Entre el arte y la familia: donde nace el autor

Quizá por el surgimiento de relativismos, perspectivismos y subjetivismos como el lenguaje idóneo de las atracciones de la cultura popular, quizá como un espíritu revisionista de los finales del siglo XX o quizá como una genuina intención de volcar la propia historia personal en la propia creación artística, películas como Roma (Alfonso Cuarón), Bardo: falsa crónica de unas cuantas verdades (Alejandro González Iñárritu), Belfast (Kenneth Branagh), Licorice Pizza (Paul Thomas Anderson) y Once Upon a Time in Hollywood (Quentin Tarantino) —por nombrar algunas— han alimentado una tendencia reciente de cineastas galardonados por dedicar su cinematografía a compartirnos episodios, atmósferas y autoficciones personales que subliman en cine experiencias clave para sus personalidades y para sus talantes artísticos.

A la lista se suma el determinante e ineludible Steven Spielberg (Tiburón, Indiana Jones, E.T., el extraterreste, Jurassic Park, La lista de Schindler, Salvando al soldado Ryan, Atrápame si puedes, La terminal) con The Fabelmans o Los Fabelman, una cinta indirectamente nacida de la pandemia vivida durante 2020 que apareció como “el proyecto que debo llevar a cabo antes de morir” del afamado director estadounidense.

La cinta semibiográfica —que tiene dotes de autoficción pues presenta a una versión ficcionalizada del director y su familia— sigue a Sammy Fabelman —versión cinematográfica de Spielberg— desde sus primeros años de vida hasta sus dieciocho años. En específico, los años que moldearon en el joven un inigualable gusto por el cine y por la filmación de películas caseras y amateur.

Así, The Fabelmans recorre, por ejemplo, la primera visita de un joven Sammy a una sala de cine, los primeros proyectos filmados por el niño con su primer cámara de 8 milímetros y la vivaz creatividad de un joven que desde muy temprana edad encuentra en el cine un modo de “controlar” su realidad. Un modo de expresar sus miedos, inseguridades, problemas, intereses, ideales y proyecciones en películas hechas por su propia mano.

Los padres del joven Fabelman resultan tan elementales como el propio Sammy para contar esta historia: por un lado, Mitzi, una talentosa pianista que ha dejado atrás su vida artística para ceñirse a un modelo de vida familiar de los años 60; por otro, Burt, un talentoso ingeniero computacional inexpresivo pero profundo que, como hombre de sus días, vuelca la mayor parte de sus fuerzas al trabajo y a un rol preestablecido de proveedor.

La película, entonces, delineará en su primer acto —con la magia propia de Spielberg y con su franqueza y efectividad fílmica—a una familia modelo de los 60s. Padres jóvenes, trabajadores, dedicados y sus cuatro hijos —un varón mayor y tres niñas menores— que, desde los primeros destellos artísticos del joven Sammy, se dedicarán a alentar lo que ellos conciben como un mero hobby. Padres dedicados a sus hijos, cómplices de sus intereses y volcados a construir una familia feliz —tan feliz como la de cualquier comercial, cualquier show de TV o cualquier fantasía retratada en aquellos años.

Sin embargo, poco a poco y con una sutileza impresionante —entregada a través de una firmeza estética que no cambia de tono aunque su objeto se vuelva más obscuro—, la historia transita hacia el otro lado de esta misma familia: el lado de sus rupturas, de sus carencias y de sus conflictos internos.

Este segundo momento, ingeniosamente, no es filmado ni cristalizado con golpes estridentes o con algún episodio catastrófico específico. Es, más bien, confesado por Spielberg como una consecuencia de la cotidianidad, del día a día, de las dinámicas construidas por años y de los vicios que se van generando debajo de la capa aparente de la perfección.

En adelante, la cinta verá a Sammy lidiar con la ruptura de cierta inocencia; con la ruptura de su familia perfecta e idealizada; con la ruptura de la imagen prístina e intocable de sus padres frente al hecho de la humanidad de sus progenitores. Nacerá, entonces, el artista.

Entre el tono nostálgico, armónico y digerible de The Fabelmans —aparentemente inocuo y meramente episódico— Spielberg desplegará la maestría de su singular sello cinematográfico con una bomba de emotividad y de sinceridad que no precisará de un estallido puntual para diseminar la profundidad de su mensaje.

La película semibiográfica de Spielberg es una historia sobre el complejo camino del arte y, al mismo tiempo, es una historia sobre la pérdida de la inocencia que implica la primera vez que un ser humano ve a sus padres como lo que son: humanos —demasiado humanos, sumarían por ahí.

De este modo, Sammy se enfrentará a las falencias de sus padres, a la infelicidad de sus vidas, a sus frustraciones, a sus incongruencias, a sus defectos y a sus errores. Se resquebrajará, al ritmo de la cotidianidad, la imagen perfecta, idónea e intacta de su familia, de su vida y de su realidad.

El vehículo para esta ruptura será el arte mismo. Será el gusto de Sammy —de Spielberg— por filmar cada segundo de su vida el que le revele la realidad que vive. Será la objetividad de la cámara la que delate la frialdad de los hechos que captura el obturador.

Y allí, en medio de la tragedia personal, surgirá la segunda lección artística del director: la conciencia de que el arte —en este caso la cinematografía creada a través de su cámara— observa al mundo tanto como lo recrea. La comprensión de que el artista, el autor, es un observador del mundo y, al mismo tiempo, un reimaginador del mismo. La comprensión de que con el arte vienen la frialdad del mundo y la explosión fulgurante de la creación.

La primera lección artística del joven Spielberg —de Sammy Fabelman— viene dada por la visita indeseada e inesperada de un tío lejano. Un familiar dedicado al arte circense que advierte a Sammy de los sacrificios que exige un compromiso con la vida dedicada al arte; puntualmente, que le advierte de la escisión irrenunciable que existe entre la esfera familiar de su identidad y la esfera artística de su ser: “el arte te dará coronas en el cielo y laureles en la tierra pero te arrancará el corazón desgarrándolo y te dejará solo. Serás una desgracia para tus seres queridos. Un exiliado en el desierto. […] El arte no es un juego”. “La familia y el arte, te desgarrarán en dos partes”, insistirá el Tío Boris.

Así, y como rompiendo la cuarta pared entre espectador y autor, The Fabelmans concretará en escenas el conflicto de un joven que descubre a su familia como lo que es y que, a la par, se enamora cada vez más de su arte. Un joven que encuentra en su cine el canal de expresión de todo aquello que en su vida se desmorona, cambia o se complica. Un joven que, sin saberlo, cambiaría lo que significa el cine hollywoodense con sus incontrovertibles genialidades.

El espíritu artístico de Mitzi y la logística ingenieril de Burt se mezclarán en el genio artístico de Sammy: la practicalidad de sus películas y la hondura de sus mensajes. La creación y la planeación. El dinamismo y la técnica.

El costo —lo que unirá a la tensión entre el arte y la familia y al nacimiento de un autor— será la pérdida de la inocencia. La ruptura de la fantasía, de la fábula —Fabel viene del alemán fabel: fábula— y del perfeccionismo impactados por la conciencia de la humanidad, del sufrimiento, la culpa y la falta de confianza en el mundo.

Así, en un ejercicio autoreferencial, Spielberg volcará en Los Fabelman la fantasía de la familia que creía tener en su infancia y la amargura de la familia que entendió que tenía en su juventud. Mezclará en la misma cinta y con un tono perenne la ensoñación, la fabulación y la nostalgia con la realidad, el dolor y la melancolía.

Con The Fabelmans, Spielberg confiesa el nacimiento de su carácter de autor a través de la irremediable tensión entre el arte y la familia.

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