Mitomanía identitaria

Se dice que cuando nos acercamos a la muerte lo último que vemos es una “película” con los eventos que han compuesto nuestra vida, que, como en los sueños, accedemos brevemente a esa mirada suspendida, objetiva y omnisciente de la experiencia que, sin embargo, en vida transcurrimos sólo desde nuestro punto de vista. Se dice que es ahí donde nuestra memoria reivindica su labor contenciosa, donde se expresa, en toda su fuerza, el hecho de que lo que entendemos por nuestra identidad no es otra cosa que la narrativa que construimos para nosotros mismos sobre nosotros mismos a través de nuestros recuerdos.

Empero, confiarle esa congruencia constitutiva a nuestra memoria resulta más que falible porque, al final, nuestra memoria comete errores, reinventa información, esconde sentimientos, reinterpreta dolores y acalla gritos internos.

Entonces, la pregunta por nuestra identidad vuelve a esa narrativa que nos contamos, a esa ficción que nos contamos como la “historia de nuestra vida”. A esa que nos hace dar cuenta y testimonio de quiénes somos según nuestro parecer y según el mejor recuento —o el más conveniente— que podemos hacer sobre los eventos que han compuesto nuestra vida.

En el lenguaje de la Filosofía Antigua, en específico de la aristotélica, lo anterior equivale a decir que en cualquier cambio —mutación o movimiento— que experimente un objeto cualquiera —incluido un sujeto— se transforman aspectos materiales o formales de dicho objeto a los que subyace una base sustancial. Es decir, que lo que permite trazar una continuidad ontológica y lógica entre el objeto en estado A y el objeto en estado B es que, a pesar de los cambios, en ambos se mantiene una esencia radical perenne.

No obstante, en siglos recientes, esta noción elemental de la conceptuación filosófica y científica se ha visto contestada por la conciencia que el conocimiento ha ganado sobre la composición elemental de las estructuras materiales del Universo. En particular, contestada por la abundancia de principios indeterminados e indeterminables que parecen ser la base de la microfísica que nos subyace.

Así, el concepto se ha colado en el arte en siglos recientes bajo formas intrigadas por la identidad en una realidad física que parece estar gobernada por la indeterminación y la variabilidad. Así, han surgido expresiones surrealistas, realismos mágicos, impresionismos, subjetivismos, perspectivismos, relativismos y otros accesos a la realidad que han privilegiado las visiones personales —discretas, concretas, momentáneas, instantáneas e irrecuperables— como testimonios indisolubles de la realidad: en un mundo donde la incertidumbre es el principio, mi experiencia subjetiva es el único criterio que percibo como constante, continuo y cierto.

Desde ahí, pues, no resulta difícil entender cómo la Filosofía, por ejemplo, pasó a reflexionar sobre la consistencia del yo o sobre la identidad personal en términos de experiencias aisladas, fundamentalmente inconexas y ontológicamente inciertas que se conectan sólo a través de la ilusión de la conciencia. Ilusión que, desde ciertas posturas, se reduce a una especie de mitomanía identitaria.

Dicho de otro modo, en la incertidumbre radical que nos constituye, el valor objetivo del significado, del yo y de la identidad personal no son más que el resultado de un constructo de narraciones que abrazamos como propias para darle sentido a una serie de experiencias dispersas que tienen como único común denominador a nuestra subjetividad.

En consecuencias, el yo abandona cualquier categoría de objetividad pura para convertirse, por el contrario, en el garante experiencial y fenomenológico de sí mismo. Garantía que sólo consigue a través de la “falsa crónica de unas cuantas verdades”.

En lo que se ha calificado como una cinta “pretenciosa, ególatra, autoindulgente y valiente”, la nueva película del cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu, Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, abraza este principio fundamental de indeterminación y esta perspectiva subjetivista del yo para exponer los eventos elementales que construyen su personal mitomanía identitaria.

El vehículo para esto será su alter ego, Silverio Gama, un exitoso periodista mexicano que tras ganar reconocimiento a nivel mundial y asentarse en los Estados Unidos, se ve obligado a volver a su país de origen para enfrentar, con ello, la realidad de un lugar al que ya no pertenece del todo pero del que se desprenden varias notas generales de quien ha llegado a ser.

Así, Iñárritu entremezclará realidad y ficción onírica para hablar de los temas que ocupan su mente y de las realidades que orbitan su cosmos emocional. Saldrán a flote los mitos que lo constituyen: el mito de la mexicanidad, el mito de la inmigración, el mito de la relación México-Estados Unidos, el mito del éxito, el mito de la farándula mexicana, el mito del artista, el mito de la paternidad y unas cuantas heridas personales más.

El despliegue técnico —como es de esperarse en el galardonado director— es intachable. El uso de la luz natural, la estética particular de diversas paletas de colores, la composición de cuadros cautivadores, el ingenio y el carisma cómico — de comedia negra y, por momentos, de notable oscuridad— para explorar ciertas verdades incómodas, la propositiva descripción de sentimientos y pensamientos con imágenes memorables —y poderosamente significativas para quienes participamos de la mitomanía mexicana— y hasta el intransigente vaivén entre atmósferas narrativas, visuales y temáticas distintas y, por momentos, disonantes que se concatenan con el fin de componer la identidad de Silverio.

Un trabajo fascinante por sus amplio rango, retador por su exacerbado sentido de la problematización y que, en sus mejores momentos, alcanza una dulzura y emotividad universales. Universales por subjetivas; por el modo en que conectan con las experiencias personales de otros seres humanos que han pasado por lo mismo pero que pueden resultar bastante menos conmovedoras para quienes no se relacionen con ellas de la misma manera.

Un despliegue personal —y por personal, acompañado del ego que lo produce— de las experiencias que constituyen a un director laureado, flotante entre su mexicanidad y su americanización, autoexigente, crítico de su crítica, padre conflictuado, hijo en luto o ante el desvanecimiento de sus padres y humano enfrentado a las inexplicables tragedias de la vida.

Un ejercicio cinematográfico que apunta, a su manera, a la reflexión persistente sobre lo que le da sustento a nuestro acto de ser. Lo que compone nuestro yo, lo que compone una identidad personal. Un ejercicio cinematográfico que apunta, en consonancia con pensadores y literatos de su época —Iñárritu cita a Borges, Cortazar y Paz, por ejemplo—, al papel elemental que tiene en esa construcción la adopción —como personas, como familias, como gremios, como países— de una colección de falsas crónicas, de historias, mitos, verdades a medias y francas invenciones para dar luz a las cuantas verdades que aceptamos como reales.

Una reflexión personal que advierte que para ser un yo hay que comprometerse con una serie de ficciones adoptadas como reales. Una reflexión artística que se contrapone a la búsqueda de una certidumbre subyacente e inamovible; una reflexión artística que proclama la libertad que conlleva el abrazarse a los mitos que nos atrevemos a adoptar como forjadores de nuestra cosmología. Una reflexión cinematográfica que nos recuerda que, al menos desde los ojos de nuestras subjetividades privadas, cambiantes y creativas, todo acto de ser un yo está fundado en una mitomanía identitaria.

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