El rock sí tiene la culpa.

Publicado en Diario Imagen el 7 de marzo de 2019.

Veinte años del Vive Latino, veinte años de expresar el espíritu rockero en las diversas formas que el tiempo le ha impuesto y veinte años de dirigir la escena nacional y latinoamericana de los festivales de música. Todavía recuerdo con mucho gusto aquél cumpleaños en que mi madre sacó de su cartera un pequeño sobre que contenía mis primeros boletos para un Vive Latino. Mi aventura vivelatinera, como me gusta llamarla, empezó en el año 2009, en pleno brote de la influenza AH1N1 y recién egresado de la preparatoria; ya llevaba varios años contemplando por horas los carteles del festival, investigando sobre las bandas que asistirían y entrando al sitio web del festival para enterarme de cuantas noticias se compartían.

Todo empezó en un aeropuerto, en aquellas épocas de la pubertad donde todo es volátil y uno no termina de entenderse ni identificarse. Allí, a poco de que mi vuelo saliera, la familia compraba revistas para matar el aburrimiento; todavía no existían los smartphones ni las redes sociales así que ese era el método habitual para pasar los tiempos de espera. Sin encontrar mucho que fuera de mi interés, la portada de una revista que incluía un CD con una muestra de las bandas que estarían en el festival de aquél año me atrapó inmediatamente. El ejemplar contaba la historia del festival y hablaba de sus participantes más destacados hasta el momento. Conforme más leía más encontraba nombres conocidos, música que me parecía afín y una identidad y esfuerzo colectivo admirables. A través de las letras fue como me enamoré de un festival que, además, me hacía sentir parte de un mundo que no era sólo mío. Allí cobró sentido que mi banda favorita es, todavía hoy,  Café Tacvba, que el primer disco para el que ahorré dinero fue uno de El Gran Silencio, que mi gusto por Panteón Rococó e Inspector eran, de hecho, el gusto por un género musical: el ska. Formaba parte de algo más grande que yo, de una comunidad y no lo sabía; fue aquella lectura la que me hizo consciente de ello.

Por eso me queda claro que si existe un medio para recolectar toda esta historia del festival más importante del país, han de ser las letras. 20 años del Vive Latino: el rock sí tiene la culpa, el libro que se ha editado a propósito de los veinte años del festival, me parece, deja muy clara la relevancia de este evento en la historia del rock en México. Puede sonar exagerado pero basta con recordar que antes del Vive Latino las congregaciones de jóvenes, en especial, alrededor de la música y del rock mismo estaban prohibidas de facto en nuestro país. El antecedente más cercano era Avándaro, a pocos meses del Halconazo del 71 con jóvenes que crecieron a la par de la matanza del 68. Desde entonces el rock se asoció al vandalismo, a la delincuencia y la insurrección anárquica, sin embargo, fue sólo un medio de control para reprimir el espíritu libertario que es el más claro sinónimo de la juventud misma.

El camino del Vive dista de ser perfecto, fueron muchos los errores que se cometieron y que quizá aún hoy se cometen como parte de la organización del evento, sin embargo, me parece loable que quienes participan de su realización y de la edición de éste libro que cuenta su historia no ocultan estos errores y de hecho los reconocen como tales y, a la vez, como motores de cambio para mejorar en cada edición esta experiencia.

La próxima edición del Vive será mi onceava visita a lo que se ha convertido en mi ritual catártico anual. Allí he tenido el gusto de coincidir con muchos amigos de manera fortuita, de crear amistades de la nada y de afianzar otras, allí descubrí el cariño que me tiene la hoy esposa de mi hermano cuando, con el mayor de sus ahíncos, me tomó de la mano para correr a ver a Rubén Albarrán cantando El baile y el salón como parte de la presentación sorpresa de Austin TV; allí aprendí a entender al esposo de mi hermana cuando caminando entre escenarios me contaba cómo había cambiado el festival desde las ediciones a las que él había ido cuando yo todavía contemplaba carteles; allí amé más a mi hermana cuando, a pesar de estar fuera de su ambiente, la vi bailar y dar lo mejor de sí por divertirse conmigo; allí aprendí a dejarme ser y gozar la música viendo bailar a mi hermano al ritmo de Los Caligaris; allí lloré la muerte de mi madre al ritmo de la última presentación de Juan Son con Porter y el disco tributo a Agustín Lara de Natalia Lafourcade; allí aprendí lo que era el amor paternal cuando mi padre, a sus sesenta y un años de edad, se atrevió a acompañarme a rockear como los grandes; allí he festejado el día mismo de mi cumpleaños en dos ocasiones: una cargando al camarógrafo de Austin TV disfrazado de conejo en un esfuerzo colectivo de la gente y otra, inigualable, al ritmo de Café Tacvba acompañado por toda mi familia y mi mejor amigo. En el Vive he tenido experiencias inigualabes, inimaginabes, espontáneas y sobre todo liberadoras, de aprendizaje, de construcción personal y humana. En el Vive he vivido.

Puede ser que esté perdiendo la objetividad en función de mi pasión por esta música y esta liberación personal que encuentro en lo que es simplemente, desde la mirada más fría que puede tenerse al respecto, un producto comercial con la intención de llegar a los jóvenes. Pero creo que aún ahí el Vive Latino y el rock siguen teniendo la culpa de ser un espacio de reunión, el único escenario y momento en el que representantes de todos los barrios de la ciudad, desde los más ricos hasta los más pobres, y de diversos rincones del país y del mundo se congregan para unirse en una sola voz que corea las mismas canciones y se conmueve con las mismas notas musicales.

El Vive Latino y el rock siguen teniendo la culpa de demostrar que las iniciativas juveniles, acompañadas de esfuerzos colectivos y de un aprendizaje continuo de los errores pueden generar cambios reales e iniciar movimientos culturales. Qué sería de todos los festivales que se llevan a cabo hoy alrededor del país y quizá de muchos en Latinoamérica si no hubieran existido un grupo de mexicanos que se atreviera a congregar a varias bandas de un, por entonces, despreciado rock con la finalidad de crear un nuevo espacio de expresión y gozo de este género musical y sus posteriores variantes, transformaciones e instancias.

El Vive Latino y el rock sí tienen la culpa. La culpa de que esta columna exista y de que un joven que por mucho tiempo no se encontraba en ningún otro lugar se reconociera parte de una cultura y de una forma de vivir, sentir y pensar. Qué cosa más transformadora hay que apelar a la inventiva y la rebeldía que nace en el corazón de un humano bien intencionado. En eso, creo, el rock y las letras se unen. Como se dice en este libro, a propósito de Juan Villoro y su iniciativa “Rock y Libros” que formaron parte del Vive Latino 2014: “La literatura y el rock comparten ADN: ímpetu, desobediencia, garra, vocación transformadora…”.

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