Algo tan simple como un platillo de comida es un llamado a preguntarnos por la creatividad y los complejos caminos que nos permiten vivir determinadas experiencias estéticas. Siempre me ha parecido un gesto especialmente generoso el dedicarle horas o incluso días a la preparación de composiciones alimenticias que, después, sin reparos, durarán poco más de 20 a 40 minutos en la mesa. Obras estéticas –creadas a través de emociones, discursos, augurios y labores− que cobran sentido en su casi inmediata destrucción.
Luego reflexioné si no será que, básicamente, todo tipo de arte y artefacto está condenado a la misma historia de creación y consumo. Pasa con los textos que tardan años y hasta siglos en descifrarse y verterse en libros para que el juicio de quien los recibe los haga trizas con la propia crítica y desde el propio criterio. Pasa con las películas que tardan meses en hacerse realidad desde la nada para que diez minutos de visionado sean suficientes para descartarlas como intrascendentes, sobrevaloradas o simplemente malas. Pasa con la música que, muchas veces, se crea durante larguísimas sesiones de franco, arduo y dedicado proceso –emocional, personal, colaborativo, instrumental, auditivo, etcétera− que se convierte, en el peor de los casos, en sencillos, álbumes y carreras musicales prescindibles para la cultura popular y fácilmente demeritadas y olvidadas.
La creación, en todas sus expresiones humanas, nunca es completamente accesible para quien recibe sus resultados, abriendo la puerta a dos caminos: olvidar o entronizar. Dejando, a la par, en una suerte de misterioso olvido a los significados, sensaciones, interpretaciones, experiencias y motivos genuinos que llevan a un creador, un artista, a hacer ‘este’ producto artístico y no otro. Nunca, en el olvido o la entronización, se conoce realmente a la obra del artista sino sólo lo que somos capaces de percibir de ella.
Por lo menos así parece mostrarlo el reciente estreno de Disney Plus, The Beatles: Get Back. Dirigido por el galardonado y aclamado Peter Jackson y minuciosamente conformado por más de 150 horas de material documental compactado, editado y presentado por el cineasta neozelandés en la forma de tres episodios de un documento histórico para la música pop y rock de 468 minutos de duración (casi 8 horas de metraje total).
Un ambicioso y meticuloso documento que nos convierte en los asistentes silenciosos de la ruptura de una de las bandas más influyentes de la industria musical contemporánea. Una áspera y abstracta narración de sus diferencias, sus roces, sus egos confrontados, sus historias individuales y las nacientes dinámicas que, poco después, se concretarían en la separación definitiva de las carreras de Paul McCartney, George Harrison, Ringo Starr y John Lennon.
Una especie de reality show obscuro que, sin desmitificar a sus protagonistas, nos muestra el tedio de una relación gastada, de una juventud perdida y de una depresión compartida que, lejos de acentuar la historia común, explicita los impulsos divergentes. Los caminos disonantes, esperanzadores y aliviadores.
Una colección de imágenes que atestiguan cuatro almas drenadas por la maquinaria mercadológica que las entronizara como creadores obligados a ser siempre innovadores. Una colección de imágenes en la que, sin embargo, reluce la música como el lenguaje de la amistad y de la coincidencia –y, a veces, no coincidencia− de cuatro almas creadoras.
Porque a pesar de ser una abstracta narración de la separación de los Beatles o la concreta documentación de sus sesiones para grabar su álbum Let It Be; The Beatles: Get Back es una visita íntima al proceso creativo de la banda más determinante para el rock’n’roll de los años 60s y los subsecuentes.
Es una muestra del pensamiento divergente que alimenta a la creación. De los contextos idóneos, favorables y concentrados en los que los juegos de un guitarrista y un baterista se terminan convirtiendo en canciones reconocidas en prácticamente todos los rincones del planeta. Una muestra del modo en que la adversidad –emocional, interpersonal, colaborativa− puede asimilarse dentro de la creación de un producto original, irrepetible, imitable.
En las épocas de los Filósofos Clásicos, no existía un concepto para la creatividad. Para Platón y Aristóteles, el arte –todavía un concepto muy lejano a lo que nosotros identificamos con esta palabra− imita a la naturaleza o, en su versión más esotérica, era el producto de una inspiración entusiásmica proveniente de las Musas y las divinidades que permitían a ciertos seres humanos convertirse en vehículos de expresiones más allá de sus naturalezas.
El Renacimiento y, eventualmente, la Modernidad dieron un viraje en el concepto que atribuyó la innovación creativa del arte a los individuos responsables de ella. Nacen, con ello, los conceptos del genio moderno y las investigaciones por la relación entre los contextos sociales, los individuos y la creatividad –las investigaciones sobre percepciones privilegiadas, sentidos estéticos innatos, dotes extraordinarios.
En ambos modelos, el centro de la cuestión es la experiencia humana que, por alguna razón, nos hace valorar a ciertos productos creativos como dignos de una especial estima. Es intentar explicar –lo que hasta ahora es motivo de estudios neurocientíficos, psicológicos, sociológicos y filosóficos− cómo y por qué existen esos chispazos de inspiración creativa que, a siglos de distancia, no dejan de impresionar a quienquiera que se encuentre con ellos. Cómo y por qué se siente como si ciertos artistas, científicos y filósofos hubieran descubierto una parte innegable del hecho humano. Como si hubieran logrado atrapar en contenedores eternos pedazos de fugacidad.
Quizá la respuesta está más en lo cotidiano que en lo extraordinario. Quizá la creación imperecedera es un resultado acumulativo de millones y millones de almas –olvidadas, menospreciadas y nunca reconocidas− que, en nombre del espíritu humano, la racionalidad misma o la estética subjetiva como camino a la universalidad, intentaron expresar el mundo que tenían frente a sí; el corazón que palpitaba dentro de ellos, el universo que su imaginación alcanzaba a ver, la empañada pero prístina respuesta que su entendimiento lograba idear.
Quizá documentos que nos ponen en frente la genialidad de personajes tan esenciales para la cultura pop contemporánea como lo son los Beatles, sirven para demostrarnos que, si bien la creatividad no deja de enmarcarse en un halo de misticismo, inspiración divina y suprahumanidad; la creación disruptiva no existe sin arduo, dedicado e insistente trabajo. Que el mágico “¡eureka!” no surge sin referencias a las creaciones de otros, sin errores, sin dolores, sin problemas, sin hastíos, sin cansancios, sin esfuerzos, sin sacrificios.
Quizá lo que nos demuestra la magnífica creación musical de los Beatles es que toda creación artística es la misma creación artística. Dadivosa, generosa y que intenta expresar en lenguajes diversos –letras, notas, trazos, encuadres− la inexplicable magia de la existencia humana, en sus primores y en sus horrores por igual.
Quizá lo que nos demuestra The Beatles: Get Back es que antes de devorar irreflexivamente el próximo objeto de nuestra hambre de creatividad ajena debemos recordar que toda creación artística es el producto de un largo proceso de trabajo que incluye las emociones, las experiencias y el subjetivo acceso a la verdad universal de una sensibilidad poniéndose en manos de sus iguales.