Industria de superhéroes

Cuando la cultura popular contemporánea adopta algún concepto-producto dentro de su positivismo valuador y sus estructuras de tendencia de consumo, inmediatamente anuncia la eventual asimilación de su “contra-cultura” o de su crítica figurada como un futuro subproducto irreverente, contestatario o paródico —al menos en apariencia. El hecho es que nuestros esquemas culturales difícilmente admiten una crítica realmente opuesta o absolutamente original: hasta señalar un problema dentro de un sistema dado se debe hacer dentro de los parámetros mismos del sistema que se pretende corregir.

Dicho lo anterior, no resulta sorprendente que el concepto-producto del superhéroe del siglo XXI como tendencia dominante en el mundo del entretenimiento —cine, streaming y videojuegos— haya tardado poco más de 15 años —tomando como puntos de partida probables el Batman Begins de Christopher Nolan, conocido en 2005, o el Iron Man del naciente Marvel Studios en 2008— en dar una vuelta alrededor de su propio eje para evidenciar, cada vez más, que, uno, los superhéroes son los ídolos contemporáneos de un mundo al que día a día cuesta más englobar dentro de un relato racional unívoco y holístico y, dos, que, como tales, el éxito de los superhéroes contemporáneos refleja una necesidad psicológica-fenomenológica de los seres humanos de nuestro tiempo.

En otras palabras, que la sobreproducción de películas y series que gravitan sobre el concepto del superhéroe y su consumo paralelo delinean la forma de una necesidad muy específica de los ánimos de nuestros días: el ideal del superheroismo.

Para explorar brevemente esta idea recurriré a tres de los productos más exitosos de la época de estrenos más importante del año —la época veraniega— que, curiosamente, rondan las mitologías del superheroismo: Stranger Things (cuarta temporada), Thor: Love and Thunder (MCU) y The Boys (tercera temporada). Tres contenidos o universos cinematográficos sobre los que he escrito con recurrencia y anterioridad.

El caso de Stranger Things representa el despliegue de una fórmula errática. Una que cuida y presta atención a sus valores de producción pero, también, una que repite sus formas y descansa sobre lo que la ha hecho tan exitosa en la cultura popular: un infalible recurso a la nostalgia ochentera y la presentación y desaparición de personajes entrañables que dentro del transcurso de una temporada se encargarán de emocionarnos para después conmovernos con su muerte.

La narrativa de esta serie, en sus mejores momentos, apela a una noción de horror abstracto: el horror del misterio que, como seres humanos, somos para nosotros mismos. Una representación angustiante de la depresión, la pérdida, el remordimiento y los dolores psicológicos cuando se convierten en un lado oscuro de nosotros mismos. El Upside Down que son nuestras peores experiencias y nuestros más profundos pesares.

Un horror que —dentro de la mitología de esta serie— sólo encuentra solución en las manos de una superheroina salvadora: Eleven. Un personaje mucho más cercano a la ciencia ficción y a los dotes sobrenaturales que a algún valor realizable. Eleven es un personaje atribulado por un pasado conflictivo, es un personaje vulnerable ante sus heridas emocionales, es un personaje vulnerable por propia elección, porque se preocupa genuinamente por sus seres queridos que son adolescentes y adultos comunes y corrientes. Por mera estructura, Eleven tiene la función narrativa de un deus ex machina.

El deus ex machina es una figura que ha estado presente en las artes performaticas desde las épocas del teatro de la Antigua Grecia; básicamente, la figura de un personaje con poderes más allá de la naturaleza que se encarga de dar solución a los problemas que un relato ha tejido con su desarrollo. El dios de la máquina —el dios tras bambalinas o de la tramoya— que, con sus dotes extraordinarios pone todo en orden y devuelve la paz a sus adoradores. En el caso de Eleven, la superheroina de poderes telepáticos y psicoquinéticos que se encarga de salvar el día enfrentando a demogorgons, Vecna y al Mind Flayer para defender a los suyos de ese plano oscuro de la realidad que es El Otro Lado.

Y es que el heroísmo y la divinidad son conceptos afines desde sus orígenes, estableciendo esa línea entre las hazañas humanas y la adoración de un ídolo por sus favores sobrehumanos. Tanto así que se ha convertido en un lugar común de las exploraciones más serias sobre el concepto del superhéroe contemporáneo —La Liga de la Justicia de Zack Snyder, por ejemplo— e, incluso, de exploraciones más ligeras y masificadas de este producto-concepto como el Universo Cinematográfico de Marvel y su reciente Thor: Amor y Trueno.

En un momento inconsistente del MCU que lidia con las secuelas de su mayor éxito —Avengers: Endgame—, la segunda película de Thor a cargo del aclamado director Taika Waititi es un ejemplo claro de la fórmula Marvel y, al tiempo, un curioso asomo del estilo del cineasta neozelandés. El humor de Waititi y su mancuerna con Chris Hemworth regresan en esta entrega del dios del trueno, con un poco de reciclaje de chistes y, quizá, rayando en el uso excesivo del recurso. Con la clara impronta de la visión de productor que ha caracterizado a esta saga de películas, es, a la vez, un inteligente y sugerente despliegue de recursos visuales que hacen entretenida la visita a un mundo de dioses cósmicos, vikingos espaciales y villanos sombríos —el Gorr de Christian Bale destaca en este caso.

Pero con todo, la nueva película del dios de Asgard no soluciona el creciente problema narativo y discursivo del MCU post-Endgame; el problema de andar sin rumbo. De aventuras vistosas y entretenidas que, sin embargo, no construyen un relato claramente interconectado. El relato comprensible y holístico que sí ofreció Marvel en sus primeras tres fases se hace cada vez más presente por su ausencia en las últimas entregas de este multiverso de historias.

Al fondo, con la intención de tejer un discurso, Thor: Love and Thunder establece una pregunta intrigante pero que no se preocupa por resolver más allá de sus necesidades argumentales: ¿los dioses pueden amar?¿el amor es una debilidad para los dioses o para los superhéroes? —pregunta a la que, por ejemplo, The Umbrella Academy responde de manera positiva en su tercera temporada invocando la raigambre de una familia de superhéroes.

La respuesta de Love and Thunder apuntará a la afable idea de un dios-superhéroe capaz de preocuparse por otros. Apuntará a la trascendencia del amor por una persona en el amor por receptores indirectos de este mismo lazo. Apuntará a una noción —que se siente un tanto gratuita— de amor paternal.

¿Pero qué pasaría si los superhéroes o dioses que tanto anhelamos existieran en la crudeza calculadora y fría de nuestro mundo contemporáneo?¿Que significaría, en un mundo como el nuestro, tener habilidades extrahumanas y extraafables?¿Qué pasaría si esos superhéroes capaces de amar sólo se amaran a sí mismos? Esa pregunta la responde, a modo de una crítica asimilada a la cultura que reprocha, The Boys y su tercera temporada.

Retomando el paso satírico que la ha caracterizado y descendiendo por momentos más a un ámbito paródico, la historia de The Boys —un grupo de investigadores independientes encargado de desenmascarar los vicios, corrupciones, obscenidades y abusos de los superhéroes de su mundo— y de The Seven —los superhéroes más amados, aprobados e idolatrados por su cultura pero que, en el fondo, son un grupo de omnipotentes perversos— estira sus lazos narrativos hacia el pasado de su presente.

Antes de un Homelander —una especie de Superman supremacista-super—, The Boys nos revela, hubo un Soldier Boy —un supersoldado de la Segunda Guerra Mundial, al estilo Capitán América— encargado de crear una mitología de fanatismo ciego y adoración irreflexiva. Antes de los superhéroes de cómic, estuvieron los héroes que las narrativas oficialistas se encargaron de inventarnos.

Dentro de su perspectiva cínica, explícita y paródica —satírica en sus mejores momentos—, The Boys reafirma su fórmula crítica —de crítica asimilada— acercándose a la realidad política del Estados Unidos de la era de Donald Trump. Y es ahí donde encuentra el mejor momento de su tercera temporada: en el comentario sobre un fanatismo capaz de apoyar las mayores bestialidades en el nombre de una figura que provee afirmación y validación a humanos descolocados del sentido común.

El avance de un Homelander cada vez más envalentonado, cada vez más cínico, cada vez más radical. Una figura que propalando los comentarios más polarizantes, alimentando discursos de odio y ejerciendo las mayores violencias se hace de más seguidores, de más apoyo, de más popularidad. El reflejo narrativo del mundo al revés en el que parecemos habitar en nuestros días, con nuestras posverdades, nuestras pospolíticas —y ¿nuestras posmorales?

La crítica asimilada —que forma parte de la misma industria de superhéroes— que nos propone preguntarnos por lo que hay detrás de esas figuras que hemos decidido erigir en nuestros héroes, en nuestros ejemplos a seguir, en los ídolos que nos representan. Desde figuras mitológicas hasta intelectuales, desde deportistas hasta políticos, desde celebridades hasta músicos, desde Elevens y Thors hasta Homenlanders y Soldier Boys.

Y, al final, en estos tres ejemplos nos queda señalada la pulsión secreta que esconde nuestro deseo de héroes. La pulsión que nos ha llevado a apoyar, alimentar y sostener una fábrica de relatos que nos hagan sentir eufóricos y entusiasmados por la idea de un ser viviente capaz de solucionar todos nuestros problemas de un solo golpe.

Hemos convertido al entretenimiento, entre otras cosas, en una industria de superhéroes. En una productora a marchas forzadas de historias que nos hagan creer en la libertad absoluta de un ser suprahumano que teniendo la posibilidad de hacer lo que se le venga en gana elegirá hacer el bien. La esperanza irrisoria —si la comparamos con los hechos— de que, como recurso literario, vendrá algún personaje —político, celebridad, deportista— a resolver los problemas del mundo o, cuando menos, a darnos esperanza de que todo puede cambiar mágicamente de un día a otro.

Los mitos —las narraciones, los relatos, las fábulas, las películas y las series— son mentiras que nos gusta que nos digan. Son ilusiones irreales que disfrutamos visitar de vez en cuando para imaginar un mundo más sencillo o más divertido o mejor del que tenemos. Las realidades, por otro lado, son lo que hay: el cambio perpetuo, el proceso constante, el trabajo arduo y cansado, la vocación, la dedicación, el hábito, el día a día con cada una de sus horas y cada uno de sus segundos.

Los superhéroes son las mentiras modernas en las que hemos envuelto al heroísmo clásico —en el que creían los Antiguos Griegos y en el que se creía antes del siglo XX. Son la idea moderna de que algún chasquido, alguna araña, algún químico, algún fenómeno, algún descubrimiento vendrá a solucionarnos la vida mágicamente. La idea de que la distancia entre la humanidad y la divinización está a la vuelta de la tecnología.

Los héroes clásicos, por el contrario, siempre fueron humanos que trabajaron por su divinización. Humanos que subieron peldaño a peldaño la escalera que los coronó dioses olímpicos. Humanos divinizados por atreverse a llevar sus limitaciones humanas a otro nivel. Humanos idolatrados por tomar su carne y sus huesos como el único sustento para sus hazañas. Humanos que se encargaron de mostrar —al menos en la teoría— que la distancia entre la humanidad y la divinización, la distancia entre el ser común y el heroismo, está en un trabajo duro, mediato, cansado y dedicado.

La diferencia entre héroes clásicos y superhéroes es la misma que hay entre la forma más realista de nuestra esperanza y la idealización fabulística de las soluciones inmediatas. La diferencia entre construir, paso a paso, con paciencia y con resiliencia, las soluciones complejas que le corresponden a nuestros problemas complejos y esperar que nuestros problemas se solucionen de un solo golpe: con deus ex machinas, con dioses-superhéroes que nos amen o con el cinismo paródico de superhéroes-cuasidioses que sólo se aman a sí mismos. En el fondo, que nuestra época esté obsesionada con la industria de superhéroes que se ha creado es otra cara de su obsesión con la inmediatez.

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