Everything happens to me.

Publicado en Diario Imagen el 18 de diciembre de 2019.

Lejos de ser la mejor película de Woody Allen, quizá ni siquiera digna de contarse entre las primeras cinco del director neoyorkino, Un Día Lluvioso en Nueva York resulta una sólida muestra de que la experiencia no desarrolla cualidades en vano y que las habilidades cómica, sarcástica, irónica, ácida, romántica y narrativa del guionismo de Allen siguen vivas.

Con esa naturalidad que sólo él puede imprimirle a lo casuales y, al tiempo, ontológicos que resultan los episodios que se dan cita en la estructura de las comedias de enredos a la que suele recurrir, Allen nos presenta una vez más una historia de romances y de coincidencias; de juventud y de amoríos; de distancias que acercan y planes fallidos que construyen los planes correctos; los momentos, lugares e instantes adecuados.

Impregnado de un sabor casual/causal, determinante y determinado, la trama del film se construye a partir de los planes fallidos de Gatsby y Ashleigh, una joven pareja de universitarios que decide pasar un fin de semana en Nueva York con la esperanza de compartir una velada romántica y de cumplir con tareas laborales. El improvisado viaje se transforma en la lupa que nos permite ver a detalle la diferencia entre el estar en pareja por el simple estar (por el simple no estar solo) y los verdaderos amores inasibles e inalcanzables que paso a paso nos van llamando. No necesariamente porque estemos destinados a ellos, pero porque no podemos más que caminar en su dirección, queramos o no queramos, nos demos cuenta o no.

Vemos, pues, a una joven aspirante a reportera y a un indeciso joven adinerado amante de las apuestas perderse en una gran, confusa y caótica ciudad que, irónicamente, mientras más los sumerge en sus propios caminos individuales y más los separa como pareja, mejor revela los motores primarios de sus búsquedas personales y exhibe sus verdaderas pasiones como individuos.

De ahí que uno de los momentos clave de esta comedia romántica (ni cómica ni romántica de manera convencional) sea, desde mi punto de vista, la escena en que Gatsby, interpretado por Timothée Chalamet, decide sentarse al piano a cantar, por el mero hacer tiempo, Everything Happens To Me compuesta por Tom Adair y Matt Dennis. El éxito del jazz pop de los años 40 nos cuenta la historia infortunada de un hombre que está convencido de tener la peor de las suertes posibles, situación referida en el propio título de la canción diciendo “todo me pasa a mí”. Con la melodía conocemos sus desventuras y cómo ellas abren paso al mayor de sus desafortunados desatinos: el amor; el amor fuera de lugar y tiempo; el amor inadecuado; el amor descolocado.

De este modo, el tema musical resulta contrastante y emotivo dentro del ecosistema que construye la película del experimentado cineasta estadounidense pues delata el cansancio y la pasión de un Gatsby lamentándose (tampoco demasiado) por los planes que tenía con su novia y que por una u otra razón (uno u otro enredo) simplemente no están caminando como él esperaba mientras que, sin el mínimo asomo de sospecha, se fragua para él una coincidencia reveladora, transformadora y reconstructora por la que, de inicio, parece poco interesado y con la que parece poco conectado en una vida que se pierde en un cierto sinsentido existencial.

La secuencia, sencilla en su realización técnica pero elegante y poderosa en su expresividad narrativa, me parece esclarecedora para el que yo pondría como el punto central de muchos de los trabajos de Allen (incluida esta cinta, por supuesto): el simple, quizá de Perogrullo, adagio de que “lo que llamas te llama” (y su subcontraria lógica de que “lo que no llamas no te llama”). El principio griego clásico de que “lo semejante conoce a lo semejante” porque sólo  lo semejante es capaz de tener las condiciones de posibilidad de aquello a lo que se asemeja y sólo ello puede captar en el mismo modo y sentido a su igual.

En otras palabras, el film, que nos narra una historia que no camina como se esperaba, como “debiera”, apunta a nuestra muchas veces inconsciente tendencia de alejarnos de aquello con lo que nos identificamos, de separarnos de los caminos que, vistos de otro modo, en la casualidad, resultan ser los caminos en los que más nos encontramos a nosotros mismos como realmente nos queremos tener aunque no sepamos admitirlo o no seamos capaces de verlo.

Sin atribuir a ello cualidades providenciales ni pretender encerrarlo bajo la noción abrupta de un cierto determinismo, me refiero a esa inexpresable “mano invisible” (como la llamarían algunos filósofos) de la razón, del destino, de la psique, de nuestras emociones, de la causalidad simple y llana, de la voluntad, del materialismo histórico, de Dios o de lo que sea que sea, que parece ponernos en los lugares, momentos y situaciones adecuadas para ser consecuentes con las personas que somos y que hemos sido, independientemente de si sabemos entenderlo o no.

No hay, para mí, nada más romántico (con las imprecisiones, fantasías e irrealidades que pueden envolver lo romantizado) que eso: el inconsciente camino que cada leve episodio de nuestra vida va construyendo hacia lo que nos hemos armado, hacia lo que hemos sembrado, hacia lo que hemos trabajado a sabiendas o sin saberlo. La edípica pulsión humana de la profecía autocumplida. La invisible causalidad de nuestros más sinceros deseos. La cruda consecuencia de nuestro actuar más objetivo. Nuestra capacidad humana de patentar con lo fortuito el punto ciego de nuestro ser.

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