Durante un par de semanas he reflexionado en este espacio sobre el tema de la guerra y sus consecuencias “invisibles”; sobre una cultura que valida su industrialización y a las realidades que le vienen adjuntas; sobre la materialización de una paradoja aporética persistente entre la moralidad y la materialidad humanas.
Mucho antes de esta problematización conceptual, sin embargo, existen las retóricas que establecen cánones de heroísmo atados a nociones de deber, valor, liderazgo y otras cualidades reformadas desde las lógicas de la conquista, el expansionismo, la defensa y diferentes matices de belicismo. Las retóricas que, desde niños, nos acercan a los mundos de soldados, militares y, en su versión futurista, guardianes espaciales.
En esta mitología, especialmente fomentada y alimentada por el filtro cultural estadounidense, se inserta el más reciente estreno de Disney Pixar, Lightyear, dedicado a la historia “real” —i.e., real dentro del universo de Andy y los personajes de la saga Toy Story— de origen detrás del bien conocido Buzz Lightyear.
Con un nombre inspirado en el segundo hombre en pisar la luna, Buzz Aldrin, los antecedentes del personaje ya remiten, de suyo, a la Carrera Espacial del siglo XX, una de las expresiones de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la extinta U.R.S.S. que buscaba mostrar el dominio tecnológico del uno sobre el otro como una de las consecuencias políticas, sociales y culturales de la Segunda Guerra Mundial.
Por si fuera poco, en el inocente juguete de Andy se recogen elementos de una caracterización típica del viajero espacial; la misma que se ha replicado genéricamente a lo largo de los años. Desde una época muy temprana en su desarrollo este modelo general del astronauta se moldeó con una mezcla entre cientificidad y militarismo. Aldrin mismo es la muestra de ello, doctor en Ciencias Astronaúticas y piloto de combate graduado de la Academia Militar de los Estados Unidos.
Desde allí, entonces, se anticipa lo que se convertirá en la esencia del personaje de Pixar tanto en su versión juguete como en su versión real-animada: un fuerte sentido del deber y el honor, un arduo compromiso con la exploración y una obsesiva vehemencia por la disciplina, la planeación y las bitácoras.
Dicho lo anterior, se entiende por qué Lightyear se ha encontrado con una aceptación dividida. Por un lado, para quien es asiduo consumidor de Pixar y sus historias, la película se presenta como un trabajo cumplidor que apela a la nostalgia pero que no necesariamente justifica su existencia. Por otro, para quienes rondan el mundo de Disney, la película ha desatado una serie de polémicas respecto al discurso reiterativo que ofrece en lo que toca a la mitología astronaútica del personaje y otros temas brevemente presentes en la cinta.
Para fines mercadológicos Lightyear fue descrita como la película que Andy habría visto y con la que se habría enamorado del personaje que después llenaría su habitación durante los acontecimientos de la primer cinta de Toy Story. En términos más concretos, podemos decir que Lightyear narra la historia de un heroico astronauta que sacrificará todo para sacar a su tripulación de un planeta desconocido en el que han quedado varados.
El resultado es una cinta infantil que hace recurrentes y reconocibles guiños a la ciencia ficción espacial y a la mitología genérica del heroísmo astronauta pero que no logra darle un fondo convincente a la figura de Buzz Lightyear ni logra contar una sólida historia de aventuras intergalácticas. Lo anterior no implica que la película no sea entretenida o que no sea disfrutable. Por el contrario, el sello de Disney Pixar está ahí actuando en su versión más consecuente —sin sobresalir especialmente pero sin fallar tampoco. Hay acción, hay risas, hay emotividad y, por supuesto, un enternecedor personaje que se roba la escena; el gatito robot Sox, en este caso.
Finalmente, el discurso de Lightyear dejará un par de moralejas: la primera, apuntando al valor del trabajo en equipo, que hasta los grupos de trabajo más heterogéneos y diversos pueden lograr las más nobles empresas aprovechando las mejores cualidades de cada uno; en otras palabras, un voto por la diversidad y la manera en que las diferencias sumadas se vuelven más valiosas que la homogeneidad burda; la segunda, en clara referencia a los antecedentes bélicos-científicos de la mitología del personaje, que las formas del pasado no necesariamente son aplicables en todos los momentos futuros; es decir, un voto por aprender a dejar de aferrarnos a los pasados “mejores” y aprender a dejar atrás los tiempos idealizados, un voto por las inesperadas aventuras que nos depara un futuro desconocido.
Sin embargo, Lightyear se ha vuelto célebre desde su estreno a través de una polémica que se centra en un elemento meramente tangencial de su construcción y, por el contrario, ha sido muy poco discutida bajo el lente de su mitología y su discurso central: el modelo del astronauta.
Como es de esperarse, Disney Pixar aboga por nociones progresistas, siendo coherente con lo que desde hace ya algunas décadas ha defendido como la visión del mundo que tiene dicha empresa. Lo interesante aquí es que la discusión de quienes no concuerdan con esta visión e incluso del propio progresismo de la compañía se centran en elementos que dejan intacta la mitología del belicismo y su retórica.
En miles de letras dedicadas a Lightyear, muy pocas discuten la mera existencia de guardianes espaciales. La existencia de entes científicos-bélicos encargados de conquistar el mundo o de defender planetas ajenos que, como humanos, seamos hipotéticamente capaces de alcanzar. Muy pocas —si no es que ninguna— cuestionan la adjudicación que los humanos nos hacemos de todo territorio alcanzable. Ninguna cuestiona las causas o las consecuencias de un ímpetu de dominio tan voraz.
Así como inextirpables y profundamente humanos son algunos de los arraigos materiales que tenemos como seres vivos, así de inextirpable y profundamente humana es la cultura de guerra. Con sus lados oscuros y sus —ojalá— ejercicios éticos —o cuando menos moralmente neutrales. Con aspectos positivos —al menos parcialmente— y, por supuesto, con muchísimo sufrimiento humano de por medio —de todos los niveles e índoles.
Cada día parecemos acercarnos más a ese mundo decadente y agotado en el que los que tengan el dinero, la tecnología y los medios suficientes serán capaces de dejar atrás la Tierra en busca de territorios inexplorados de los cuales apropiarse —a los cuales clavarles una bandera y a los cuales ponerles un cerco de defensa. Un mundo en el que la guerra, una vez más, primará en sus términos más viciosos e insensibles mientras seamos incapaces de ponerle un poco de humanidad y una mejor moralidad a nuestro proceder.
Seguimos disfrutando y consumiendo historias de héroes militares que conquistan el universo sin ponernos a pensar el modo en que esas retóricas abonan a un río interminable de desgracias, pero, eso sí, pasamos días enteros discutiendo por un beso.