Hace aproximadamente un año, un matizado nuevo recuento del legado y la historia detrás de Michael Jordan −el documental de Netflix The Last Dance− me dio la oportunidad de reflexionar sobre aquellos factores ideológicos que erigen una figura irrepetible, de idolatría y aparentemente insustituible como la del famoso Bull. Ahora, el ejercicio se antoja repetible −aunque adaptado a circunstancias, contextos y atenuantes diferentes− con la llegada de Space Jam: A New Legacy o Space Jam: Una Nueva Era protagonizada por LeBron James.

La historia del jugador de Akron, Ohio, se vio vinculada a la de Michael Jordan muy pronto en su carrera por la vía de un aparato mediático que lo anunciaba, desde sus 16 años, como “el próximo Michael Jordan”, como “El Elegido” (para superar al jugador de Chicago) o, como él mismo pasaría a nombrarse, “El Rey James”.

Con los años, este aparato mediático ha convertido a un jugador indudablemente determinante para el basketball contemporáneo en el objeto de polémicas, críticas, comparaciones y todo un universo de rumores, notas y publicaciones que le toman como centro para detonar una serie de reacciones e interacciones siempre divididas: porque a LeBron se le ama o se le odia.

Crecido durante los años 2000, la llegada de James a la NBA en 2003 y su sostenida carrera, vigente en nuestros días, me ha sido mucho más inmediata, cercana y consciente que la de Su Majestad: MJ; su estilo de juego me ha sido más reconocible, identificable y rastreable dentro de la vida actual del deporte ráfaga y, finalmente, su proyección cultural, sociopolítica, mediática y mercadológica me ha alcanzado de primera mano mucho más de lo que me ha alcanzado el legado del Toro egresado de North Carolina.

Con todo, la decisión de James de embarcarse en la imposible tarea de dar algún tipo de seguimiento, secuela o superposición al producto mejor logrado de Jordan para la cultura pop masificada, Space Jam, me parecía innecesaria, inalcanzable, un tanto indeseable y, aunque razonable, en el mejor de los casos cuestionable. Porque, al final, Michael Jordan sólo hay y habrá uno pero, también, LeBron James sólo hay y habrá uno.

El resultado es una película para la familia que calca la estructura general, los puntos narrativos y las formas del film de 1995 pero que las pasa por el filtro de un nuevo momento para la industria cinematográfica (i.e., la época de los crossovers, animaciones por computadora y megauniversos), por el filtro de una era distinta para el basketball y por el filtro de otra historia de vida con otros orígenes, propósitos e intereses.

Las características humanas que el film delata de James refuerzan una narrativa que él mismo se ha encargado de construir, por un lado, y, por el otro, apuntan hacia uno de las mayores marcas de su historia personal. En otras palabras, por un lado, se enfatiza el talante de este LeBron exigente, con la necesidad de controlar cada detalle de su contexto y con una presente avidez por superar el peso de ser la mayor superestrella de la NBA en nuestros días con humor, discurso igualitario en favor de los afroestadounidenses y valores extra cancha (por ejemplo, la familia, la amistad y la comunidad); y, por otro lado, se deja entrever la historia de un niño de los barrios pobres de Akron, abandonado por su padre y con la necesidad de sacar adelante a su madre a través de sus cualidades especiales para el deporte.

En resumen, la imagen de LeBron, pasada por una buena dosis de ideología y autopropaganda (tal como la de Jordan en el 95), se revela distinta por derecho propio y, por lo tanto, irreductible a la de la leyenda del Dream Team de los 90s; esto, a través de un poco de genuina individualidad y con una palpable urgencia de James por proyectarse como el padre que no tuvo.

En cuanto al contenido concreto de la cinta, el regreso de los Looney Tunes al basketball destaca por la vigencia de un humor que se siente atemporal y siempre efectivo pero que, no obstante, usa como muletas la incorporación de elementos de un sinnúmero de franquicias de Warner Bros. que se dan cita durante esta película infantil (El Gigante de Hierro, Game Of Thrones, Los Picapiedras, King Kong, Matrix, Batman, Superman y una larguísima y complaciente lista de títulos y sus personajes).

Reviviendo, de este modo, un concepto que bien pudo quedar intacto en favor del reconocimiento de una identidad, un carácter y un legado único (el del jugador de los noventas) que, ahora, se intenta poner en franco paralelismo con la trayectoria de LBJ. Se intenta, pues, traspasar la pantalla con la puesta en escena de su búsqueda humana y personal; una que apela al valor familiar y a la lucha por la igualdad social racial estadounidense. Pero, más que todo, se busca construir una narrativa capaz de ser compartida, replicada, reproducida y recordada; poniendo de manifiesto, para bien o para mal, las distancias entre LeBron James y Michael Jordan.

Distancias, sin embargo, que resultan más interesantes que las posibles similitudes entre ambas figuras. Uno de Akron, Ohio; otro de Nueva York. Uno mediatizado desde los 16 años y llegado a la NBA a los 18 años, salido de la High School (preparatoria, bachillerato); otro becado, egresado de una de las universidades públicas más destacadas de su país. Uno abandonado por su padre, movido por la necesidad y el amor a su madre; otro crecido en una familia tradicional, con su padre como mejor amigo, movido por competitividad pura y un férreo sentido del orgullo propio. Uno activo como simpatizante del movimiento Black Lives Matter; otro instrumentalizado como arma mediática de la Guerra Fría en el deporte. Uno deslumbrado por el famoseo hollywoodense, por la influencia en el estilo de vida de la cultura hip hop; otro convertido en un ícono ineludible, fundacional para la mitología del deportista moderno.

Ambos, seres humanos diosificados o villanizados por un mundo que los usa para vender periódicos, boletos de cine, tickets de partidos, jerseys, tenis y un largo etcétera; rodeados de narrativas construidas para su masificación. Ambos, mediatizados, instrumentalizados e ideologizados con el auspicio de la National Basketball Association. Ambos, aprovechados para refrescar y revivir una de las franquicias más importantes de la animación estadounidense: salvadores del mundo de caricaturas de los Looney Tunes. Ambos, afrodescendientes. Ambos, convertidos en espectáculo. Ambos, los mejores jugadores de su época. Ambos, ávidos por convertir en símbolo una historia de vida personal.

Dos atletas memorables e históricos sometidos a la presión de ser más que humanos. Dos jóvenes que cambiaron su vida jugando con un balón. Dos hombres intentando controlar la narrativa con la que serán recordados, movidos por la falsa ilusión de que su legado es algo que le está dado determinar a sus propias voluntades.

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