Mis padres a mi edad

Hace algunos días cumplí 30 años de edad y, como asumo que es natural, una reflexión sobre lo que he logrado y lo que he hecho con mi vida en tres décadas de existencia inundó poco a poco mis días. La reflexión, por supuesto, pasa por una casi inevitable comparación con otras personas de mi edad, con mi gente cercana en estos años y, quizá la más determinante, una comparación con mis padres a mi edad.

Las comparaciones y razonamientos hacia el pasado tienen la desventaja de rodearse, fuera de un riguroso recuento histórico e historiográfico, por una tentadora idealización y sobresimplificación de los hechos. Con facilidad creemos que antes todo era más fácil o todo era mejor pero pocas son las pruebas materiales de las que podemos echar mano para sostener una idea así.

Con ese contexto en mente, suelo encontrar en gente de mi época una comparación natural con la generación de nuestros padres y, en específico, con lo solucionado que parecía que tenían todo en su joven adultez: una casa, un trabajo estable, un matrimonio, hijos, etcétera. Comparación que suele contrastar dolorosamente con una generación, por lo general, incapaz de hacerse de una vivienda propia, con trabajos irregulares, epocales o que no les garantizan algunas prestaciones, seguros y demás y, en una interesante mayoría de casos, una soltería inquietante (aunque a veces razonablemente elegida) y poco interés o sustentos materiales para aventurarse a tener una familia en el futuro inmediato (tanto en un mero matrimonio como en la composición de una familia con hijos).

Y entonces llega una historia como Minari del director estadounidense de ascendencia coreana Lee Isaac Chung. Una historia de inmigración situada en los Estados Unidos de los años 80s que explora con un espíritu semi-autobiográfico las dificultades de una joven pareja de origen coreano para establecerse en un país ajeno, sostener un matrimonio, proveer de un futuro a sus hijos y lanzarse a la búsqueda de sus sueños.

La película se estrenó como parte del Festival de Cine de Sundance durante 2020 ganando el Gran Premio del Jurado a Dramas Estadounidenses y el Premio de la Audiencia a Dramas Estadounidenses. Seguiría su camino por festivales en Europa y su país de producción, EE.UU., y finalmente se convertiría en una de las películas con mayor presencia en premiaciones como los BAFTA, los Golden Globes y los Premios Óscar (con seis nominaciones, incluidas Mejor Guion Original, Mejor Director y Mejor Película).

Un film de estética cinematográfica sensata, adecuada, precisa pero no especialmente propositiva; rica en narrativa, contenido y estudio de una historia común para millones de personas alrededor del mundo y, de manera puntual, para millones de asiáticoestadounidenses. Un film familiar, compuesto por la suma absoluta de los caracteres de sus personajes y consecuente con sus orígenes culturales, cierta herencia del tono melodramático coreano y un par de personajes clave: el joven David Yi (interpretado por Alan Kim) y la multifacética abuela Soon-ja (que le valiera el Premio de la Academia a Mejor Actriz de Reparto a la experimentada actriz Youn Youh-jung).

Ambos, personajes clave por la enternecedora pero no modélica construcción de la relación abuela-nieto, por el símbolo de la contraposición entre pasado surcoreano y futuro surcoreano-estadounidense que representan y por la contrastante interacción de dos coloridas interpretaciones; una nacida de un niño de ocho años y otra de una actriz con más de cinco décadas de carrera que materialmente se transforma en una frágil anciana partiendo de una abuela no-convencional, atípica, vivaz y genuina.

De este modo, entonces, Minari sigue el deseo de un padre de familia por establecer una granja productora de vegetales que, en sus ojos, es la oportunidad que cambiaría una vida al día, fatigada y encerrada en un trabajo sin futuro. Sigue, a la par, las dificultades que esta decisión generará para toda su familia, las crisis internas que provocará, las adaptaciones y nuevas responsabilidades que traerá y, como un destello de inocencia pura, a un pequeño niño navegando un mundo entre sus raíces coreanas, profundamente desconocidas y presentes, y su crecimiento en otro idioma, otros conceptos, otro continente distinto al de sus padres, su hermana y su abuela.

Y, entre tanto, desde la realidad biográfica que encarna esta película, surgirá una verdad para todo aquel que, como yo, se ha preguntado por la manera en la que nuestros padres parecían tener todo en orden a nuestra edad: la ingenuidad.

La ingenuidad que acompaña a una imagen falsa. La imagen falsa del “todo está bien”. Falsa porque nunca está todo bien. Falsa porque nuestros padres también lidiaron con crisis, con problemas para salir adelante y darnos un futuro; el presente que hoy tenemos (con sus pros y sus contras). Ingenuidad porque como toda falacia estirada hacia el pasado, la narrativa que inventa que “antes todo era mejor”, “antes todo era más fácil” sólo enmascara un hecho contundente y doloroso: la vida nunca ha sido fácil para nadie.

Seguro, unos tienen unas ventajas y otros tienen otras, unos tienen unas oportunidades y otros tienen otras. Unos viven injusticias y, quizá, unos no las viven todas. Pero nadie tiene todo en orden, nadie tiene todo bajo control. Nadie realmente sabe lo que está haciendo. Todos somos proceso y todos estamos intentando ser lo que nuestro ser más íntimo nos pide.

Eso sí, unos lo hacen bajo la crisis económica de los 80s, otros bajo la de los 90s, otro bajo las de los 2000s y unos más lo hacemos bajo la de la pandemia. Unos con un mundo por contaminar y gastarse, otros viendo, quizá, los últimos litros de agua para la humanidad.

El punto es que la falacia mentirosa aquí es esa narrativa que nos vende un éxito que no pasa por la adaptación, el trabajo y las dificultades. Es esa narrativa que nos dice que la vida es sólo plena cuando llenamos una serie de condiciones en una lista. Esa narrativa que invisibiliza la lucha diaria, constante y comprometida sobre la que se sostiene una vida sostenible en el sistema social que nos hemos creado.

Porque aún, mis padres a mi edad, teniendo los hijos que yo no tengo, teniendo el matrimonio que yo no tengo, teniendo el mundo menos agonizante que yo no tengo, un día también tuvieron que sentir la frustración por los sueños perseguidos que no se materializaron. Porque un día ellos lloraron sentados al pie de las escaleras porque no tenían lo suficiente para unos zapatos o para esa comida prometida. Porque nunca nadie, al menos en el círculo que compone mi historia personal y familiar, lo ha tenido todo. Ni siquiera yo que, en comparación, lo he tenido todo gracias a ellos.

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