A pesar de que toda mi vida —al menos desde que tengo memoria— he sido un hombre gordo, la primera vez que escuché el término gordofobia me pareció una noción ridícula. Me parecía que era un término que trataba de elevar un problema menor a los niveles de movimientos socioculturales mucho más necesarios, serios y apremiantes como —por mencionar algunos— los feminismos, las luchas contra las injusticias raciales, las luchas por el reconocimiento de las diversidades de orientación sexual e identidad de género y las luchas contra las desigualdades socioeconómicas.

En palabras simples, la gordofobia es el conjunto de conductas prejuiciosas y discriminatorias en contra de las personas con sobrepeso y obesidad debido a su estado físico. Algunas conductas de este tipo incluyen asunciones y atribuciones sobre la gente gorda tales como “falta de fuerza de voluntad”, “holgazanería”, “glotonería”, “estupidez”, “incompetencia”, “falta de motivación” e, incluso, “falta de higiene personal”; el recurrente y común señalamiento a los cuerpos de la gente obesa —disfrazado en preocupaciones por su salud o simplemente por consideraciones estéticas y que escala a las dimensiones de un avergonzamiento sobre el propio cuerpo y a fenómenos de daño autoprovocado—; el mal o impreciso diagnóstico de enfermedades pues “todas recaen en el sobrepeso”; y, en algunos casos de estudio, conceptuaciones y problemas sociales que afectan a la gente gorda como la idea de que no tienen o no merecen intereses románticos —y la consecuencia de que estadísticamente se casen menos o les sea más difícil conseguir pareja—, que  pueden experimentar menores oportunidades profesionales o académicas —por “problemas de presentación” o los prejuicios antes mencionados— y problemas financieros —derivados de su falta de oportunidades.

Con el tiempo entendí que todos estos movimientos apuntan en una misma dirección: un revisionismo sobre el modo en que hemos construido las culturas y sociedades del mundo hipermoderno en el que vivimos y una deconstrucción de retóricas, poderes, valores y usanzas que perpetúan estigmas sociales en contra de la infinita diversidad de experiencias humanas que existen. Todos estos movimientos son, simple y llanamente, un estruendoso llamado colectivo a hacernos conscientes de las múltiples formas y el amplio espectro de modos en los que nuestra empatía es requerida con el fin de comprendernos unos a otros.

Con el tiempo entendí que estos movimientos —que la necesidad de denunciar la gordofobia— buscan hacer visibles realidades complejas. Historias como la de Charlie, protagonista de la aclamada The Whale o La Ballena.

Interpretado espectacularmente por Brendan Fraser —nominado a Mejor Actor en los Premios Oscar por este papel—, el film sigue a un profesor de Literatura Inglesa que busca reconectar con su hija tras años de distanciamiento e irresponsabilidad parental. Charlie es homosexual, mórbidamente obeso —pesa más de 300 kilogramos— y se encuentra en condiciones peligrosamente cercanas a la muerte a causa de su adictiva y autodestructiva relación con la comida, misma que surgió de su depresión tras la muerte de su novio en condiciones de profundo rechazo debido a su orientación sexual.

Por sus condiciones físicas, Charlie es incapaz de moverse sin asistencia dentro de su departamento, lugar en el que permanece recluido y en el que transcurre la mayor parte de su vida. Tareas comunes como levantar algo del piso, bañarse o acostarse a dormir son auténticos problemas de gestión.

Con todo, Charlie vive maravillado por las letras de sus alumnos y de un viejo texto que se repite constantemente: “es un muy buen ensayo”, dice. Vive dependiendo del apoyo de su enfermera y amiga, Liz. Vive con un asombroso sentido de la esperanza que se torna enigmático dadas sus incapacitantes circunstancias.

Ese es, quizá, el punto más fino del arte conseguido por el director Darren Aronofsky (Requiem por un sueño, El luchador, El cisne negro) con esta película: una combinación detallada entre imágenes, temas y escenas profundamente dramáticas y oscuras a las que subyace un increíble e inesperado sentido de la esperanza materializada por un hombre que confía en su hija hasta las últimas consecuencias.

Un drama psicológico que ejemplifica temas como la culpa, el duelo, la adicción, la autodestrucción, los conflictos entre religión y orientación sexual, la paternidad irresponsable, el remordimiento y la depresión; pero que los dota de una potentísima pincelada de luz a través de Charlie y su sorprendente sentido de la esperanza; Charlie y su brutal sentido de la honestidad, la autenticidad y la sinceridad.

El personaje aquí delineado no es, en ningún momento, retratado desde ínfulas de perfección ni pulcritud moral; por el contrario, Charlie es un ser humano con errores, con problemas, con incongruencias, con pulsiones descontroladas y con defectos. Pero ninguno de ellos es la obesidad. Charlie, a diferencia del estándar recurrente en el entretenimiento, no necesita bajar de peso o cambiar su cuerpo para alcanzar la cúspide de su sublimación personal. Charlie es imperfecto y allí radica su profundidad y su valía como humano.

Según algunos especialistas The Whale “no es una película sobre la obesidad sino sobre la depresión” o “es una película de horror corporal” o —según algunos activistas anti-gordofobia— “es una película que cae en los más graves estereotipos gordofóbicos”; en mi opinión, La Ballena es una cinta sobre la íntima relación entre la obesidad y el complejo entorno de factores emocionales, bilógicos y contextuales que la rodean.

Una expresión empática que trata de mostrarnos los fenómenos complejos que son la enfermedad, la adicción y su intersección —en algunos casos— en un aún más complejo fenómeno: la obesidad. Un fenómeno que expresa una estructura mucho más compleja que un simple cuerpo gordo. Un fenómeno que, en un gran número de casos, es la delación de dolores personales, angustias emocionales y conflictos internos irresueltos; una expresión del duelo, de la ansiedad, de la tristeza, del sentimiento de abandono y de un sinnúmero de factores psicológicos, emocionales y biológicos que pueden dar lugar a una relación problemática —impulsiva, adictiva, descontrolada— con la comida.

Problemas que son más complicados de solucionar que simples “deja de tragar”, “es por tu salud”, “es para que te veas mejor”, “es para que te sientas mejor” u otras fórmulas socialmente admitidas —pero que no deberían serlo— que se usan para señalar el sobrepeso ajeno.

Un fenómeno común de nuestros días. De nuestro siglo XXI: el de las ansiedades, el estrés, la soledad, las pandemias, las depresiones, los agotamientos laborales. Un fenómeno íntimamente relacionado con la angustia existencial de vivir en los años 2000. Un fenómeno de autodestrucción equiparable a otras adicciones —alcoholismo, ludopatía, adicción al trabajo, adicción a la cafeína, adicción al tabaco, drogadicciones— que proliferan en nuestra hipermodernidad.

A pesar de que toda mi vida he sido un hombre gordo, la primera vez que escuché el término gordofobia me pareció una noción ridícula. Con el tiempo he encontrado que el concepto se emparenta íntimamente con sustentos filosóficos fuertes: el de la multiculturalidad o diversidad como deconstrucción de la hipermodernidad y, como consecuencia de este, la profunda reflexión sobre los conceptos de salud y enfermedad.

El primer asunto se resume en la búsqueda del activismo anti-gordofóbico por hacer visible el entramado de factores que se expresan en un cuerpo gordo; el llamado a la empatía que implica entender que la obesidad no es un acto completamente voluntario: que, en su desarrollo, entran en juego factores biológicos —metabolismos, predisposiciones, propensiones—, culturales —educación alimentaria— y psicológicos —trauma, manejo de las emociones.

El llamado a la empatía que es reconocer que los cuerpos humanos y la relación que cada quien entabla con su corporeidad forman parte de un amplio espectro de experiencias existenciales que exigen una comprensión versátil sobre nuestros conceptos de salud y enfermedad.

El segundo asunto—el que toca a los conceptos de salud y enfermedad— es una consecuencia del primero y corresponde a un vivo debate de la bioética contemporánea que busca dilucidar cómo podemos definir a la salud y a la enfermedad de modo que el punto de vista clínico, el punto de vista sociocultural y el punto de vista del sentido común —el de uso cotidiano y no necesariamente académico— puedan, si no coincidir, al menos convenir en algún punto de partida común.

En términos generales, el debate filosófico contemporáneo sostiene dos posturas: la naturalista y la constructivista. La primera defiende que la salud y la enfermedad se deben definir en función de los juicios que podamos formular sobre el buen funcionamiento biológico de nuestra fisiología; en otras palabras, que una vez formulada una concepción de cómo debe funcionar nuestro cuerpo, desarrollemos una concepción de su estado óptimo.

La segunda, por su parte, señala que una “concepción del estado óptimo del cuerpo humano” no puede ser construida sin referencia a nuestras creencias socioculturales —un ejemplo recurrente de esto son fenómenos físicos y psicológicos que fueron concebidos antiguamente y de manera errónea como enfermedades: la histeria, la insatisfacción sexual femenina, la homosexualidad y un número importante de perfiles del carácter que eran simplemente entendidos como locura — y que, por lo tanto, una definición de la enfermedad y la salud no puede desligarse de un análisis minucioso sobre las dinámicas socioculturales que pudieran afectar lo que consideremos como “óptimo, bueno, deseable, correcto” y sus contrapartes, “defectuoso, malo, indeseable, incorrecto”.

La cuestión, que no es simple de solucionar, quizá deba apuntar a algún tipo de tercera vía en la que se conjugue la objetividad biológica del naturalismo y la pertinente crítica del constructivismo sobre los fundamentos de lo que entendemos como una “objetividad biológica”. El paso siguiente, quizá el más grande, es conciliar eso con el sentido común, corriente y personal de lo que consideramos saludable.

Sin embargo, en última instancia, el debate sobre la salud y la enfermedad tiene un correlato mucho más hondo que le subyace. En el fondo, nuestra preocupación por la salud o la enfermedad es una preocupación por la muerte: la preocupación por cómo alejarnos de ella o, bien, por no acercarnos a ella innecesariamente.

El problema en ese punto es que la muerte es una realidad inexpugnable; es un juego que tenemos perdido desde el silbatazo inicial. Una realidad insalvable de la que no hay escapatoria.

Entonces ¿qué nos queda? A decir de The Whale y de Charlie y su impresionante actitud luminosa frente a la vida y las personas: “no creo que nadie sea realmente capaz de salvar a otra persona” —ni señalando sus problemas, ni tratando de vivirlos por ellos, ni criticándolos, ni condenando al “feo, malo, enfermo, indeseable” al ostracismo, ni vociferando en contra de lo que se ha hecho mal por siglos. Nadie puede luchar la batalla de nadie más y nadie puede decidir por otro cómo habrá de enfrentar sus retos individuales.

“¿Algunas vez has pensado que la gente es incapaz de que no le importe[n los demás]? ¡Las personas son maravillosas!”, dirá Charlie esperanzado por la capacidad de su hija para ser frontalmente honesta, sin disculparse, sin miramientos, sin delicadezas.

Nadie es capaz de salvar a nadie, mucho menos si juzgamos a otros desde nuestro egocéntrico individualismo; pero somos capaces de sembrar algo de esperanza en los demás siendo genuinos, auténticos. Quitándonos de tonterías con la expresión más radical de la empatía: la honestidad que materializa una trascendencia intersubjetiva.

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