El concepto que históricamente hemos tenido de la infancia o la niñez se siente tan intuitivo que poco se esperarían las magnitudes en las que ha variado. Desde descripciones filosóficas como “los niños son equiparables a los animales salvo por el hecho de que éstos se convertirán algún día en hombres”, hasta metáforas de la superación del letargo mentiroso de las idealizaciones humanas; desde meros adultos ineptos —aún-no-aptos—, hasta individuos diversos y complejos incapaces de recogerse en un término singular que los englobe —i.e., una diversidad de humanos que no cabe en la palabra “infancia” sino que exige una descripción plural: la de las infancias; varias, multiformes, irreductibles entre sí.
En la Antigüedad Griega, ideas como “el niño es sólo un hombre en potencia” —Aristóteles— conviven con descripciones de “las niñerías” como una de las máximas virtudes de la irrupción irreverente del socratismo —en palabras de Jenofonte, alumno del ateniense. Conceptos como la inmadurez o el carácter “aniñado” se sentencian, por un lado, mientras, por otro, se fomenta el carácter espontáneo y creativo de estas mismas caracterizaciones. Desde la crianza espartana avocada a la guerra desde los primeros días de los infantes, hasta la erotización de la juventud puberal.
El Medievo adoptará el modelo de su época antecesora reinventado y reconfigurado por las vivas discusiones científicas-teológicas del momento. Surgirán así, las primeras santificaciones de los niños como “almas blancas” incapaces de maldad —concepto objetable— y los primeros discursos prohibicionistas sobre la exploración preadolescente del propio cuerpo —entre otras formas íntimas, personales y privadas del desarrollo de la relación subjetiva con el propio ser.
Será en la Modernidad —en sus expresiones más tardías—, donde se desarrollará uno de los primeros conceptos complejos sobre la relación entre niñez y consciencia; entre infancia y yo: el psicoanálisis y su descripción sobre el desarrollo psicosexual y su impacto en el desarrollo de la personalidad adulta. Será, también en esta época, donde se introducirá la distinción efectiva entre infancia y adolescencia. Donde se explorará la idea de una etapa transitoria entre la niñez y la adultez.
Algunas décadas más tarde, estos desarrollos conceptuales ayudarán a construir una definición jurídica, psicoafectiva, física y sociocultural más o menos uniforme que se cristalizará en la Declaración de los Derechos del Niño —entendiendo a estos como “todo ser humano menor de dieciocho años de edad” o que no haya alcanzado aún la mayoría de edad.
Con todo, en la cultura popular, el hecho puro de ser-infante parece seguir siendo un misterio. Por un lado, se siguen aduciendo conceptos de ineptitud como base de dinámicas coercitivas, represoras o abusivas que terminan por relegar a las infancias a posiciones vulneradas socialmente. Por otro, se exacerban conceptos vagos —fuertemente mediados por influjos mercantilistas— que se sirven de versiones incompletas o entimemáticas de progresos científicos, psicológicos, sociológicos o culturales reales para construir una comprensión “mejor que ninguna otra” sobre qué es ser-infante y sobre cómo deben ejercerse crianzas, acompañamientos y cuidados sobre los miembros más jóvenes de nuestras culturas y sociedades.
En el medio de ambos extremos —curiosamente— siguen sucediendo las verdaderas infancias. Ni necesariamente en lo que se exige de ellas —en los valores que se les imponen o las autoridades que se les erigen—, ni necesariamente en lo que se les atribuye —las oportunidades que se les imputan o las sublimaciones que se les achacan. Los verdaderos infantes. Los que están-siendo-niños. Los seres humanos que están en la experiencia subjetiva de un mundo con el que constantemente aprenden a relacionarse y los que son mucho más conscientes de su alrededor de lo que suele reconocérseles.
Esos que, con un tono contemplativo, pausado y atento, nos retrata la “universalmente aclamada” película de Mike Mills: C’mon C’mon. Esos que sienten, juegan, opinan, comprenden, manipulan, imitan. Esos que son capaces de devolvernos un pedazo de entendimiento que, en algún lugar, fuimos dejando atrás. Esos que son reales y que tienen cosas que decir sobre el mundo que los rodea.
La película —protagonizada por el galardonado actor Joaquin Phoenix— sigue la historia de Johnny, un periodista de radio que viaja alrededor de los Estados Unidos entrevistando a niños como parte de un documental que prepara. El investigador les pregunta por sus vidas, sus opiniones sobre el mundo en el que viven y sus ideas sobre el futuro. Descubre, a través de su trabajo, las preocupaciones comunes para las infancias contemporáneas y, al mismo tiempo, muestrea las diversidades de diferentes grupos culturales, sociales y raciales a lo largo del país norteamericano.
Mientras se encuentra en uno de sus viajes de trabajo, Johnny hace una llamada telefónica a su hermana, con quien lleva algún tiempo distanciado; derivado de ella, Viv le pide al periodista que se haga cargo temporalmente de Jesse, su hijo de nueve años de edad. La encomienda llevará a tío y sobrino a convivir como nunca antes. Se convertirá en el espacio necesario para que el niño exprese sus frustraciones y se convertirá en la ocasión de una intensa toma de conciencia y un profundo aprendizaje para el adulto.
El film de Mills recuerda en su hechura a Nomadland —ganadora del Oscar a Mejor Película en 2020— en tanto que, igual que aquella cinta, mezcla un arco narrativo de ficción con elementos documentales. Mientras la historia de Johnny y Jesse es impecablemente actuada por Phoenix y el joven Woody Norman, las entrevistas realizadas por el protagonista son enteramente reales; son las respuestas genuinas de una muestra puntual de diversos niños estadounidenses de diversos estados de aquel país.
Mientras en lo ficcional Norman se encarga de dar vida a un niño ingenioso, astuto, irritante, enternecedor y cargado de una profunda y frustrante impotencia; en lo documental, un grupo variado de niños se encargan de dar un testimonio invaluable y franco de lo que se siente ser niño en estos años. De la conciencia de un mundo decadente y desesperanzador; violento y fraccionado, faccionado. De la conciencia de un mundo incierto y que muchas veces no hace sentido pero en el que, de algún modo, algunos de ellos, aún encuentran esperanzas sólidas.
La historia de Johnny y Jesse será una demostración de los niveles hondos en lo que el contexto hiere, cambia y transforma a los niños. Será una muestra de que, aunque muchas veces no tengan las herramientas para expresarlo, las infancias sienten el dolor, la ira o el amor que las rodean. Será una muestra de que las infancias no son “blancas”, despreocupadas y sin problemas.
El lado documental del film, por su parte, será contundente. Será una muestra sincera del mundo que viven los niños de hoy. Será una declaración franca y directa de la consciencia profunda que muchos de ellos tienen sobre problemas sociales, ecológicos, emocionales, familiares. Será una captura directa del estado actual de la esperanza que ponen —o no— las infancias en su propio porvenir.
Y volvemos, entonces, al misterio que parecen encarnar las infancias aún hoy: ¿cómo es posible que si nosotros pasamos por esa misma etapa de la vida, por una experiencia similar, seamos, con tanta frecuencia, incapaces de comprender lo difícil que llega a ser ser-infante? ¿Será la abstracción que hacemos de ellos en un “todavía no saben lo que son los problemas de verdad”? ¿Será el solipsismo de creer que sólo nuestros problemas son reales y los de los demás sólo están de telón de fondo? ¿Será que creemos que porque, a nosotros, quizá nadie nos escuchó cuando más lo necesitábamos tenemos el derecho a no escuchar a quienes pueden necesitarlo más? ¿Cómo está permitido a un niño desahogar sus frustraciones? ¿Qué facultades tienen ellos para abandonar un contexto adverso, violento o voraz? ¿Por qué, si también nosotros fuimos niños, el ser-infante sigue siendo un misterio?