Una de las oportunidades que surge de vivir la llamada “edad productiva” es la prontitud con la que el ánimo puede abrazarse al aquí y al ahora como un modo de solventar ansiedades, preocupaciones y miedos. Sin embargo, todo modo de pensar, por positivo, efectivo y sanador que sea, tiene sus limitantes.

Con ello, resulta evidente que el gusto por gozar de cierta juventud, cierta vivacidad y cierto ánimo positivo afianzado en el presente no podrá durar para siempre y, más aún, exhibe urgente la pregunta por lo que pasará cuando el imparable e inevitable paso del tiempo surta sus efectos.

Así, aunque no podamos tener certezas particulares ni predecir puntualmente lo que nos espera en el futuro, podemos estar seguros de que ninguno de nosotros, salvo a causa de la muerte, escapará de la vejez y de la cruel frialdad con la que un mundo volcado a la materialidad, a la lozanía, a la monetización y la producción como patencias del valor humano ha construido estructuras que, de facto, marginalizan socialmente a quienes suelen ser entendidos como individuos en edad de descansar o, peor aún, de simplemente esperar al consuelo de la muerte.

Las honduras de esta franca descalificación y su eufemística ejecución se exploran, precisamente desde los ojos de un anciano, en el aclamado documental chileno El Agente Topo que, con especial simpatía, logra imprimir belleza, profundidad reflexiva y, sobre todo, esclarecedora espontaneidad en el retrato de una dura realidad.

En lo técnico, el trabajo de Maite Alberdi propone la creativa reformulación del género documental cara a su genuino carácter de largometraje; poniendo un especial énfasis en el entretenimiento puro y, con sutileza y fineza, retando y entremezclando los límites de la ficción y la realidad objetiva. De ahí que, entre otras nominaciones y reconocimientos, la película forme parte de la lista de contendientes al Mejor Largometraje Documental de los Premios Óscar 2021, haya estado nominada a los Premios Goya como Mejor Película Iberoamericana y se haya estrenado en el Festival de Cine de Sundance.

Y el aporte se logra desde una premisa y una empresa relativamente sencillas: seguir el proceso de reclutamiento e investigación de un agente encubierto novato de 83 años que es encomendado para esclarecer un posible caso de maltrato al interior de una casa de reposo. De este modo, Sergio Chamy, deberá hacerse pasar por un nuevo huésped cualquiera de la institución para adultos mayores mientras, inevitablemente, se involucra con las historias, testimonios, sentires y vivencias de sus compañeros de hogar.

La fuerte experiencia, como es de esperarse, llevará al propio Sergio por un camino de autodescubrimiento y reflexión sobre el modo en el que se vive la ancianidad en lugares como en el que él actúa de infiltrado; legando, para las audiencias, un inmejorable, invaluable e implaneable documento fílmico que desde la subjetividad nos enfrenta con una pregunta universal humana: con la pregunta por la vida en la vejez.

Pregunta que, desde este film, no pasa sólo por ciertos tópicos recurrentes como la enfermedad o la disminución de las capacidades físicas sino que llega incluso a niveles mucho más curiosos, ingenuos, espontáneos. A miradas sobre el amor y la amistad. A una mirada sobre el abandono y el olvido. A una mirada sobre la frustrante aporía existencial creada entre la cercanía con la muerte y con una pasividad coercitivamente impuesta por el contexto social y ánimos reales, fuertes, joviales, que aún desean vivir, aprender cosas, experimentar. La tensión existencial de una vida todavía ávida de sorpresas pero encasillada en un mero reposo en espera.

Pero, claro, por radical, genuino e íntimo que sea un deseo no se puede negar lo evidente: a la vejez no se llega sin decadencias. Sin un pautado cambio de ritmo. Sin un necesario modo distinto de relacionarse con el mundo en el que se vive.

Justamente ahí se abre una nueva puerta para la empatía (como la que nos detona El Agente Topo). Una puerta para los no ancianos. Una puerta que pause, por un momento, la fruición ciega del aquí y el ahora en favor del ahí y del futuro. Del futuro (hoy presente) de otros (quizá nuestros quizá no nuestros). Del futuro que, salvo a causa de la muerte, nos llegará a todos.

En cierto sentido, el futuro que recibamos es absolutamente incierto. La vejez que nos depara nadie se la espera. Pero, de otro modo, también nuestro futuro lo construimos nosotros en nuestro día a día. En la solidez con la que nos creamos redes de apoyo, con la que nos rodeamos de cooperación, amor y empatía. En la firmeza con la que buscamos darle un giro pragmático y cualitativo al modo en que se existe en este mundo.

El panorama para los millennials (hijos de los 80s y 90s, niños y púberes de los 2000s, primeros usuarios de la tecnología digital y primeros habitantes de los mundos virtuales) resulta particularmente desesperanzador. Aún antes de la pandemia se hablaba de crisis climáticas, crisis de pensiones (prácticamente impagables para los pocos que las tendrán), crisis económicas (con estimados que esperan un 50% de los jóvenes productivos de hoy como ancianos pobres del mañana) y crisis emocionales (soledad, ansiedad, depresión); pero muy poco se ha hablado de la perpetuada marginación del ser-no-productivo.

El concepto de la sociedad del hoy que resultará insostenible mañana para quienes la alimentamos: el concepto de que sólo merece existir socialmente quien produce algo. Quien puede trabajar para algo. Quien puede beneficiar en algo. Quien tiene alguna utilidad monetizable. El mismo concepto que, si no nos empeñamos en desarticular o, cuando menos, rearticular, vendrá un día a imponérsenos como un decadente y coercitivo destino.

La profundidad del aquí y del ahora no debe ser menospreciada. Su legitimidad y sanidad son más que valederas pero, con todo, tienen un palpable límite cuando se trata de la construcción de la sociedad del mañana. Esa, la sociedad, le toca hoy a los últimos baby boomers, a algunos generación X y aún a pocos millennials. Y, precisamente, es hoy cuando debemos empezar a preguntarnos y actuar en consecuencia por ese mañana que queremos dejar a las generaciones futuras. Por ese mañana, también, que queremos dejarnos a nosotros mismos.

Será decisión de esta época si perpetramos desde ahora las mismas estructuras que detonan las graves y sentidas reflexiones de Sergio Chamy o si vamos combatiéndolas con un poco más de empatía, flexibilidad y escucha. Porque, al final, como dijo algún sabio de mis días, en realidad “el futuro es hoy”.

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