Lydia Tár

En las épocas de las redes sociales y de la contundente cultura de la cancelación, el cuestionamiento por si se debe separar al autor de su obra para hacer juicios de valor respecto a ambos de manera independiente ha surgido intensamente como el meollo de un fenómeno complejo que empezamos a experimentar y que —sospecho— sólo habremos de dimensionar correctamente al paso de unas cuantas décadas en el futuro.

La pregunta es simple: ¿qué hacemos cuando descubrimos que un ícono del arte, de cierta disciplina o con cierto prestigio y celebridad resulta ser, en su ámbito privado, una persona moralmente reprobable? ¿qué hacemos con figuras que nos han legado obras artísticas, intelectuales y humanas determinantes pero que, en lo personal, se han encargado de replicar estructuras crueles, perversas y opresoras?

La respuesta, en contraste, no es nada sencilla. Desde los ojos de la llamada cultura de la cancelación —principalmente sostenida por generaciones de menor edad: millennials y centennials—, ningún legado justifica la inmoralidad, la injusticia o el abuso de poder; por el contrario, la notoriedad pública es un modo de acceder a posiciones de poder que agravan la perversidad de cualquier acto de abuso, manipulación o dominación. En consecuencia, ante cualquier indicio de conductas indebidas corresponde un ostracismo efectivo.

Desde los ojos opositores a esta visión —principalmente provenientes de generaciones de mayor edad: generación X y baby boomers— la reacción es desproporcionada y caprichosa; corresponde, en sus ojos, a una especie de egotismo pueril que “ya no deja hablar de nada” o “ya por cualquier cosa te considera culpable”. Un indicio de vulnerabilidad que lo único que busca es ejercer un poder de manipulación emocional y social tan pernicioso como aquello que se pretende denunciar.

 Así, desde ambos ejes de la polarización ideológica emergen dos posiciones: el arte no se puede separar del artista y, por lo tanto, el arte de una persona indeseable debe juzgarse como arte cancelable; o bien, el arte y su autor son dos realidades separables que pueden y deben ser juzgadas de manera independiente.

Con todo, en la compleja homogeneidad caótica de la realidad cultural, ambas posiciones son sostenidas por grupos de ambos polos generacionales avivando lo que parece ser una discusión interminable: ¿la obra es separable de su autor?

En la polémica, inquietante y complicada atmósfera que esta cuestión genera, surge, como una de las películas más audaces del año, Tár de Todd Field, el regreso a la dirección y escritura fílmicas del cineasta estadounidense tras dieciséis años de silencio autoral.

La cinta narra un episodio determinante en la carrera de Lydia Tár, una ficcional directora de orquesta cuya obra la ha llevado a la cúspide del renombre artístico y el reconocimiento académico. Ganadora de Emmys, Grammys, Oscares y Tonys, directora en jefe de la Orquesta Filarmónica de Berlín, compositora virtuosa y musicóloga erudita que está a punto de grabar y dirigir la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler.

Tár define el carácter profesional de su protagonista en una grávida, densa y concreta primera escena que es, sin más, un arrollador cuasimonólogo de erudición musical. Una concurridísima entrevista que tiene en el centro a Lydia Tár y su asombroso conocimiento crítico de la música clásica. Una exhibición patente y potente del culto alrededor de su persona; una demostración del nivel de maestro musical ante el que nos encontramos.

En una segunda escena —la más comentada de la película por la crítica especializada—, atendemos a la tematización de la discusión que la cinta de Field encarnará. En ella, vemos a Tár impartiendo una clase en la Academia Julliard, uno de los más renombrados y mejores conservatorios de arte en los Estados Unidos.

El diálogo de la escena parte de la expresión de Max, un asistente a dicha cátedra, frente a la figura del gran maestro de la música clásica Johann Sebastian Bach. En su opinión, la vida misógina de Bach hace imposible para él tomar la música del compositor germánico como algo serio; más aún cuando él se define como una persona pangénero —cuya identidad de género puede alternar o afirmar simultáneamente todas las expresiones de género— y BIPOC —perteneciente al grupo racial compuesto por negros, indígenas y personas de color (cuyas siglas en inglés corresponden a las palabras Black, Indigenous y People Of Color).

A continuación, Tár se encargará de rebatir este punto de vista apelando al carácter trascendental del arte —más allá de actos personales, individualidades y características de identidad— y subrayando el profundo compromiso que implica alcanzar la elevadísima calidad de los grandes maestros de cualquier arte.

Como es de esperarse, el diálogo dejará de serlo cuando escale a una confrontación generacional y de convicciones personales. Rompiendo, por un lado, con la simple y clara rendición de un insulto y, por el otro, con una reacción proporcional que señala la absurda hipocresía de “definir la identidad a través de las redes sociales” y de ser incapaz de ver el valor esencial del arte más allá de un sentido personal de superioridad moral.

Con estas dos primeras escenas, Field pone en pantalla las definiciones de la cuestión a tratar en Tár y desde allí arrancará un profundo estudio de personaje —proporcionado en buena medida por una rigurosa actuación de Cate Blanchett— que nos revelará los matices de una mujer homosexual que se convierte en la cara del abuso de poder.

Sin recurrir a las fórmulas morbosas de una cuestión que, de suyo, se presenta como escandalosa, Tár desarrolla entre la claridad y la sutileza la historia de una directora de orquesta que, por años, ha aprovechado su poder para ofrecer favores profesionales a intérpretes jóvenes a cambio de gratificaciones sexuales.

La película de Field construye inteligentemente esta narración a través de dos movimientos simultáneos: por un lado, la historia de Tár frente a la noticia del suicidio de una de sus antiguas becarias; por otro, la historia de Tár y su activo proceso de manipulación para promover a su nueva joven chelista con intenciones nunca especificadas tácitamente pero claras por las implicaciones de los patrones de conducta mostrados por la directora. Así, en una mezcla de pasado y presente, Field nos muestra el carácter de Tár y sus dinámicas de abuso de poder.

Hacia su segunda mitad, la cinta se torna en una visita lúgubre a la conciencia de una mujer cruzada por la culpa. Entran en juego elementos de carácter horrorífico, onírico —en tono de pesadilla— y una magistral referencia a Edgar Allan Poe y El corazón delator.

Una especie de toma de conciencia que va desarmando a la leyenda viviente y que va revelando los efectos de su actuar. Un estridente grito de la sociedad en redes sociales y en las calles que va intensificando la visibilización de los actos moralmente reprobables de una artista brillante.

Al final, los actos de Tár tendrán sus consecuencias —muy ad hoc con los días que vivimos— y exhibirán el peso de una vida vivida para el propio placer. Una muestra de los abusos de poder y las estructuras que los permiten en la época de la cultura de la cancelación.

Tár no dará una solución categórica a la cuestión que la inspira —¿quién podría?— pero mostrará los silencios que permiten el abuso de poder, los marcos conceptuales que lo avivan, las dinámicas que lo perpetúan y, finalmente, las consecuencias que le sobrevienen en este siglo XXI.

Mostrará, sin remordimientos ni tonos de disculpa, que el poder es capaz de ser usado vilmente por cualquiera —más allá de géneros, orientaciones sexuales e identidades comunitarias—; que los artistas moralmente reprobables pueden provenir de cualquier origen y ser igualmente dañinos para las sociedades y comunidades que tocan.

Mostrará, sin pudor ni condolencias, las naúseas que un personaje como Tár se provoca a sí misma cuando es confrontada con la ínfima altura de sus actos. Como quien mira su reflejo y no puede contener el vómito.

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