Mario no es (sólo) cine

Para analizar cualquier fenómeno u objeto es un error metódico aplicar criterios propios de ciertos ángulos de estudio a objetos que no les son los más apropiados; por ejemplo, a la ética —asunto diverso, complejo y multifactorial— difícilmente le convendría y le resultaría provechoso y adecuado un modelo matemático pues el tipo de verdades que alcanza la matemática como abstracción no son comparables con el tipo de certezas que busca la ética como un fenómeno corriente y, muchas veces, incapaz de ser abstraído de sus condiciones materiales y contextuales.

Del mismo modo, en lo que toca al entretenimiento, es inadecuado y poco provechoso juzgar películas que tienen una mera finalidad lúdica, comercial y de fan service desde los ojos de un criterio cinematográfico riguroso, técnico y artístico robusto.

Quizá por ello, con Super Mario Bros., la película hemos atendido a un fenómeno recurrente de la industria del cine: una cinta vapuleada por la crítica especializada pero glorificada por la cultura popular y el público asiduo del producto en cuestión.

Parece que el fenómeno de esta disparidad se hace cada vez más recurrente con, por ejemplo, grandes directores como Martin Scorsese criticando a cintas taquilleras como las del Universo Cinematográfico de Marvel porque “no son cine”.

Por otro lado, algunos otros cineastas —Tarantino, por nombrar uno— son de la opinión de que quizá esto que para algunos —que han estado por más años involucrados con lo que ha sido el cine en las décadas pasadas— no es cine, para los más jóvenes sí lo sea por la simple razón de que esto es lo que ellos han experimentado como el fenómeno de estar en una sala de cine.

Quizá —apuntan estos creadores cinematográficos— lo que suceda es que el cine se está transformando en otra cosa; quizá la industria se está comiendo al arte o quizá el arte está adoptando nuevas formas.

Dicho lo anterior, el caso de Super Mario Bros., la película no es ningún enigma: esta es una película hecha para agradar a los fans de la franquicia de videojuegos y sus más de 40 años de existencia, hecha para entretener por igual a niños y adultos —aunque principalmente dirigida a los menores— y hecha para convertirse en un efectivo golpe taquillero que deje a las audiencias contentas por lo que han visto —sin que por ello tenga que existir una compleja reflexión posterior.

La cinta es la traducción de un juego cualquiera de Mario y sus amigos al medio narrativo audiovisual de las películas. El concepto guía es sencillo: Mario necesita salvar a alguien que ha sido secuestrado por Bowser —su némesis— y para ello deberá cruzar diversos retos, reinos y mundos con tal de salvar el día.

Interesantemente, la esperada adaptación animada del simpático plomero italiano a la gran pantalla —quien tuvo algunas adaptaciones fallidas al cine y la televisión en los años 90— tiene a su favor no pocos aspectos: primero que todo, una animación excelentemente lograda —de la mano de Illumination (Mi villano favorito, Minions, Sing)— que resulta coherente con lo que hemos visto de los personajes del mundo de Mario en los videojuegos y que, a la vez, permite proveerlos de alguna frescura derivada de exponerlos a otros contextos narrativos; segundo, en lo que toca a la trama, la cinta logra dar explicaciones simples pero adecuadas sobre los lugares comunes del videojuego, recontextualiza sus motivos y los hila para formar una historia sencilla y, tercero, se mantiene cauta con sus dos personajes insignia, Mario y Luigi, y se atreve a explorar con Bowser y Peach, convirtiendo al primero en un inesperado y efectivo desahogo cómico y a la segunda en un personaje de carácter propio, aventurera, intrépida y heroína en toda regla —reescribiendo, con ello, la historia del personaje en los videojuegos donde ha fungido exclusivamente como la princesa-objetivo que necesita ser salvada.

En este tercer punto —en la mesura con Mario y Luigi y la experimentación calculada con Peach y Bowser—, es donde la película alcanza sus mayores valores narrativos. Por un lado, enriqueciendo a un villano unidimensional con un carácter variable, juguetón y con el que se pueden relacionar la audiencia y, por el otro, rompiendo con el concepto plano de la princesa-objetivo que fue casi fundacional para las primera eras del videojuego donde poco veíamos personajes femeninos con motivaciones propias o, simplemente, capaces de ser parte de la aventura.

Lo demás es un festín de referencias a Mario Kart, la saga de videojuegos de Donkey Kong y la saga de videojuegos de Mario y de Luigi que, con toda claridad, está ahí para emocionar a los públicos que —se asume— ya conocen a estos personajes y/o han jugado sus juegos de video.

Aún en este respecto, a pesar de contar con más de 200 referencias a algún videojuego de la vasta franquicia emblema de Nintendo —contando easter eggs, personajes y música adapatada para la película—, el resultado no es un producto que se sienta abigarrado o denso. Por el contrario, se convierte en una apuesta segura que sabe que el espectador reconocerá por lo menos una de esas referencias y, con ello, recurrirá y encenderá el agridulce y adictivo reflejo de la nostalgia.

Aquellos que descalifican a películas como ésta por “no ser cine” y estar sostenidas, más bien, en poderosos músculos mercadológicos antes que en cualquier pretensión artística, en el fondo señalan una industria del cine que ha dejado de darle peso al hecho mismo del espectador y la pantalla para tener algún valor.

En otras palabras, desde estos ojos, el cine es sólo un espacio publicitario en el que el espectador ya no va a ver una película para ver qué es lo que ésta le propone sino que, simple y llanamente, el espectador va a reconocer algo que ya conoce y que ya le gusta en las pantallas de cine. Sin importar, así, si el producto fílmico es bueno o malo y dándole, en cambio, el poder a la nostalgia, a la mercadotecnia y a todo lo que rodea al cine antes que al cine mismo.

En este sentido, como he escrito antes, los videojuegos son una industria aparte —hoy monetariamente más valiosa que el cine— que descansa en la creciente capacidad de los seres humanos para exponerse a nuevas experiencias. Un objeto de análisis que, en muchos aspectos, trasciende los alcances —comerciales, estéticos, etc.— del cine y que hace reales fenómenos interactivos que —hasta hoy— no existen en la filmografía. Una auténtica extensión de las capacidades físicas del individuo que no sólo lo requieren como espectador sino que también apelan a él como agente.

Antes de los 80s podría parecer imposible imaginar a una madre y sus tres hijos sentándose en su modesta sala a intentar pasar un nivel más de Super Mario Bros. antes de decidirse a, por fin, ir a dormir. Antes de los 80s quizá aquello de reunirse a jugar un juego de mesa virtual entre amigos no era plausible. Antes de los 80s quizá formar enemistades auténticas por culpa de una banana de videojuego o un caparazón volador parecía inimaginable.

Pero estas experiencias hoy son reales, hoy son historias que se cuentan o recuerdos formados con personas que ya no están con nosotros. Estas experiencias hoy son el pretexto para una amistad o para algún tipo de identificación personal o motivos que construyen un capítulo del relato personal de nuestras propias vidas.

El discurso en contra de estas películas —las del fan service, las que están diseñadas para satisfacer a fans— tiene razón en decirnos que, en un mundo trazado y dictado por los movimientos del capitalismo y su adyacente cultura del consumo, las películas cada día se alejan más del arte y se reivindican más como subproductos de franquicias comerciales.

Tiene razón en señalar que cada vez la experiencia estética queda mucho más lejos al espectador que, ahora, se conforma con el hedonismo autocomplaciente de recordar lo que alguna vez le hizo feliz o lo que enciende su sentido de identidad basado en lo que elige comprar.

Tiene razón en decir que el cine es un fenómeno que cada vez más se trata de todo lo que lo rodea y no tanto del simple hecho de sentarse en una cámara oscura a recibir los destellos de luz de una pantalla que se transforman en imágenes, en una historia, en un discurso y, en los mejores de los casos, en arte.

Pero, al mismo tiempo, este punto de vista se equivoca al olvidar que ningún arte es sólo su experiencia estética, que nada está desprovisto ni escapa del contexto del mundo del capital y el consumo. Que quizá esa nostalgia alienante que le sucede al hombre del siglo XXI es uno de los últimos resquicios de una soberanía malentendida, malganada e insípida que, sin embargo, es lo más auténtico que le queda en un mundo de apariencias y productos.

Que el arte nos quede tan lejos es, sin dudas, lamentable. Que el mundo esté dominado por mercadologías, propagandas, auspicios y comerciales de hora y media es, sin dudas, un escenario no deseable. Pero es lo que hay. Es lo que queda.

Y siempre hay que recordar que porque algo no tenga un valor artístico trascendental, no deja de tener algún valor —incluso un valor humano. Recordar que también, a veces, lo único que alguien busca es sentarse a ver una serie o película y no pensar en nada más, es dejarse llevar por colores, chistes y música. Recordar que, para alguien, un producto es un vínculo melancólico con lo que ya no tiene y lo que no volverá —como un ser querido, como la infancia, como alguna prosperidad pasada.

Recordar que para que existan películas buenas tienen que existir películas malas. Recordar que para que exista rebeldía, transgresión y propuesta tiene que existir un status quo. Recordar que para que existan objetos artísticos inaprehensibles para el burdo mercantilismo dominante tienen que existir —para bien o para mal— productos de consumo puro.

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