Publicado en Diario Imagen el 29 de enero de 2020.
Existe una rica discusión en la Filosofía de la Mente y las Neurociencias que se pregunta por el lugar específico en el que reside lo que entendemos por mente. En términos generales, siguiendo a la tradición literaria, científica y filosófica, se suele señalar a nuestro cerebro y nuestra cabeza como el hogar del conjunto de facultades cognitivas que nos hacen quienes somos y que incluirían procesos como la percepción, el pensamiento, la conciencia, la memoria y la imaginación, por poner algunos ejemplos.
Sin embargo, otras posiciones aseguran que la mente no existe y que tal conjunto es sólo una creación conceptual que no se corresponde con los hechos. Con otras posiciones más, por ejemplo, situando a la mente en múltiples lugares de nuestro cuerpo, asegurando que existen cosas similares a inteligencias específicas desarrolladas por nuestros órganos, nuestros tejidos, nuestras extremidades, etcétera. Como si nuestras manos, nuestras piernas, nuestra cabeza y cada una de las partes de nuestro cuerpo tuvieran una inteligencia propia que se revelaría en la complejidad de sus operaciones específicas (que llegan, incluso, a ser inconscientes para lo que solemos entender por nuestra mente).
Para la Fisiología existen conceptos como la memoria muscular. Facultad que se definiría como la eficiencia operativa desarrollada por un músculo (o conjunto de músculos) que se deriva de la repetición constante de algún movimiento o tarea; convirtiéndose, eventualmente, en una operación automática, inconsciente y que requeriría de nula concentración o esfuerzo mental para llevarse a cabo. Así, operaciones como botar un balón de basketball, usar cierto estilo al nadar, jugar a las cartas, usar cierto estilo al golpear, jugar un videojuego, usar cierto estilo al correr o hasta teclear en una computadora, pueden convertirse en tareas inconscientes que construyan una cierta memoria muscular.
Concepto por el que, justamente, me pregunté en mi visita a la Penitenciaría de Santa Martha Acatitla donde tuve la oportunidad de ver a la Compañía de Teatro Penitenciario, compuesta por internos del penal, dar vida a una reinvención del clásico de William Shakespeare, Romeo y Julieta. Transfigurado ahora en Xolomeo y Pitbulieta, una historia de divisiones sociales, discriminaciones y fronteras.
En esta versión cargada de humor, sarcasmo y una inigualable energía vital, Xolomeo (paralelo de Romeo) es un perro xoloitzcuintle, raza canina endémica mexicana, que cruza la frontera con Estados Unidos en busca de una vida mejor, sólo para encontrarse con un inesperado amor: Pitbulieta (paralelo de Julieta), una canina hija de un “irreal” perro presidente (paralelo de Donald Trump) que pretende prohibir la llegada de cualquier perro de otras regiones y razas a su país.
En sí misma la obra resulta lúcida e iluminadora exhibiendo por qué los clásicos son clásicos, puesto que, montándose en la estructura más que hecha del Romeo y Julieta de Shakespeare, demuestra que, lamentablemente, las diferencias sociales y las fronteras autoimpuestas que nos dirigen siguen siendo vigentes; con lo que, al mismo tiempo, no dejan de ser un recordatorio pertinente de que existen fuerzas (como lo es, en el caso de estos dos enamorados, el amor que los vincula) capaces de superar las divisiones artificiales que nos generamos (como los prejuicios, como las clases sociales, como los linajes, etcétera).
Técnicamente, por obvias razones, el mobiliario de la obra resulta limitado pero, no obstante, se convierte en el más cautivador de sus recursos. Echando mano de un salón dentro del penal y con algunas plataformas móviles que fungen como los lugares de los espectadores, la obra logra materialmente jugar con la perspectiva de su audiencia y contar una historia cómica, dinámica y profunda en sus premisas que, lógicamente, se ve elevada por el paralelo que construye con la situación en la que viven sus actores.
En cuanto a las interpretaciones, el lugar común sería decir que son sensacionales y admirables por lo que implican para sus actores que de manera disciplinada ensayan la obra que presentan sólo para después volver a pasar la noche en sus celdas. Sin embargo, acá hay que ser objetivos. Y desde allí, desde la mirada fría de la objetividad, resulta impresionante el modo en que estos individuos logran transformarse en el escenario, mutando por completo su lenguaje corporal y su manejo personal para dar vida a personajes con fuertes toques de absurdismo y comedia que, al mismo tiempo, se sienten profundamente genuinos. De ahí, entonces, que esta obra no sea una obra de personas reclusas que actúan sino una obra de actores que, incidentalmente, resulta que cumplen con una condena dentro de un penal.
Tras la presentación tuve la fortuna de hablar con dos de los actores de esta obra que me explicaron las injusticias que han llevado a muchos de ellos a estar recluidos por delitos que no cometieron, o bien, contarme las oscuras realidades que se viven alrededor de un lugar como este, pero, especialmente, pedirme que transmitiera dos ideas desde su boca hasta mis lectores: primero, “si quieres conocer un país, conoce sus cárceles” (todo lo que sucede acá afuera lo viven ellos adentro en un microcosmos) y, segundo, “las cárceles no son como las pintan la televisión y las películas”(en sus palabras, “hay gente que no tiene reparación” pero hay muchos de ellos que lo único que buscan es regresar a la sociedad de manera satisfactoria, benéfica y positiva).
Mi contacto con la Compañía de Teatro Penitenciario nació de mi contacto con El77 Centro Cultural Autogestivo que ha tenido el gesto de invitarme a algunas de sus funciones en su sede fuera del penal y ahora dentro del mismo. Valgan estas palabras para agradecerles sus atenciones que, en muchos respectos, han dotado de una dimensión social más patente a nuestro proyecto. Seguiremos al pendiente de ellos y le sugerimos a nuestros lectores que se acerquen a sus canales oficiales de comunicación para saber cómo pueden vivir esta experiencia.
La tarea con la que cumplen resulta invaluable y un verdadero esfuerzo por convertir la reinserción social en una realidad más allá de un mero ideal conceptual o discursivo. Tarea que, me parece, puede resumirse en las palabras de uno de los actores de Xolomeo y Pitbulieta: “este proyecto me ha permitido convertir la piedra con la que me tropecé en un escalón para salir adelante”.
Frase que me devuelve a mi tren de pensamiento inicial: la memoria muscular. Mientras veía a este grupo de actores entregarse por completo en el escenario, dejando todo su dolor, su humor, su energía, su fuerza, su alegría y su ser en sus actuaciones me pregunté, inevitablemente, “¿cómo habrá sido su vida antes de llegar aquí?¿habrán colaborado en algo sus memorias musculares al hoy positivo ejercicio artístico que es su actuación?” De inmediato pensé en el arte, en su fuerza tranformadora, en el modo en que se ha convertido en el escape de sus emociones vertidas en un fin edificador y edificante. Entonces, me asombré con lo que se me reveló: que la misma energía, emociones y memoria muscular que un día sirvieron para destruir y dañar hoy, sólo a través del arte, se han convertido en una fuerza para construir y sanar.