dan cita y se conjugan en la vida y obra de uno de los comediantes más importantes e influyentes del stand up como género cómico: George Carlin. A quien retrata de manera clara y concisa el documental de Judd Apatow (Anchorman, Virgen a los 40, Supercool, The King of Staten Island) y Michael Bonfiglio para HBO Max, George Carlin’s American Dream o George Carlin: El sueño americano.

Con la ayuda de material de archivo del difunto comediante y con la participación de íconos de la comedia estadounidense como Bill Burr, Stephen Colbert, Chris Rock y Jerry Seinfeld, el film documental de Apatow y Bonfiglio ha sido nominado a cinco premios Emmy, entre los que se encuentran Dirección Más Destacada de un Documental, Documental Más Destacado y reconocimientos por su mezcla de sonido y edición.

Más que cualquier cosa, el mérito del documental —presentado en dos capítulos— se encuentra en la reconstrucción comprensible y detallada que éste hace sobre la carrera del standupero que sentaría el paradigma del comediante contemporáneo como observador de su cultura, su sociedad y su tiempo. Desde los orígenes de la carrera de Carlin como un locutor de radio y cómico de televisión —bien rasurado, bien peinado y bien trajeado— en los años 60, hasta su radicalización como un incisivo comentador social —con barba larga, cabello largo y ropa de mezclilla— en la década siguiente.

Apatow y Bonfiglio entremezclan esta narración con aspectos de las notas a mano del propio artista, con fotografías y con materiales exclusivos y curiosidades que ayudan a comprender la transformación de un “comediante bien portado” de la televisión en un ácido comediante que, por ejemplo, se convertiría en la razón del debate judicial ante la Suprema Corte Estadounidense por el poder del gobierno para censurar “material indecente” en medios públicos de comunicación.

El estilo de Carlin es difícil de describir, precisamente por su versatilidad y su amplitud de recursos; sin embargo, tiene en su centro un palpitante ímpetu antiinstitucional. No destructivo en sí mismo, más bien, retador, confrontativo, cuestionador. Un ímpetu interesado por poner en tela de juicio —satírico, cómico— a todo aquello que construye la idea del sueño americano, de la ilusión cultural que da identidad a un país.

Desde un uso aparentemente simple y abstracto de cosas del día a día, hasta conjugaciones juguetonas y astutas del lenguaje. Desde su famosa rutina sobre las “siete palabras indecentes” que no se pueden decir en televisión, hasta reflexiones oblicuas sobre la masificación y la despersonalización del mundo contemporáneo. Desde críticas a los belicismos, las religiones, los consumismos y los falsos moralismos, hasta el desarrollo de una retórica propia.

“No me agradan los grupos de personas, sin embargo, los individuos me parecen fascinantes”, dice Carlin en su documental apuntando ingeniosamente a la pérdida de la individualidad que implica cualquier “contrato social”, cualquier dinámica comunal. Los grupos de personas, en su opinión, son los causantes de los verdaderos problemas. Las ideas abstractas que formulan una identidad, que te dicen quién eres siempre y cuando hagas ciertas cosas y cumplas ciertos requisitos. Los grupos que exigen mutilar el diálogo construyendo posiciones —bien contra mal, tesis contra antítesis, los que están en lo correcto contra los faltos de entendimiento—, los ideales que exigen responder lo que otro pensó por mí, en lugar de lo que yo me atrevo a pensar por mí mismo. Los conceptos inmateriales que se convierten en un velo o en una barrera que impide el contacto entre humanos, uno a uno; que impiden el diálogo de tus ideas —individualmente construidas— y mis ideas para dar paso a la discusión entre la idea que tú defiendes contra la idea que yo defiendo.

La artesanía y la sofisticación del discurso de Carlin no está, simple y llanamente, en las palabras y lenguajes con las que decidió entregar sus puntos de vista sino en las maneras que eligió para hacerlo. Los modos en los que sin decir explícitamente lo que quería decir trasmitió a su audiencia el germen de las ideas que le interesaba compartir. Está en el compromiso con el que el comediante abrazó el personaje que construyó para el escenario y para el público —uno que parecería agresivo, arrogante e incendiario— y en el mensaje profundo —continuamente reevaluado y corregido— que se propuso transmitir a través de su comedia.

Como arte de sugerir una reflexión, la retórica se libera de la necesidad moral del habla como algo estrictamente “bueno” y da paso al uso del habla como una seductora insinuación a la curiosidad racional. Como arte de sugerir una reflexión, la retórica amplía sus canales de expresión más allá de los institucionalmente validados, más allá, incluso, de las propiedades moralinas y del clasismo de los “lenguajes correctos”. Como arte de sugerir una reflexión, la retórica se empata con la diversidad artística y se emancipa —tanto como le es posible— de los límites de su tecnificación. Como arte de sugerir una reflexión, la retórica se convierte en cine, fotografía, comedia, música; se reafirma como palabra, discurso, razón y filosofía. Como arte de sugerir una reflexión, la retórica se entroniza como existencia misma: como la existencia de cualquier artista capaz de decir lo indecible a través de usos implícitos —no obvios— del lenguaje.

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