Después de los reconocimientos y la gran aceptación ganada por Knives Out o Entre navajas y secretos como la primer presentación del suspicaz, ingenioso y audaz detective Benoit Blanc (Daniel Craig); la noticia de que la cinta escrita y dirigida por Rian Johnson se convertiría en una franquicia compuesta por, al menos, una trilogía de películas generó una viva expectativa por las futuras aventuras de “el mejor detective del mundo”.
Y es que, como escribí hace un par de años, aquella película recogía la importante tradición del whodunnit anglosajón —término derivado de la pregunta Who’s done it? (¿Quién es el culpable?), característica de éste género narrativo de misterio, investigación y solución de un crimen— con referencias a Sherlock Holmes, Columbo, la señora Fletcher de La Reportera del crimen y como una traducción cinematográfica del juego de mesa Clue que absorbía al espectador en un vivo juego lógico-psicológico por resolver el asesinato del multimillonario Harlan Thrombey.
Al centro del enigma se encontraban Blanc y sus particulares tácticas para resolver un misterio que, en sus palabras, “es como una dona”. Un crimen cuyo alrededor es claro y definible pero cuyo centro parece vacío y exige una pieza específica, única y muy precisa que revelará al responsable del asesinato del señor Thrombey.
A unos años de distancia, la secuela de esta franquicia nos presenta Glass Onion: un misterio de Knives Out, una nueva historia de crímenes por resolver con Blanc como el principal aliado de la audiencia para desenmarañar la empañada dinámica de un grupo de multimillonarios que han sostenido una larga amistad desde mucho antes de que sus vidas se encontraran en la cúspide de la disciplina que cada uno ejerce.
La película iniciará con una caja de acertijos que funcionará como una exclusiva invitación a pasar un fin de semana en la isla privada del multimillonario de ficción Miles Bron (Edward Norton). El gesto revelará a cada uno de los participantes que el centro de esta reunión será un misterio a resolver: el asesinato del propio Bron.
Iniciado como una excéntrica manera de pasar un fin de semana, el juego pronto cobrará consistencia real y verá al exótico grupo envuelto en una serie de asesinatos que, casualmente, tendrán a Benoit Blanc a la mano para resolverse.
Siguiendo con el dinamismo de su antecesora, Glass Onion usará a la cámara como una de las aliadas para construir un misterio ágil, entretenido y construido en capas. Un ejercicio que, con toda la intención, lo mismo dará pautas sobre los crímenes reales que se suscitan en la fiesta de Bron, que dará falsas pistas y un par de distracciones para confundir a los más avispados espectadores.
El resultado, como anticipa una vez más el propio Blanc, será un crimen en forma de cebolla. En específico, en la forma de una cebolla de cristal —una glass onion— cuyo núcleo será visible desde el primer momento de la trama pero que encontrará sentido no tanto en su resolución como en su recorrido.
En comparación con su antecesora, Glass Onion se siente como un misterio mucho menos sólido y mucho menos condensado; con todo, la capacidad de expandir el dinamismo propio de la franquicia Knives Out nos dejará una experiencia entretenida, cumplidora y que, en esta ocasión, se cargará mucho más patentemente a su vena cómica y, más interesante, a su observación sobre el mundo contemporáneo.
Como producto de la pandemia de 2020, el guion de Glass Onion tiene claras influencias de los sentires que por el marzo de aquel año experimentamos los seres humanos. Hay un dejo de esa frustración y aburrimiento que componían los días de un mundo de personas encerradas en casa, hay algo de esa premura por volver a la actividad y a la cotidianidad como la conocíamos y hay mucho de una reflexión sobre las personas que ya entonces se erigían como los más privilegiados y los mejor establecidos en un mundo que se revelaba profundamente decadente.
El blanco son personajes como Elon Musk, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg y Donald Trump, entre otros, que claramente figuran a los protagonistas de esta historia. Personajes que, al igual que el grupo de amigos que rodea a Miles Bron y al igual que el propio Bron, se ven a sí mismos como “los valientes que se atreven a decir las cosas como son” pero que sólo externan prejuicios, racismos, discriminaciones y regodeos en el propio privilegio.
Un grupo de interesados egoístas que se reúnen alrededor de quien más dinero tiene no por una genuina simpatía sino por la mera desesperación de tener el músculo de un masivo capital de su lado. Un grupo de falsos amigos que rodearán como zopilotes a un más egótico, convenenciero y decadente núcleo: Miles Bron y sus millones de dólares; Miles Bron y sus miles de problemas; Miles Bron y sus cientos de defectos; Miles Bron y sus decenas de fechorías.
Como la cebolla construida en capas que es este misterio y como la cebolla metafórica que es la alta sociedad estadounidense según Rian Johnson, Glass Onion enfrentará al brillante Benoit Blanc con un misterio inconmensurable para sus habilidades detectivescas y para sus instintos lógicos-psicológicos. Un misterio encarnado en una serie de millonarios satirizados con el mínimo esfuerzo de la parodización de hechos reales. Un misterio tan disímil, tan presente y tan increíble que resulta absurdo: el misterio de la idiotez de quienes dominan al mundo.
Por lo general —talvez como un tipo de consolación o como una especie de negación—, solemos asumir que quienes se han ganado un alto poder económico, político o social lo han conseguido con base en esfuerzos extraordinarios o con base en una genialidad insuperable. Creamos alrededor de influencers, directores, escritores, pensadores, celebridades, políticos y empresarios un culto a su personalidad como si en ellos se instanciara un manual del éxito o un —malentendido— manual para la felicidad.
Lo que aventura entonces Johnson —como quizá ha aventurado cualquiera que haya puesto ojo crítico en estas figuras—es un cuestionamiento con cara de toma de conciencia: Miles Bron «no es más que un idiota» egoísta, un perverso «sin imaginación» que ha logrado ponerse en lo alto de su grupo de amigos y en lo alto de la sociedad estadounidense con el mero acto del descaro.
Aventura pues Johnson —siguiendo las analogías que teje con el mundo real— la pregunta por el misterio de la idiotez que domina al mundo. La idiotez misteriosa que se encumbra en genialidad artificiosa para construir una excéntrica cebolla de cristal, una excéntrica esfera de nada que oculta, simple y llanamente, las profundas carencias patéticas de quienes deciden el futuro de la humanidad.
¿Cómo es que en un mundo cada vez más complejo, que requiere más sutilezas, matices y conocimiento interdisciplinario, nos topamos con mayor recurrencia a líderes culturales carentes de cualquier sentido profundo? ¿Cómo es que componemos capa a capa una realidad sostenida por celebridades fugaces y estruendosas que arrebatan el timón de la cultura para predicar practicidad malsana, obscena opulencia y solipsismo autoindulgente?
Personalmente —en lo que me queda de optimista— suelo defender que no existe como tal la idiotez; que la idiotez es, en todo caso, un horizonte retador de la diversidad que nos pide acercarnos a aquél que por biología, contexto u oportunidad no ha sido capaz de desarrollar habilidades cognitivas reconocidas y valoradas socialmente. Suelo, esperanzadamente, creer que la idiotez es aparente, que es una invitación a descubrir la genialidad o la empatía allí donde parecen absolutamente improbables.
Sin embargo, en este caso puntual y en este asunto en específico, abrazo junto a Johnson el cuestionamiento a aquellos que teniéndolo todo —todas las oportunidades biológicas, contextuales y económicas— eligen estar vacíos. Eligen conformarse con lo que creen saber y regodearse en las pobres victorias que les regala el ególatra reflejo de la opulencia, la presunción y la pseudobrillantez. Eligen rodearse de máquinas y personas que funcionan como eco de sus diatribas mentales pero se alejan con miedo de cualquier reto honesto, cualquier cuestionamiento serio o cualquier confrontación bienintencionada.
Yo todavía no me atrevo a llamarles idiotas —no me gusta el concepto: hay que vencerlo, hay que deconstruirlo—; pero, luego, comprendiendo a personajes como Miles Bron, concuerdo con Benoit Blanc y Rian Johnson en el espíritu contestatario del cuestionamiento: parece que no hay otra forma de llamarlos.