Mediados por el latín “focus”, los vocablos “hogar” y “hoguera” son dos palabras cuyos significados, hoy en día, nos parecerían nada cercanos. Quizá la inflexión nació del hecho de que los seres humanos solían reunirse alrededor de cuerpos de fuego para resguardarse de múltiples peligros, mantener cierta visibilidad y, desde luego, abrigarse de las intempestivas sorpresas del clima nocturno; necesidad que más adelante satisfarían casas de concreto, madera y los más variados materiales, nuestros hogares.
Por supuesto, siempre cabe la posibilidad de reapropiarse de los términos de maneras analógicas, de ahí que también se llame hogar, metafóricamente, a esos lugares, contextos o personas que nos hacen sentir como en casa: resguardados, seguros, con claridad de miras y, en una expresión, afirmativamente vivos.
El medio es el fuego. Tal como en la historia de Marianne y Héloïse el fuego es el testigo de una historia de intimidad, cercanía, confianza y amor que nace de una poco anticipada pasión que cede al flujo de la cotidianidad y de la identidad asumida en el contacto con alguien otro. Alguien otro que desde su más noble instinto nos refleja amados.
Retrato de una mujer en llamas, la cinta francesa de Céline Sciamma que nos presenta este relato, se convirtió en una de las películas más aclamadas de 2019, recibiendo múltiples galardones alrededor del mundo y nominaciones para los Globos de Oro y los Critics’ Choice Awards pero, de manera más destaca, siendo reconocida como el Mejor Guión en el Festival de Cine de Cannes de ese mismo año.
Las razones son incontestables: un poderoso libreto con contundentes diálogos, un sólido sentido de visión cinematográfica femenina, una privilegiada sensibilidad expresada tanto en imagen como en puesta en escena, un recurrente sentido de la simetría y la estimulación estética y muchos más detalles de precisa composición que, en su conjunto, dan vida a una hermosa historia de amor.
Su argumento, situado en el siglo XVIII, nos presenta a la pintora Marianne quien es encomendada con la tarea de pintar un retrato de Héloïse, aristócrata recién salida de un convento a quien su familia busca entregar en matrimonio. Unión que sólo sucederá si el pretendiente de Héloïse encuentra atractivo su retrato. El problema, que ella no quiere ser retratada. Así, Marianne deberá hacerse pasar por una dama de compañía para llevar a cabo su trabajo.
Pronto, su interacción gravitará hacia un espontáneo amor. Hacia un genuino arte de la observación de humano a humano, hacia un descenso desde la universal y vaga abstracción hasta la inaprehensible singularidad y hacia la artística estética del recuerdo. Porque es desde el recuerdo desde el que se nos narra, desde el que se nos muestra y desde el que se nos construye la linealidad y el augurio de una pasión incontenible.
Una pasión que lo mismo encuentra sus correlatos en un paralelo con la historia de la mitología griega de Eurídice y Orfeo, que en referentes concretos y vehículos determinados como la pintura, el mar-agua o el fuego que, a lo largo del film, nos van marcando la pauta de un amor a veces vivo e indomable, a veces taciturno y turbado y a veces simplemente contemplativo. Una pasión expresada en música.
Una historia enteramente protagonizada por mujeres. Una historia, también, de sororidad. De complicidad femenina, acompañamiento y de una solidaridad que no juzga. Que disfruta y es. Que no precisa nada más. Que se funde, sin restricciones, en el cálido abrigo de un momentáneo, incidental y coincidente hogar común.
El hogar común de la amistad compartida. El hogar común del aquí y el ahora. El hogar común de la identificación de una creciente flama amorosa recíproca. De una incendiaria intimidad apasionada. De la conciencia, pactada pero nunca enunciada, de lo efímero, de lo pasajero. De lo que tiene, a todas luces, una fecha de caducidad pero nunca una fecha de final. El hogar que se erige en la inextinguible hoguera de una pasión del eterno presente de la memoria.