Siempre que he escuchado a colegas filósofos teorizar sobre la necesidad de la política de empaparse de un poco más de miras metafísicas –i.e., miras conceptuales que sean conscientes de nociones trascendentales sobre el Bien, los principios últimos de la realidad o, incluso, de teologías naturales− me he preguntado si no se referirán, sin darse cuenta, a su simpatía inconsciente por la monarquía como forma de gobierno.
Por supuesto, enraizar la política −pragmática e inmediata− en lo que tengamos por sabido del ser en cuanto tal, sus propiedades, principios y causas primeras implicaría un proceso de traducción y traslación de términos –abstractos y mediatos− que no siempre encajan con las necesidades prudenciales y casuísticas del fenómeno corriente de la vida política. Desfase del que ya eran conscientes pilares del Pensamiento Occidental como Platón y Aristóteles.
En otras palabras −y la razón por la que creo que hablar de metafísica política es hablar de monarquía−, la única manera de supeditar el orden de lo social al orden de una estructura teológica o metafísica es violentando a la realidad y sus naturales fluctuaciones dentro de un rígido esquema de significados, tradiciones, protocolos y prácticas que han de ser priorizadas aún más allá de los individuos que la sostienen.
Dicho de otro modo, la única manera en la que la metafísica y/o la teología se pueden hacer presentes dentro del ámbito político es a través de una estructura inmaterial de significados sostenidos voluntariamente por un pueblo de modo que estos tengan efectos materiales en la sociedad. Es persuadir u obligar a los individuos a crecer en un sistema de referentes, prácticas y dinámicas que identifiquen a la identidad de un estado con la identidad de una persona, un grupo político o una familia. Tal como lo hacen las monarquías.
Desde lejos –desde México−, donde las monarquías e imperios nunca prosperaron como forma de gobierno, la mitología que sostiene a este modo de estructurar el gobierno de una nación se percibe de manera romantizada, atendiendo, en primer orden, a la elegancia, distinción y fastuosidad que envuelve a reyes, reinas y princesas.
Desde lejos, las historias de princesas a la Disney y las historias de princesas de la vida real se antojan semejantes sino iguales. Pasando por alto los conflictos humanos que se encarnan cuando una persona se convierte en un símbolo de una estructura metafísica que sostiene las creencias y el orden político de una nación. Pasando por alto, el paradójico ímpetu de materializar el más abstracto de los conocimientos filosóficos en una colección de personas de carne y hueso.
De diferentes modos ese conflicto se ha tratado de evidenciar a través de las incontables rendiciones de la historia de Diana Spencer, Lady Di, y su relación con la Corona Británica. A su manera, ese conflicto es el que nos retrata la nueva película del director chileno Pablo Larraín, Spencer.
La cinta estelarizada por Kristen Stewart se estrenó en el Festival de Cine de Venecia con una ovación de pie por parte del público asistente de tres minutos de duración y pronto catalogó a su protagonista como uno de los nombres proyectados para los Premios de la Academia de 2022. El camino siguió con nominaciones a los Globos de Oro y los Critics’ Choice Awards para la actriz; sin embargo, se diluyó eventualmente en una aceptación “favorable en lo general” por parte de la crítica especializada y el público.
La razón es que esta cinta se presenta a sí misma como “una fábula de la vida real”. Una ficcionalización de hechos reales que busca transportarnos alegóricamente a un fin de semana dentro de la vida de Diana, Princesa de Gales, que habría sido determinante para su eventual ruptura con la Corona.
Así, la película nos narra el fin de semana del 24 al 26 de diciembre de 1991 cuando la aún esposa del Príncipe Carlos se enfrenta a uno de los puntos más álgidos de la ansiedad, la paranoia y la frustración de verse obligada a vivir dentro de un esquema familiar-social-político-monárquico-metafísico en el que no encaja. Un orden y un estado de cosas que le impiden afirmar cualquier individualidad.
A cuestas, la mujer de 30 años, carga con la infidelidad en el núcleo de su matrimonio, con la presión de sonreír siempre ante las cámaras de la prensa y aparentar una vida perfecta, con una bulimia nerviosa intensificada por lo que se dice de ella y de su imagen, con una creciente tendencia a autoflagelarse psicológica y físicamente, con un matrimonio plagado de infelicidad.
Un momento clave en la historia de Lady Di en el que habría tomado la decisión definitiva de separarse de la Familia Real. La Navidad de 1991 en la que Diana Spencer habría decidido recobrar su individualidad sin importar lo que su decisión pudiera implicar para todo el sistema metafísico-político instanciado en ella, su esposo y sus hijos.
El diferenciador aquí es la elección del director Pablo Larraín y del escritor Steven Knight de contar esta historia en un tono metafórico, mediado por toques de alucinación estresada, de frustrante contemplación reiterativa, de paranoica sensación de encierro. La decisión de equiparar a Ana Bolena y Diana Spencer como “mártires” de la monarquía; como daños colaterales de una estructura de significado que debe ser sostenida a toda costa.
La Reina Elizabeth II lo dirá en este film a Diana: “somos moneda de cambio (we are currency)”. El ficticio Alistair Gregory lo reiterará: “los soldados del Ejército Británico juramos proteger los intereses de la Corona”.
Los intereses de la Corona, no de los individuos. Los intereses de quienes encarnan a la Familia Real sólo en la medida en la que estos representan a la Corona. Los intereses de la Corona, del sistema de gobierno, de la tradición que da identidad al Reino Unido. La Corona está primero, sus actores, representantes y portadores están después. La Corona se hereda, pasa de un sujeto a otro. La Corona permanece, los individuos que la portan van y vienen. Los entes metafísicos, en su núcleo, son inmutables, es a los entes materiales a los que les queda la desgracia de cambiar, degradarse y perecer. La desgracia de ser prescindibles.
A los ojos de muchos ánimos políticos contemporáneos, la sola existencia de monarquías en el siglo XXI es un despropósito, incluso, un absurdo. “¿Cómo pueden existir aún en nuestros días familias que representan poderes divinos, que heredan y ostentan el privilegio de ser sinónimos de la identidad de una nación?”; “¿Cómo pueden existir aún en nuestros días quienes se vanaglorian de ser súbditos de una monarquía?”; se preguntan.
Reflexionando sobre las democracias modernas, yo devuelvo la pregunta: ¿En verdad nos hemos desembarazado de sistemas de significados que sostienen lo que entendemos por política?¿En verdad acabamos con las mitologías que nos dicen qué es ser libre, feliz, productivo, miembro de la sociedad?¿En verdad han desaparecido esos discursos mesiánicos que nos prometen que todos los problemas de millones de personas pueden ser solucionados por un simple individuo?
Nos despojamos de motes y distingos como “reyes”, “coronas” y “familias reales” pero ¿nos deshicimos de la necedad humana de forzar estructuras metafísicas sobre la variabilidad móvil de lo real?
Mientras los individuos sigamos siendo una utilidad prescindible para los grandes armatostes conceptuales que sostenemos como “la sociedad” y «la política» no estaremos lejos de la paranoia, el estrés, la ansiedad y el sentimiento claustrofóbico de Diana Spencer. Seguiremos siendo moneda de cambio.
Quizá exista algún modo de organización social y política que parta de las interacciones fácticas entre individuos en lugar de partir de una abstracción que luego se impone a lo real. Quizá un sistema de gobierno que vaya de la realidad individual hacia la realidad colectiva sea realizable. Quizá la metafísica no está tan lejos de la política como siempre hemos creído y, precisamente, ese es el problema.