Mi hermana todavía habla de aquella ocasión en que siendo yo muy pequeño –unos 3 o 4 años de edad− mi madre y ella dieron incontables vueltas por los pasillos de algún mercadito o tianguis en busca de una prometida piñata del famoso nene consentido de la televisión: el bebé Sinclair. Uno de los primeros personajes que recuerdo haber encontrado fascinante, entretenido y admirable.

Claro, yo era un niño pequeño. Claro, a mi modo yo era también un niño mimado. Poco entendía del fondo o no de Dinosaurios, una serie para todo público y de comedia protagonizada por una familia prehistórica que cobraba vida a través de botargas –de primera tecnología en sus días. Una serie que recientemente ha llegado a Disney Plus y que he tenido la oportunidad de revisitar y redescubrir a unos treinta años de su primera emisión.

Lo que he encontrado más interesante de este re-encuentro con uno de los primeros productos televisivos de mi infancia es el modo tan sutil, inteligente, pertinente y audaz con el que advierte temas ya inquietantes en sus días –los años 90− que algunas décadas después –en nuestros días− se convertirían en nuevos centros de discusiones sociales y políticas a nivel mundial.

Así, con ingeniosas metáforas que resultan, al mismo tiempo, claros paralelos de los tópicos que busca exponer a un público principalmente infantil, las aventuras de la familia Sinclair logran hablar de acoso sexual laboral, inmigración, crianza, paternidad y maternidad, especies en peligro de extinción, derechos de las mujeres, derechos de la comunidad LGBT+, censura, drogas, la exploración del propio cuerpo y la sexualidad, derechos de comunidades autóctonas, los excesos y motores de las guerras y la sobreexplotación de recursos, el crimen y la corrupción promovidos por enormes y monopólicas compañías.

Comparada frecuentemente con Los Simpsons –que se convertirían en el precedente que permitiría que se estrenara una serie como esta−, Dinosaurios logra, en algunas ocasiones, ser tan incisiva como o más aguda que la familia amarilla con formas que, dado su interés por conectar con un público infantil o familiar, logran tratar con franqueza, claridad y relativa simpleza temas que aún hoy detonan complejas discusiones y procesos de aprendizaje y desaprendizaje.

La preocupación principal del discurso de este show, que acierta en la mayoría de los casos, es transmitir el germen de la reflexión, de la revisión, del re-pensar los múltiples hilos que constituyen las dinámicas sociales usando como pretexto una ficticia reimaginación de los extintos dinosaurios que, en realidad, resulta peligrosamente parecida a nosotros.

Por supuesto, la propuesta de Dinosaurios no siempre es perfecta ni atinada y, quizá, llegó demasiado temprano a un contexto que no necesariamente entendió las múltiples capas de su análisis y su crítica.

De esa manera, las estructuras familiares de los Sinclair tienden a ser las típicas de la época con roles muy específicos de papá, mamá, hijo varón e hija adolescente; ensombreciendo, levemente, esos destellos de lucidez y frontalidad que hoy podemos rescatar.

En su progreso, es claro el modo en que otros intereses –de rating, popularidad, etcétera− se cuelan a su ejecución, dando como resultado, entre otras cosas, una primera temporada mejor que la segunda, mejor que la tercera y mejor que la última. Dando como resultado, también, una cierta inconsistencia entre la calidad de sus episodios que pueden variar con facilidad entre una genialidad y una simpleza genérica.

Con todo, quedan ejemplos especialmente interesantes como aquel episodio en el que se analiza el modo en que los superhéroes son una maquinaria para vender juguetes y propaganda; aquel en que se muestra cómo la industria musical –y en general del entretenimiento− se apropia del folklor y la autenticidad de ciertos individuos para convertirlos en productos masificables y comercializables; aquel en el que Robbie, el hijo adolescente, se excede en el consumo de una especie de erizos que le ayudan a ser cada vez más musculoso pero, también, cada vez más agresivo; aquel en que Earl, el padre de familia, siendo un talador profesional de árboles, se convierte en un árbol y puede sentir los efectos de su trabajo en la naturaleza.

Quedan gestos como el acrónimo que explica lo que es la guerra, “WAR” en inglés, que según los escritores de la serie debe entenderse como “We Are Right”, es decir, “tenemos la razón”, que sería el verdadero interés detrás de la muerte de miles de jóvenes en favor de la “libertad”; como el nombre de la principal empresa del mundo dinosaurio “WeSaySo”, traducible a “¨[Porque]YoLoDigo” o “[Porque]NosotrosLoDecimos”; como una crítica al popular Barney y su agresiva irrupción en el entretenimiento infantil; como su crítica al por entonces naciente MTV a través del ficticio canal DTV que “sólo vende masculinidad enloquecida y vana reafirmación a los jóvenes”.

Y, desde luego, tres joyas que resaltan y que han de marcar el legado de esta serie para la televisión contemporánea: el bebé Sinclair, Una nueva hoja y el gran final de la serie –galardonado por instituciones de ecología y entretenimiento−, Naturaleza cambiante.

El primero está presente desde el día uno y se convierte en el objeto de las últimas palabras que nos regala este show. Simpático, maleducado, tierno, molesto, ruidoso, latoso, berrinchudo: un reflejo y crítica a los nuevos modelos de educación infantil surgidos en los años 90s –la crianza de muchos millennials.

Un personaje que encarna, en los ojos de creadores que van y vienen entre vanguardia y “tradición modélica”, los riesgos de una educación demasiado permisiva, guiada únicamente por la televisión y agotada en la desmedida satisfacción de cada uno de los caprichos de una criatura.

El segundo, uno de los episodios más elogiados de la serie. En él, Robbie se encuentra con una nueva planta silvestre que, una vez consumida, hace a todos pasar un rato agradable y les permite relajarse y sentirse dispersos –en clara alusión a la marihuana− pero que, sin embargo, puede convertirse en el motivo de desentenderse de responsabilidades y de un pernicioso aislamiento del mundo. Cierra con una burlona sátira a los clásicos mensajes antidrogas de los 80s que, por otro lado, resulta precautoria pero no específicamente sentenciosa sobre el consumo de este tipo de sustancias.

El tercero es el que más recientemente ha incrementado su popularidad. Es un modo un tanto oscuro pero realista de dar fin a una serie infantil-familiar. Es una narración consciente y poderosa que reinventa el surgimiento de una catástrofe climática como la verdadera razón detrás de la extinción de los dinosaurios.

Una catástrofe provocada por la desmedida e irresponsable explotación del mundo por parte de las grandes empresas industriales, pero también provocada por los ciudadanos de a pie que nunca fueron capaces de oponerse a una deshumanizada idea de progreso.

Sus últimas escenas son frías pero claras. Con una familia Sinclair encerrada en casa esperando el final. Con los grandes empresarios de WeSaySo repletos de dinero ante un mundo que no tendrá un mañana. Con un bebé que, en su inocencia, no entiende qué es lo que está pasando.

“Papi estuvo a cargo del mundo y no supo cuidarlo bien, ¿sabes? Y ahora parece que no quedará mucho mundo para ti y para tus hermanos para poder vivir […] No hay lugar para mudarnos, es el único mundo que tenemos”, es lo que dirá un Earl en sus últimos instantes, subrayando, aún optimista, “Ya verán como todo se arregla, sí. Después de todo los dinosaurios han estado en la Tierra 150 millones de años, no es posible que todos desaparezcamos”.

El remate será lo que todos sabemos que sucedió con aquellos intrigantes animales, reimaginando las causas de su desaparición y poniéndolas en paralelo con lo que podría marcar en un futuro no muy lejano nuestra propia extinción. El remate será una pantalla yéndose a negros y un simple noticiero de televisión diciendo “Echemos un vistazo al pronóstico futuro: nieve, oscuridad y frío extremo […] Adiós”.

Muchas veces se citan los nuevos modelos de crianza surgidos en los 90s como las causas de los problemas tan radicales que vivimos los millennials. Maleducados, molestos, ruidosos, latosos, berrinchudos: consentidos.

Definitivamente hay algo de verdad en esas palabras, algo cambió entre infancias pasadas y las nuestras. Definitivamente, nosotros nacimos enfrentados a otro mundo, a otras conciencias. A ventajas, sin duda, pero también a problemas sin precedentes; a problemas nunca tan en la cara como los que hoy vivimos.

Yo no sé qué gusto encontraba yo en el bebé Sinclair siendo tan pequeño. Yo no sé qué tanto participo, aún hoy, de sus defectos y de la crítica social que representa. Lo que sí tengo claro es que existió un precedente para el mundo que hoy, los adultos de mi edad y los jóvenes que nos suceden, propugnamos.

Al fin del mundo no llegamos solos. A la extinción no se llega por casualidad. Treinta años diciéndolo, treinta años viéndolo hasta en la pantalla de la televisión. Treinta años y todo parece lo mismo con otros nombres, con nuevos actores y con nuevos villanos. Treinta años y en algún lado aprendimos a pensar la tragedia que somos. Treinta años, ¿cuántos por delante?

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