La manera en que el contexto en el que nacemos nos determina socialmente ha sido motivo de reflexión para filósofos, literatos, científicos y todo tipo de investigadores de todas las épocas de la humanidad. Esto, con el afán de entender la injusta y fría contraposición que se abre ante nuestras existencias entre lo dado y lo conseguido. En específico, cuando lo dado (por el simple hecho de nacer en cierta cuna) parece sobreponerse a lo conseguido (en específico lo conseguido por quienes nacen desprovistos de ciertas oportunidades).

Así, desde hace siglos se han esbozado diferentes propuestas de constitución social y/o política que han intentado oponerse a esa constante de la historia de la humanidad que parece favorecer siempre a aquellos que nacen, viven y mueren rodeados de privilegios frente a aquellos que nacen, viven y mueren (salvo en contados casos afortunados) rodeados de desventajas o, cuando menos, rodeados de desventajas relativas en comparación con los otros.

La meritocracia, la aristocracia, la democracia, los primeros totalitarismos y comunitarismos y un larguísimo etcétera, pues, se han tratado de enfrentar (desde una u otra posición) a esta injusticia de origen que, acaso, no puede más que atribuirse, desde los ojos de la confianza en alguna providencia querida, al destino. O bien, desde los ojos de alguna justicia material exigida, a la disparidad de oportunidades entre los ricos y todos los demás.

El asunto no es cosa sencilla de solucionar, desde ninguna de sus representaciones conceptuales. No lo ha sido en más de 20 siglos de filosofía y quizá nunca deje de serlo. Lo cual, no implica que no existan caminos ingeniosos para evidenciar, criticar y apuntar a esta injusticia fundacional. Entre ellas, la observación, la fina sátira cómica y, por supuesto, el arte y la literatura.

Tal es el caso de Emma de la novelista británica Jane Austen. La novela de 1816 ya cumplía, sutil pero agudamente, con este propósito de denuncia al tiempo que exploraba la arrogancia y soberbia propia de la juventud en una potenciada iteración: la de una joven “hermosa, inteligente y rica […] que ha vivido casi veintiún años en el mundo con muy pocas cosas dignas de angustia o aflicción para ella”.

El elegante y fino hilado de esta comedia de costumbres ha llevado al sustrato esencial de su arrojo y su talante crítico a servir de inspiración para reapropiaciones modernas (como lo buscara ser Clueless de 1995) tanto como para adaptaciones de época que buscan reproducir fielmente el trabajo del clásico de la literatura de Austen. En medio de ambas intenciones, me parece, se encuentra Emma de Autumn de Wilde con Anya Taylor-Joy en el papel estelar, Johnny Flynn (Stardust), Mia Goth (Nymphomaniac), Bill Nighy (Love Actually), Josh O’ Connor (The Crown), Connor Swindells (Sex Education) y Tanya Reynolds (Sex Education).

Durante este año, el trabajo de la actriz estadounidense de origen británico-argentino ha relucido desde ángulos muy variados. He tenido la ocasión de escribir sobre Taylor-Joy a propósito de su trabajo, primero, en la extinta saga de 20th Century Fox The New Mutants y, segundo, en la aclamada y rompe récords serie de Netflix Gambito de dama. En el film de comedia y drama de época, una vez más su trabajo destaca como una de las piezas clave que ayuda a que el conjunto de esta propuesta fílmica funcione.

La principal bondad de esta película es el tono narrativo tan bien establecido en términos visuales. Éste, permite adentrarnos en el preciso sarcasmo e ironía de las páginas de Austen de una manera refrescante, viva y fehaciente mientras hace un claro hincapié en los puntos dramáticos del arco del relato que fluye a través de una entretenida consecución de malentendidos amorosos.

El argumento central, en consonancia con la obra del siglo XIX, se centra en el altivo carácter de Emma Woodhouse, una joven perteneciente a la clase social gentry –clase más adinerada que de linaje− del Periodo Regencia en el Reino Unido e Irlanda (entre 1795 y 1837 aproximadamente). Posición que, a su joven edad, la convierte en una mujer independiente en términos tanto intelectuales como financieros y románticos (situación muy poco común para las jóvenes de su edad en su época).

Ante todos estos privilegios dados, Emma enfocará sus esfuerzos en convertirse en la autoproclamada casamentera de las mujeres de su edad en su pueblo natal, Highbury. La tarea vendrá bien a su ego y a su carisma hasta que ella misma se encargue de construir una serie de malentendidos románticos en los que, sin ninguna intención, ella misma terminará involucrada.

Con una trama y diálogos garantizados por la solidez histórica de su fuente original, de Wilde, Taylor-Joy y compañía logran añadir una capa propia a un producto ya más que empaquetado. Una capa que, insisto, está provista por la narrativa visual, por la puesta en escena, por la actuación; en una palabra, por la realización. La realización envolvente, genuinamente entretenida, divertida y finamente cómica de un clásico atemporal.

Atemporal porque, aunque la llegada de la reestructuración moderna de la sociedad terminara poco a poco con la clase social gentry como tal, los remanentes de una estela de disparidad social se siguen haciendo presentes en maneras muy similares a las que retrata Emma: sí, una autoconfianza vanidosa y arrogante, pero, también, un uso específico del lenguaje, un valor de la interacción y sus formas que responde a reglas milenarias y, sobre todo, el germen de un concepto distinto de independencia (incluso, de independencia femenina).

Una independencia que, ciertamente, sería imposible sin una serie de condiciones dadas y garantizadas por un contexto favorecido por una cierta abundancia. Una independencia que, para la época y la escritura de Austen, encuentra más valor en la apropiación libre de su contexto para cumplir con sus exigencias sociales que en la simple inercia y la necesidad de un contexto que constriñe a sus individuos a moldes inamovibles. Una independencia que abraza, desde la independencia misma, la convencionalidad del final feliz.

Y, como tal, el final feliz podría entenderse como una admisión de que la libertad sólo existe en el privilegio. Y, como tal, la libertad de la independencia podría verse simbólicamente ahogada en su afirmación del final feliz. Y, como tal, el privilegio podría parecer un despropósito más de la existencia humana.

Pero, desde mi punto de vista, el poder que la adaptación de de Wilde de la obra de Austen da al privilegio no está en una aduladora autoafirmación sino en una contundente demostración del contraste que ocasiona. En específico, el modo en que lo ganado reluce siempre sobre lo dado.

El modo en que Jane Fairfax, una joven contemporánea de Emma que todo se lo ha ganado con base en esfuerzo, buena actitud y trabajo, es la única capaz de poner a tambalear la afianzada sobreestima que Woodhouse tiene por sí misma. Quizá, en el tácito reconocimiento de que la disciplina alcanza lo que el talento no, que el mérito tiene una consistencia incapaz de ser igualada por el patrimonio o el mero linaje, que el fulgor del más brillante, hermoso y afortunado individuo nunca opacará el de un pueblo entero construido con trabajos, vidas y convicciones reales. El reconocimiento, quizá, de que la clase gentry algún día será un mero dato histórico mientras que el eco de una obra bien hecha resonará de manera atemporal.

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