Entre el arte y la industria

Después de posicionarse en el circuito más alto de Hollywood —el de los galardones y premiaciones— con dos destacadas películas —Whiplash y La La Land—, el director francoestadounidense Damien Chazelle vuelve a las salas de cine con una cinta polémica que ha dividido a las audiencias y a la crítica especializada por su mezcla entre explicitud, un homenaje a la Historia del Cine, excesos, tribulación y pura belleza estética-cinematográfica: Babylon.

La cinta ha sido leída por algunos especialistas como un “suicidio profesional deliberadamente diseñado” por parte de Chazelle que ha tratado de canalizar —se asume— sus sentimientos adversos a una industria que le ha decepcionado. En palabras del cineasta, Babylon es “una carta de odio a Hollywood pero una carta de amor al cine” que busca mostrar el carácter específico de una industria cruel e insensible que, por otro lado, está vinculada con un arte trascendente que expresa el fenómeno humano de maneras irremplazables.

La trama de la cinta sigue a tres personajes principales: Manuel Torres (interpretado por el actor mexicano Diego Calva), un inmigrante mexicano enamorado de la industria cinematográfica estadounidense que desde su rol como sirviente de un gran productor aspira a convertirse en una pieza clave del naciente fenómeno de Hollywood; Nellie Laroy (Margot Robbie), una joven determinada a convertirse en una superestrella de las marquesinas y dispuesta a casi todo para lograrlo; y Jack Conrad (Brad Pitt), un consolidado actor de películas mudas que se enfrenta a los cambios venideros de la industria que ha estelarizado por años.

Se sitúa en las décadas de los 20s y 30s, en específico, en los años que vieron a Hollywood y al cine pasar de las películas mudas a las películas que, por primera vez, incorporaban sonido. Una época que, curiosamente, detrás de cámaras, se enfrentaba a una mutación conceptual que enfrentaba la llegada de los primeros mecanismos de censura en la industria.

Un momento en el que Hollywood era conocido por sus películas pero, casi al mismo nivel, por lo que sucedía alrededor de ellas: “Noticias relacionadas con escándalos extramaritales, uso de drogas, orgías con gente “del medio” y una muerte misteriosa durante una de sus típicas fiestas”, según describe Fernanda Solórzano en su Misterios de la sala oscura.

Una primera instancia de la recursiva relación entre la industria, sus excesos, vicios, excentricidades y dilemas morales y el arte y su idealizada condición prístina, amoral, atemporal y trascendente.

En el caso de Manny, Nelly y Jack, una primera vuelta de la ruleta hollywoodense que tomará la forma de la negación de la propia identidad, la aventura de los propios límites en pro de la fama y los primeros casos de un producto nacido, desarrollado y creado en Hollywood para ser, eventualmente, insensiblemente escupido, desechado y olvidado.

El modo en que Chazelle decide poner esto en pantalla es el que origina las polémicas alrededor de su cinta. Por un lado, un primer momento, nos recibe de inmediato in media res —en medio de la fastuosidad excesiva del Hollywood de los 20s—, arrojados a imágenes escatológicas, orgiásticas y glamorosas —pero en el sentido del glamour sucio, abigarrado, ofensivo, vulgar, extremo— que nos involucran en una enervante seguidilla de imágenes explícitas, estimulantes y que dejan en claro el nivel de hedonismo estridente que dominaba el tras bambalinas de la época más silenciosa de la cinematografía estadounidense.

Por otro, en un segundo momento, el ritmo de Babylon trata de desarrollar la metafórica resaca de una época así, puntualmente, cuando ésta se enfrenta a la llegada de una innovación transformadora: el sonido.

Aquí, todo lo que en el primer momento de la cinta se vivía en obscena excentricidad se convierte paulatinamente en reticente marginalidad. Aquél glamour se transforma en esnobismo, aquél estrellato se diluye en rechazo y hasta el anonimato se convierte en alguna relevancia —aunque termine a la postre en un nuevo tipo de anonimato.

Sucede, de la misma manera, en lo fílmico. El ritmo atropellado, las producciones grandilocuentes, la megalomanía y el color de los años 20s en Babylon se diluyen en un intento de construir el fondo dramático de un ente insensible: Hollywood-industria. El ritmo de la cinta pasa a ser menos impactante y arrollador y, por el contrario, busca dar cuenta del cambio interno de sus personajes y, al tiempo, del permanente espíritu inhumano de la gran maquinaria cinematográfica.

Y, ocasionalmente, como portento nacido de la nada, como flor rompiendo el concreto y como momento aislado de una continua fábrica de imágenes, aparece el cine. La intangible imagen del tiempo captada en cámara. Lo imposible de planear materializado en una escena, en una secuencia, en una magia. Una especie de milagro que podría justificar —insinúa Chazelle— toda la mierda que hay que atestiguar y soportar para que existan las películas de Hollywood.

Allí, la decisión de Chazelle apunta a una ambigüedad optimista. Un odio a la industria que, sin embargo, se aliviana y se sublima en el acto del arte. Dolor, explotación, injusticias, insensibilidad, abusos, muertes, excesos y millones de dólares que “valen la pena” por la gracia de formar parte del divino cine, el suprahumano arte.

Personalmente no encuentro la conclusión tan clara; yo no soy tan optimista y quizá tampoco sea menos ambiguo que Chazelle. Para mí, lo que queda en el aire es una pregunta profunda, poderosa y grave: ¿cuánto dolor, sufrimiento, injusticia e inmoralidad justifica el arte? ¿las imágenes sempiternas que nos deja el mejor de los cines —el más cine de los cines— justifica que tras de sí exista una devastación humana?¿el cine justifica la existencia de Hollywood?

La respuesta —supongo— está en la brecha que se abre entre la industria y el arte. La distancia —¿insalvable?— entre la producción a marchas forzadas, la maquinaria y sus efectos deshumanizadores y la más humana de las expresiones. La distancia que exista entre Hollywood y el cine.

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