Mística se dice de muchas maneras

Demostrar la existencia de Dios es tan imposible como demostrar su no existencia. Demostrar la existencia de arrebatos, éxtasis o estados alterados de la consciencia que permiten a ciertos individuos tener un contacto directo con entes religiosos o divinos y dimensiones espirituales o extracorpóreas es tan imposible como demostrar su no existencia.

En dicha aporía prosperan las búsquedas humanas por aquello que está más allá de lo meramente humano. En dicha aporía prospera una larga tradición filosófica que teoriza sobre las experiencias místicas —religiosas y seculares por igual. En dicha aporía prospera la leyenda de la monja homosexual y mística católica, Benedetta Carlini, cuya historia es narrada por la aclamadísima Benedetta del cineasta holandés Paul Verhoeven.

Como una de las candidatas favoritas a la Palma de Oro en el pasado Festival de Cine de Cannes 2021, la película del veterano cineasta europeo ha sido prohibida en varios territorios del mundo por la franqueza con la que lleva a la pantalla una enigmática mezcla entre misticismo, placer sexual femenino, secretismo homosexual, hechos históricos, hipocresía clerical y “espiritualidad herética”.

Su trama, como la historia de la Benedetta que existió en la vida real, se sitúa en el siglo XVII en el pueblo de Pescia, Italia; en plena Contrarreforma —época de densas tensiones entre la Reforma Protestante de Martín Lutero y la violenta respuesta defensiva de la Iglesia Católica ante un atentado a su orden establecido— y al interior de las puertas del Convento de la Madre de Dios en aquella localidad.

Sigue a Benedetta Carlini, una niña de clase media a quienes sus padres logran comprar una plaza como “novia de Jesús”. Una joven que, desde temprana edad, expresa una conexión particular con quien se convertirá en su “esposo” —Jesucristo— y, eventualmente, una monja que vivirá un romance secreto con una novicia, la hermana Bartolomea.

Una historia del complejo entramado entre fervor sexual y explosión mística. Una película que, con ojo neutral y con destacada minucia, reconstruirá la vida de una monja de los 1600 para retratar con crudeza, franqueza y fidelidad el tortuoso rigor de una Iglesia Católica amenazada por nuevas formulaciones espirituales. Más aún, para retratar la doble moral, la hipocresía y la perpetuación viciosa de poderes y autoridades como engranaje burocrático de una maquinaria institucional que no parece haber cambiado significativamente desde entonces.

Un retrato de una verdad impactante: que los primeros escépticos de la mística católica son las propias autoridades del catolicismo. Un retrato de una verdad ya hasta reiterativa: que primero se protege a toda la estructura que sostiene a la institución y que mucho después se considera a los individuos. Un retrato de una verdad hipócrita: que los vicios del placer sexual masculino —heterosexuales, homosexuales y hasta perversos— siempre pueden ser obviados —echados debajo de la alfombra—pero que las formas del placer sexual femenino —aún en sus ocurrencias legítimas— son imperdonables.

En la Historia de la Filosofía, la integración de las experiencias místicas a las investigaciones y reflexiones sobre la naturaleza, los primeros principios y el hombre apareció siglos antes de cristianismos, protestantismos, budismos, formulaciones islámicas, etcétera. Los contactos con la divinidad, estados trascendentales de la conciencia y los vistazos a lo que está más allá de lo meramente humano fueron provocados, en épocas “paganas”, por bailes, por rituales, por sustancias, por introspecciones potentes, por fenómenos naturales. Las formas que adoptaron estas experiencias de otro orden existieron muchísimo antes que los códigos, cánones o dogmas que hoy las consideran como ilegítimas.

¿Implica eso que cualquier afirmación de experiencia mística debe entenderse como tal? Probablemente no. ¿Implica eso que no hay explicaciones materiales para eventos que se consideran supranormales? Para nada; las enfermedades mentales y los pacientes psiquiátricos pueden llegar a compartir características con lo que entendemos por experiencias místicas.

“Si alguien afirma tener una experiencia mística yo no soy quién para decir que su experiencia es falsa”, decía alguno de mis profesores de filosofía cuando estudiábamos estos temas. Que puede haber, con miradas más frías, explicaciones para casos como el de Benedetta es indudable: quizá los estragos de una homosexualidad reprimida se expresaron en neurosis y alucinaciones; quizá padeció de algún tipo de enfermedad mental o psiquiátrica; quizá todo era la válvula de escape para una monja queriendo enfrentarse a un contexto opresor que, casi por defecto, anulaba las opiniones, deseos y emociones de las mujeres. Quizá todo sean relatos malcomprendidos y “cuentos de gente ociosa”.

Lo que sí tengo claro es que los caminos a la mística —al contacto directo con dimensiones espirituales y entes más allá de lo humano— se han encontrado de las formas más diversas a lo largo de la Historia de la Humanidad: con ascetismos, con meditación, con sacrificios redentores, con entusiasmos religiosos, como arrebatos espirituales, como experiencias estéticas, poéticas, desde la reflexión materialista (Nietzsche), desde la reflexión sobre la Voluntad (Schopenhauer), desde la búsqueda feminista (Virginia Woolf), desde la literatura pura y las artes, desde la vida en conventos y monasterios, desde la vida como educador, desde el uso de sustancias diversas (culturas indígenas y antiguas), desde la contemplación de la naturaleza, desde el ferviente fulgor de la sexualidad, desde un interminable etcétera.

Parece que algo más allá de nosotros mismos encuentra maneras constantes y variadas de llamarnos ¿o será que nosotros nos elevamos hacia ello?

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