Fantasía romcom

No conozco un solo amor perfecto y, con todo, creo conocer amores reales y amores de una vida. Conozco la ilusión que solemos atribuirle a una historia fantástica en la que dos personas conectan de maneras profundas y trascendentales con esfuerzos mínimos, o bien, a través de experiencias vinculantes que les revelan un amor que se remata con un “vivieron felices para siempre”.

No existen —no he visto, no he vivido— los amores de comedia romántica en el complejo, trágico e incontrolable mundo de la carne y los huesos, del deseo y de las necesidades afectivas, las deudas y luchas emocionales individuales. No existen los amores de cuentos de hadas y, sin embargo, son los que todos, secretamente, desearíamos experimentar.

En el contexto del Día del Amor y la Amistad, como una manifestación mercadológica y cultural de la natural necesidad humana de experiencias afectivas, toda clase de productos televisivos y cinematográficos nos dan a probar, una vez más, unos minutos dentro de un mundo donde los finales felices son la regla. Para este 2022, la mayor apuesta en salas de cine al respecto le corresponde a Universal Pictures y su romcom —comedia romántica—protagonizada por Jennifer Lopez y Owen Wilson, Marry Me o Cásate Conmigo.

La historia de amor inesperado se inspira en la novela gráfica independiente homónima de Bobby Crosby; en ella, una mundialmente famosa estrella pop, frustrada con su vida amorosa y en medio de una crisis nerviosa, acepta de manera impulsiva la propuesta de matrimonio de uno de los asistentes a su más reciente concierto.

Desde ese punto de partida, la versión fílmica —dirigida por Kat Coiro (Brooklyn Nine-Nine, Modern Family, She-Hulk) y mucho más apegada a las estructuras narrativas clásicas del género romcom en el cine que a la lógica caricaturesca de la historieta— explora la vorágine mediática alrededor del romance de ficción entre Kat Valdez (Lopez) y Bastian (Maluma) —las dos estrellas de pop urbano más grandes del momento—, su posterior ruptura —rodeada de escándalos— y la eventual unión entre Kat y un dedicado profesor de matemáticas, Charlie Gilbert (Wilson).

Dentro de las convenciones, honduras y estereotipos que uno sabe esperar de una comedia romántica, Cásate Conmigo aprovecha la veteranía de su elenco —Lopez y Wilson en interpretaciones cercanas a sus mejores momentos dentro del tono específico exigido por este tipo de cine y Sarah Silverman, conocida comediante, en un conectivo rol de mejor amiga y desahogo humorístico— para entregar una película efectiva. Con corazón romántico, con esperanza amorosa, con risas trabajadas y bien ganadas y con un leve giro que la pone por encima del común de las historias cómicas-románticas.

El giro —que quizá puede leerse con cierto tono condescendiente pero no menos propositivo— pone el énfasis en el carácter pasivo que suele atribuirse a los personajes femeninos dentro de las historias románticas. En Marry Me, por el contrario, nos enfrentamos a la figura de una mujer exitosa, empoderada y sensible que no necesita el amor en su vida pero que, con la más noble de las intenciones, lo busca.

En comparación, una expresión más madura y acabada de la realidad misma del amor, en lo general, y, en lo particular, una expresión que no deja la palabra final en manos exclusivamente de un “valiente caballero salvador” que decide comprometerse con la felicidad de ambos. Más bien, un amor romántico y de ensoñación que da el papel determinante a su figura femenina y que resuelve su compromiso amoroso en la búsqueda mutua por estar el uno con el otro y, sí, vivir felices para siempre.

No conozco un solo amor perfecto y, con todo, creo conocer amores reales y amores de una vida. Conozco la ilusión que solemos atribuirle a una historia fantástica en la que dos personas conectan de maneras profundas y trascendentales con esfuerzos mínimos, o bien, a través de experiencias vinculantes que les revelan un amor que se remata con un “vivieron felices para siempre”.

No existen, en mi opinión, los amores de comedia romántica en el mundo real. No existen los amores de cuentos de hadas y, sin embargo, son a los que todos aspiramos. Quizá los tipos de amor a los que todos deberíamos aspirar.

No bajo la ingenuidad de que el amor lo vence todo sólo porque sí o de que el amor está exento de la temeraria tarea de reunir dos libertades en un proyecto común. No bajo la autodestructiva necesidad de sostener, en las apariencias, un amor envidiable a toda costa —aún con la propia integridad física, moral y psicológica de por medio. No bajo la necesidad de no estar solo e inventarse un espejismo que, más pronto que tarde, se confunde con amor real.

El sentido en el que deberíamos aspirar a una fantasía de romcom no es, tampoco, el sentido en el que nos motiva a consumir más y mejor o a participar dentro de una pesada maquinaria cultural, social y mercadológica. El sentido en el que nos obligamos a pertenecer a través de una necesidad generada que no nace de la más profunda intimidad subjetiva.

Quizá el único modo en el que deberíamos aspirar a un “vivieron felices para siempre” es aquél en el que nos hacemos conscientes de que no nos merecemos nada menos. En el que nos hacemos conscientes de que conformarse o acostumbrarse no es amar sino una especie de pesimismo —¿o nihilismo?— velado.

Pero con este “quizá” vienen un par de apéndices apostillados: uno, que la fantasía y la realidad se persiguen mutuamente pero sólo se cruzan en el infinito y, dos, que el amor es trabajo —una disciplina, una mística y un hábito.

Que el “vivieron felices para siempre” no aparece espontáneamente en un bar, en un tranvía, en un vagón, en un cine, en el trabajo, en la escuela. Que el “vivieron felices para siempre” se construye día a día como cualquier disciplina artística: con un ser humano —o más, en este caso— aspirando a alcanzar la perfección desde sus limitaciones, su fragilidad y su recurrente falibilidad.

Considerando lo antes dicho, queda, como posdata, una pregunta que, personalmente, no siempre me puedo responder; una que yo le dejo hoy, querido lector, como mi mejor regalo de San Valentín: ¿conoce alguien en verdad el amor?  

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