Prometeo moderno

Desde los inicios de la Filosofía —incluso desde los primeros relatos mitológicos que buscan hacer sentido sobre la experiencia humana—, la pregunta por la naturaleza de la razón ha sido materia de discusión, investigación y asombro. Somos animales racionales —dicen los Filósofos Clásicos— pero ¿qué es eso de la racionalidad, eso que los griegos llamaban el λόγος (lógos)?

Traducible como palabra, afirmación, discurso, razón, argumento o cálculo —entre otras equivalencias—, el λόγος ha sido entendido como la facultad definitoria de lo humano. Aquella capacidad distintiva de los humanos dentro del reino animal que los sitúa en una posición única dentro del mundo de los seres existentes.

Para buena parte de la tradición filosófica, la racionalidad es una facultad individuada que nos comunica —de ella se desprende el lenguaje, gracias a ella existe el conocimiento y a través de ella se generan demostraciones; argumentos, razones y diá-logos. Para otro grupo de filósofos, la racionalidad tiene una naturaleza abstracta, universal y compartida en mayor o menor medida.

Por ejemplo, para el filósofo árabe Avicena, el conocimiento sólo es posible a través de una instancia del intelecto que es compartida por todos los seres humanos. Una especie de “nube” de información gracias a la cual las experiencias individuadas del conocimiento son posibles.

Para otros pensadores, como el filósofo alemán Hegel —y su vasta tradición heredera con representantes como Freud, Marx o Nietzsche—, la racionalidad es una entidad irreprensible, viva y en continuo desarrollo que avanza a través de una dinámica instanciada. La racionalidad es la realidad que sólo se presenta ilusoriamente dividida y personalizada a través de nosotros. Es una especie de fuerza natural irrefrenable de la que nosotros sólo somos una expresión contingente.

En nuestra época, el filósofo canadiense Charles Taylor ha recogido esta tradición de pensamiento sobre la razón en los términos de la historicidad: la razón es ese relato descriptible que se traza a través de los diferentes momentos de la Historia de la Humanidad. La razón es esa lógica inmanente que se expresa en el análisis de las progresiones y retroceso de la Historia.

Desde esta segunda línea de pensamiento filosófico, la razón es una entidad metafísica sobre la que nuestro intelecto individuado simplemente navega. Desde esta línea de pensamiento filosófico, la razón individuada no es más que una expresión contingente de un fenómeno mucho más complejo, de mayor peso ontológico y superior.

Mis ideas no son estrictamente mías sino una expresión instanciada de un movimiento colectivo de la vivacidad misma de la razón. Son el resultado de la mezcla entre una época y ciertas circunstancias contingentes que permiten que esa idea, invento o descubrimiento se den. No existe la genialidad mágica individual que de la nada da a luz a una idea sino la coincidencia de variables que permiten que un concepto se exprese a través de la vida de un individuo en particular.

Dicho lo anterior, la nueva cinta del aclamado director Christopher Nolan, Oppenheimer, es una defensa de este segundo concepto de racionalidad que, sin embargo, se desarrolla a través de un minucioso análisis de la personalidad e historia vivencial de J. Robert Oppenheimer, director del Proyecto Manhattan.

A través de una narración doble —desde el mundo post Segunda Guerra Mundial y desde el mundo durante la Segunda Guerra Mundial—, Oppenheimer narra detalladamente los procesos que llevarían al científico estadounidense a convertirse en el padre de la bomba atómica y sus desastrosas consecuencia en Hiroshima y Nagasaki.

Parte de la vida estudiantil de Oppenheimer y su prometedor desarrollo; pasa por sus primeras experiencias como catedrático de una innovadora materia para la época, la Física Cuántica, y su comprometido activismo al lado del Partido Comunista Estadounidense; y desemboca en la creación, desarrollo y consecuencias del Proyecto Manhattan —hasta ver al propio Oppenheimer convertirse en uno de los principales voceros de las iniciativas antiarmamentistas que se oponían a la creación de más bombas nucleares.

Como es de esperarse en lo técnico con Nolan, dos ejes constituyen su representación de la vida de Oppenheimer: los más altos estándares de calidad e innovación cinematográfica y una fidelidad obsesiva, minuciosa y precisa a la ciencia detrás de la historia que cuenta. En este caso, una fidelidad absoluta al concepto de la fisión —más una presentación complementaria de la fusión.

De hecho, los dos ángulos históricos desde los que Nolan narra esta historia son, precisamente, la fisión y la fusión como metáforas de los dos grandes momentos de la vida de Oppenheimer.

En Física, la fisión refiere a la reacción descomunal y de energía inconmensurable que se genera al dividir el núcleo de un átomo. Una reacción en cadena que produce el choque de diversas partículas que de manera continua y exponencial generan la base física detrás de la bomba atómica creada por los científicos del Proyecto Manhattan.

En Oppenheimer, la fisión refiere a la parte de la historia del científico estadounidense en la que cada una de sus acciones va construyendo una reacción en cadena con su entorno social, político, personal y familiar hasta posicionarse en las circunstancias adecuadas para ser reclutado como el director del ambicioso Proyecto Manhattan.

En Física, la fusión refiere a la reacción nuclear generada por la unión de varios núcleos atómicos. Su producto es exotérmico —es decir, produce luz y calor— y en su diseño como bomba —la bomba H— resulta mil veces más potente que una bomba atómica de fisión —como la desarrollada por Oppenheimer y compañía.

En Oppenheimer, la fusión refiere al choque político entre el director del Proyecto Manhattan y el oficial naval Lewis Strauss. Choque generado por la diferencia de puntos de vista entre un antiarmamentista (Oppenheimer) y un servidor público desinteresado por razones humanitarias o históricas, movido por el utilitarismo propio de la Guerra Fría y promotor del desarrollo de la bomba H.

A través de este arco doble —fisión y fusión—, Oppenheimer retrata el proceso con el que el científico estadounidense fue reclutado para uno de los proyectos más importantes del belicismo y el periodo de la postguerra en el que fue descartado por el mismo aparato gubernamental que lo había erigido en “héroe de guerra” —a través de su desavenencia con Strauss.

De este modo, el monolítico trabajo de Nolan en Oppenheimer adapta el trabajo de Kai Bird y Martin J. Sherwin como biógrafos del científico estadounidense. Sobre todo a través del espíritu que inspira el título de su libro: American Prometheus o Prometeo americano: el triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer.

Desde los inicios de la Filosofía —incluso desde los primeros relatos mitológicos que buscan hacer sentido sobre la experiencia humana—, la pregunta por la naturaleza de la razón ha sido materia de discusión, investigación y asombro. Somos animales racionales —dicen los Filósofos Clásicos— pero ¿qué es eso de la racionalidad, eso que los griegos llamaban el λόγος (lógos)?

A decir de algunos mitólogos, pensadores y hermeneutas, una de las primeras representaciones de la razón —el λόγος (lógos)— se encuentra en el mito griego de Prometeo: el titán amigo de los mortales que se atrevió a desafiar a los dioses  robándoles el fuego olímpico y entregándoselo a los seres humanos. Con ello, Prometeo habría entregado a los humanos la tecnología, el conocimiento y la civilización. Con ello, Prometeo habría entregado a los humanos un poder divino: la razón.

El fuego incesante de la racionalidad, el gran regalo de Prometeo, le valió al titán un horrífico castigo: fue condenado por Zeus a ser atado a una roca a la que diariamente volaría un águila para comerse sus entrañas; durante la noche las vísceras se regenerarían para repetir el proceso una y otra vez en un tormentoso ciclo continuo.

A su modo, la historia de Oppenheimer es la historia de un Prometeo moderno: un hombre que dirigió el proyecto que materializó uno de los logros más sorprendentes de la racionalidad pero, al mismo tiempo, concretó una de las más despiadadas masacres de la Historia.

Un hombre que según Nolan y Oppenheimer vivió lo suficiente como para ser víctima de su propia relevancia. Un hombre que vivió para recibir, de algún modo, el castigo correspondiente para quien se ha atrevido a jugar con elementos propios de dioses.

A mí sólo me queda la pregunta por lo Otro. Por la inimaginable experiencia del exterminio materializado por una bola de fuego y radioactividad. La pregunta por la vida de discriminación, tormento y humillación que hasta el propio Japón dirigió a los habitantes de Hiroshima y Nagasaki. Me queda la pregunta por el poder de ese fuego robado de los dioses, por esa razón y ese λόγος que hemos querido ver como la mejor cualidad de nuestra especie.

Durante la época de la posguerra, la filósofa alemana Hannah Arendt tuvo la lucidez de apuntar uno de sus conceptos más resonantes: la banalidad del mal. Con él, la filósofa judía describió las acciones de Adolf Eichmann —oficial del Partido Nazi y uno de los principales artífices del Holocausto—, afirmando que la estructura burocrática del movimiento Nazi había llevado a Eichmann a obnubilar su capacidad de “pensar”.

De este modo, la filósofa inscribe los actos maliciosos derivados del razonar de Eichmann en la simpleza y el “absurdo” de la obediencia ciega a un orden o mandato. El ejercicio meramente utilitario y funcional de la razón que pierde de vista la necesidad del pensamiento crítico y la reflexividad.

Quizá razones similares sean válidas en el caso de Oppenheimer que fue capaz de perderse en la complacencia de su razonar científico sin dimensionar las consecuencias humanas que su trabajo tendría.

Como quiera, la pregunta que permanece es si el fuego que Prometeo robó no habrá sido demasiado para los simples mortales que, ahora, arden en las consecuencias de un mundo en que una futura Guerra Mundial no podría obviar la existencia de armas de destrucción masiva.

La pregunta que permanece es si existe un castigo a la medida de un Prometeo moderno que nos legó un mundo capaz de destruirse totalmente. Si existe un castigo suficiente para un “destructor de mundos”.

La pregunta es si la neutralidad ontológica de nuestra razón —que no es buena ni mala por naturaleza— nos obliga a crear cosas sólo porque somos capaces de crearlas —de descubrirlas y diseñarlas con la razón— o, si acaso, estamos más bien obligados a reflexionar sobre cada paso que damos con la esperanza de entender las implicaciones éticas de nuestra facultad diferenciadora.

Si por tener el fuego debemos incinerar todo lo que esté a nuestro paso o si debemos imprimirle algo de sabiduría, reflexión y humanismo a eso que le hemos arrebatado a los dioses.

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