Resentimiento y venganza

Hasta la luz de hoy no existe en la Historia Universal un solo sistema político y social que no haya tenido algún grupo de marginados. Algún grupo de individuos construidos retóricamente —que no es lo mismo que justamente, ni lo mismo que injustamente— como “los otros”, “los enemigos” o, peor aún, sepultados bajo la cruel invisibilización de la indiferencia.

Es por ello que es adecuado afirmar que no existe un solo sistema social y político que no haya alimentado el resentimiento de algunos —aún si este se puede evaluar como válido o no—; no existe una sola instancia de nuestras organizaciones humanas que haya sido efectivamente para todos y, mucho menos, que haya tenido a todos contentos. Ni pensar en una instancia que haya tenido en cuenta a todos y cada uno de los individuos que componen una nación, una ciudad o una región.

De modo que la pregunta por los marginados de una determinada comunidad nunca deja de ser pertinente. Y, por lo tanto, el resentimiento de aquellos a los que nunca se les ha dado una oportunidad o a los que se ha dejado fuera de las decisiones grupales y la vida pública es, en cierto sentido, inevitable.

Es inevitable porque objetivamente existen condiciones que imposibilitan una sociedad “para todos” pero, más aún, es inevitable porque subjetivamente siempre pueden crearse relatos ideológicos —sensatos o no— que construyan a un grupo de individuos como los relegados de la sociedad. Porque la realidad es que, en alguna medida, todos participamos de ese no-ser-plenamente-considerados-por-los-asuntos-públicos —unos a niveles anecdóticos y frívolos, otros a niveles que ponen en juego, como un absoluto, su supervivencia.

Y es ahí donde un poco de entendimiento llega a las expresiones más aberrantes e inverosímiles de la violencia —de esas que se ven en los tiroteos de las escuelas estadounidenses, de esas que se atestiguan en el futbol mexicano, de esas que se viven en las calles, ranchos y pueblos de nuestro país día a día. El entendimiento de que cuando crees —o vives en carne propia— que el mundo —i.e., la sociedad— no te ha dado nada, encuentras perfectamente consecuente no deberle nada al mundo. El caos se vuelve la regla y el ajuste de cuentas por propia mano una atractiva forma de retribución allí donde el resentimiento se envuelve en el traje de la venganza y ésta se malentiende como justicia.

Precisamente en esta falacia conceptual —que, por otro lado, podría resultar satisfactoria para algunos ánimos individuados— se inserta la nueva iteración de “el mejor detective del mundo”: Batman. Una de las más grandes franquicias narrativas de la mitología moderna que, como tal, sirve siempre como una representación de las preocupaciones villanescas que aquejan al momento determinado en que se produce.

Estelarizada, ahora, por el actor Robert Pattinson en el traje del Hombre Murciélago, conjugando con inteligencia y pericia a su colega/rival, Selina Kyle, Catwoman (interpretada por Zoe Kravitz); a la decadente síntesis de su entorno de mafia y corrupción, Oswald Cobblepot, el Pingüino (Colin Farrell); y contraponiendo a una versión novata del investigador y superhéroe con una versión psicopática y realista de su recurrente enemigo, El Acertijo (Paul Dano); la nueva película del Caballero de la Noche logra proponer una mirada fresca y, por si fuera posible, más oscura y aterrizada del alter ego de Bruce Wayne.

Dirigida por Matt Reeves —conocido por sus películas de cine negro moderno—, The Batman nos pone ante un héroe que lleva sólo dos años en su labor de justiciero. Proclive a errores, dominado por el dolor, la ira y la tensión y rodeado de una atmósfera asfixiante, decadente, sobrecargada de vicios, crimen y corrupción.

La cinta pertenece al género de superhéroes sólo secundariamente —sin que, por ello, hagan falta satisfactores para los fans de Bruce Wayne. Su experiencia se acerca más al cine noir y al thriller. Con narraciones íntimas, creando una atmósfera que hace palpable la opresión de una Ciudad Gótica sobrepasada por la violencia, rayando, por momentos, en el horror franco y concatenando los erráticos pasos de la larga investigación de una serie de homicidios.

Ante todo una película de detectives; que va desenvolviendo poco a poco sus misterios mientras el tiempo para Batman se siente contado. Una tensa investigación contrarreloj que, además, profundiza en la emotividad inexpresiva de un Hombre Murciélago que, a pesar de su rigidez, deja entrever su miedo, su dolor y la ira incontenible que lo convierte en un justiciero por propia mano que, por suerte, sabe dónde detenerse.

En lo técnico, una narración larga que, sin embargo, hace un muy buen trabajo enfatizando sus puntos centrales y remarcando los giros de su trama. Una película de cinematografía, por momentos, impecable. Oscura, llena de pesar, llena del pesar de una ciudad perdida en sus propios vicios pero, al mismo tiempo, bella en sus mejores encuadres y poética en sus recursos para expresar el deber de un protector nocturno como el Hombre Murciélago.

Un trabajo elevado, aún más, por una banda sonora y un diseño de sonido atinadísimos. Que acompañan y crean un suspenso genuino sin manipular a su audiencia. Que resaltan la gravedad de la violencia psicológica que se nos pone en pantalla y que logran que, en su clímax, los más comprometidos espectadores se estén, literalmente, mordiendo las uñas por saber qué pasará después.

Todo el elenco de la película está en el tono preciso para su función dentro de esta historia. Quizá algunos más al fondo que otros, pero todos en la medida correcta. Pattinson y su Batman que a través de su ser contenido logra expresar su sed de venganza. Kravitz y su poderosísima sensualidad que llena la pantalla con sólo caminar un pasillo. La dinámica entre ambos que enfatiza la característica tensión sexual entre Batman y Gatúbela. Farrel y su Pingüino al puro estilo de la mafia italiana. Y Dano y su hipnótica y avasalladora interpretación de un resentido social, desconectado de cualquier empatía, embebido en su propia soberbia intelectual y en su misión de “justicia” vengativa. Un auténtico psicópata que evoca a su inspiración de la vida real —El Asesino del Zodiaco— y que demuestra las consecuencias exacerbadas de la marginación —ya sea real o subjetivamente experimentada.

Como expresión del momento en que vivimos The Batman trasciende la mera fruición del camino del héroe que derrota a un villano y que restablece la paz. Por el contrario, logra rasgar un pedazo de realidad que apela al trasfondo humano del dolor y de la sed de justicia. Un pedazo de realidad que dirige la mirada a los olvidados de los sistemas políticos y sociales de hoy —izquierdas, derechas, arribas y abajos, por igual— y que revela la viciosas autofagia de la venganza. De la “justicia” por propia mano. Pero, sobre todo, de la atrocidad que ambos impulsos generan a través de la expresión más salvaje del resentimiento: la violencia. La violencia que mata.

El propio Batman descubrirá una alternativa ante su propia sed de venganza —y con ello de “justicia” y violencia—, la alternativa para lidiar mejor con su propio resentimiento contra el mundo que le arrebató a sus padres. Descubrirá el camino de la reconstrucción esperanzadora y del camino de la solidaridad entre humanos.

Quizá como el defensor del status quo que es —al final millonario— o quizá como el resentido rebelde que es —al final justiciero— El Mejor Detective del Mundo, el caso es que con The Batman atendemos al descubrimiento de la esperanza que brinda la solidaridad entre individuos.

Porque allí donde los gobiernos —todos— no alcanzan o, mejor dicho, no se interesan por voltear a ver; allí sigue habiendo individuos. Personas que con relaciones uno a uno son capaces de dar esperanza, de inculcar colectividad, de cultivar espíritu cooperativo.

¿Cómo exactamente se logra eso? Ni Bruce Wayne, ni Batman, ni yo tenemos la respuesta definitiva. Lo que sí podemos intuir, empero, es que el trabajo inicia por lograr que la pregunta por los marginados y los olvidados deje de ser necesaria y pertinente. El trabajo inicia por entender cómo de uno a uno podemos construir ese todo que ningún sistema político ni social ha alcanzado.

El trabajo empieza por dejarnos de venganzas y justicias egoístas. Por trascender la profundidad emocional de las venganzas y las justicias válidamente exigidas. El trabajo empieza por un individuo relacionándose con otro individuo. Más allá de retóricas, más allá de ideologías, más allá de fanatismos, más allá de partidismos, más allá de tribalismos.

La meta: hacer imposible que un humano tenga que sentirse excluido del mundo en el que coexiste. Romper los solipsismos. Privilegiar nuestra naturaleza gregaria en su más bondadosa y solidaria versión… ¿cómo exactamente se logra eso?

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