Para algunos estudiosos de los fenómenos culturales que nos han traído hasta una sociedad que se diagnostica cada vez más insensibilizada y violenta, el germen de los graves problemas del Mundo Contemporáneo son las Grandes Guerras Mundiales y, más aún, sus recurrentes réplicas en conflictos de toda índole —civiles, internacionales, intestinos, religiosos— alrededor del mundo; patrocinados —o no— por “potencias mundiales” y siempre trayendo consigo una estela de violencia, daños colaterales y más de un efecto secundario en la vida de civiles o personas no directamente involucradas en el asunto.
De estas consecuencias, la atención mediática y asistencialista corren hacia las más apremiantes y visibles, creando la impresión de que la guerra termina donde terminan las polvaredas, los restos humanos y los sollozos. Sin embargo, parece que a la guerra le acompañan efectos invisibles —o, por lo menos, no inmediatamente visibles—: los efectos de una cultura de la violencia, la venganza y las armas.
Congruente con su estilo equilibrado y atento a las honduras de una mente cargada de dolor y violencia, Paul Schrader (Taxi Driver, Toro Salvaje) se adentra —de nuevo— en una problematización sobre la responsabilidad moral del hombre en su nueva película como escritor y director, El Contador de Cartas.
Con la producción de su asiduo colaborador, Martin Scorsese, la nueva película del multipremiado guionista recoge, precisamente, una mirada sobre la estela invisible de violencia que dejan las guerras y sus atroces dinámicas internas adentrándose en la vida de un veterano y exprisionero militar que intenta escapar de sus remordimientos sobre el pasado dedicándose a los juegos de azar.
Así, con una actuación sobria pero contundente que expresa hasta en gestos faciales el arrepentimiento de un extorturador de guerra, Oscar Isaac protagoniza la historia de William Tell, un exmilitar que durante su tiempo en prisión aprendió a contar cartas para ganar —con trampa— en cualquier juego de naipes. Tell dedica su vida a viajar alrededor de los Estados Unidos en búsqueda de casinos donde pueda aplicar su estrategia de vida: apuesta poco, gana lo suficiente.
El giro dramático que dará inicio a la trama de la cinta de Schrader será que, en uno de estos casinos, se topará con un trío de personajes: primero, el hijo de un antiguo compañero suyo de guerra que ahora busca venganza, Cirk; segundo, una agente de apostadores que le ofrecerá dedicarse a ganar en torneos de póker en nombre de un inversionista anónimo, LaLinda; tercero, un viejo conocido encargado de adiestrar —de manera extraoficial— a soldados estadounidenses en “técnicas optimizadas de interrogación”, Mayor John Gordo (Willem Dafoe).
La coincidencia llevará a Cirk a pedirle ayuda a Tell para planear un ataque sobre el responsable de la muerte de su padre, a lo que William responderá con dos gestos simbólicos: uno, diciendo: “¿de dónde sacaste ese plan? ¿De Call Of Duty —i.e., uno de los videojuegos de guerra más populares de nuestros días—?; dos, diciendo: “no sabes lo que es estar ahí, el ruido, los gritos, el olor […] nada puede justificar las cosas que hicimos”.
El primero de estos guiños a la cultura estadounidense —y bélica en general alrededor del mundo— expresa la abstracción idealizada que, con facilidad, muchos jóvenes —lastimados por su entorno— hacen de los horrores de la guerra y la violencia. Esas abstracciones que, llevadas a extremos, se traducen en las eventualidades inconmensurables que llenan noticieros y periódicos —esas que tienen tan fresco y caliente el debate por la posesión y acceso a las armas en los Estados Unidos.
El segundo —el que pone toda la severidad actoral de Oscar Isaac en pantalla—, establece la preocupación temática que Schrader explora con esta película y que, constantemente, ha explorado en su galardonada obra: ¿cómo se vuelve de los niveles más oscuros del inframundo moral?¿cómo se dejan atrás los horrores de un abismo abierto por las propias acciones atroces?¿qué queda para un humano deformado por la violencia delirante?
Con una actitud que no juzgará las decisiones de su protagonista sino que, antes bien, las mostrará con la mejor de sus objetividades —tal como acostumbra el reconocido escritor—, Schrader convertirá la introspección y el nuevo drama de Tell en una elección entre dejar atrás el pasado o volver a él rabiosamente.
Si los problemas del Mundo Contemporáneo son una herencia de las Grandes Guerras Mundiales o no quizá no es completamente definible; lo que es claro es que la cultura de guerra y de violencia que han acarreado ciertamente no los beneficia.
Cada vez a través de más canales y con mayor facilidad se nos hacen presentes las historias de violencia. Cada vez alimentamos más las abstracciones no-empáticas de grupos sociales que definimos como ajenos a nosotros —“los otros”— en favor de un impulso vano de reafirmación y autoafirmación. Cada vez más la violencia parece hacerse presente en nuestras vidas —a veces en guerras, a veces en crimen, a veces en la sutil forma de la indiferencia.
La facultad de violencia de todo ser vivo resulta inextirpable para sus arraigos materiales; “es sinónimo de supervivencia”, argumentan algunos, pero es la facultad de violencia del hombre la que se vuelve paradójica, porque él es el único animal que se impone un código moral ante ella. El único que superando sus meras determinaciones materiales elige constantemente volver a ellas, más allá de la capacidad de justificarlas. El único, en teoría, que podría contravenir sus impulsos más bestiales en favor de la construcción de su humanidad —empática, trascendental, comunal. El único que es capaz de cruzar una línea tenebrosa: hacer el mal a sabiendas y dedicar una vida entera a arrepentirse de ello.