Tras el final de la Guerra Fría a principios de los años 90, un grupo de filósofos y pensadores políticos, principalmente de formación marxista, iniciaron la construcción de un concepto que cada día parece apropiarse más y más de la discusión social contemporánea: la pospolítica. Así, con variados interlocutores como Anthony Giddens, Jacques Rancière, Ulrich Beck, Colin Crouch, Slavoj Žižek, Alan Badiou y Chantal Mouffe, el sentido de lo que entendemos por política en el llamado “mundo posmoderno” se encuentra en una transmutación que va reinventado consigo elementos de la vida pública como la participación política, la representatividad, el activismo, la democracia, el liberalismo y, por supuesto, la retórica.
La carrera como guionista de Aaron Sorkin se ha destacado por su puntual y minuciosa atención al uso del lenguaje, en particular por la contundencia con la que sus diálogos, aparentemente pasajeros, logran expresar y esbozar el carácter de una escena, un personaje o un evento. De este modo, aclamados films como Moneyball, Red Social o A Few Good Men le han valido el reconocimiento en la industria cinematográfica hollywoodense.
Por su parte, sus dos trabajos como director, Molly’s Game y la recién estrenada El Juicio de los 7 de Chicago, han dejado en claro que, si bien Sorkin sabe hacer cine de género y formular para premiaciones como los Óscares, su fuerte no está tanto en el lenguaje visual y la puesta en escena texturizada como en una sólida representación del diálogo fluido pero puntual y el uso preciso y contundente de las palabras (o bien, en la omisión premeditada de éstas).
Así, llega a Netflix el segundo trabajo como director de Sorkin con un destacado elenco encabezado por Yahya Abdul-Mateen II, Sacha Baron Cohen, Joseph Gordon-Levitt, Michael Keaton, Eddie Redmayne y Jeremy Strong y con una no coincidente base histórica: el relato de ocho activistas políticos que alrededor de 1968 y 1972 enfrentaron un juicio por “conspirar para incitar a disturbios” como parte de sus protestas contra la Guerra de Vietnam.
Contado con la estructura narrativa de un drama legal, Sorkin delinea el episodio de la historia estadounidense con hábiles pero no necesariamente ágiles saltos temporales entre el proceso legal de estos hombres, las protestas en cuestión y algunas revisiones generales de ambos momentos. Poniendo especial énfasis en la diversidad de matices políticos que cada uno de estos siete (en realidad, ocho) activistas defiende, las tensiones propias de sus visiones enfrentadas a pesar del propósito común y, más interesante aún, los efectos adversos de las imprudentes precipitaciones de sus retóricas.
La cinta, como es de suponerse, no está exenta de preferencias políticas que expresa a través de una adopción fiel de modelos convencionales del drama legal que desarrolla. Hay buenos, hay malos, hay corruptos, hay conflicto interno y hay ingeniosas soluciones para las artimañas de un juicio que a cada paso evidencia más sus intereses políticos.
En particular, el modo en que cada uno de los grupos protestantes que constituyen a los Siete de Chicago se correlaciona con distintos avatares que confrontaban a la retórica política gubernamental de aquél momento histórico. Bajo el adjetivo “izquierdistas”, entonces, el grupo de enjuiciados logra incluir a un representante de las Panteras Negras, a un par de “yippies” (miembros del Partido Internacional de la Juventud), un par de miembros de la sociedad de Estudiantes por una Sociedad Democrática, un miembro de la movilización pacífica para terminar con la Guerra de Vietnam y hasta un par de jóvenes comunes y corrientes.
De manera no coincidente, pues, una colección de los principales opositores juveniles y de grupos sociales “conflictivos” se convierten en el objetivo de un viciado proceso legal, de un escrutinio y juicio ejemplar y, desde luego, en el pretexto para construir un paralelo implícito entre el mundo de finales de los sesentas y el mundo de principios de los años 2020.
Y es ahí, en el sutil paralelo, donde vienen al caso los teóricos de la pospolítica contemporánea, porque, siendo rigurosos, entre aquellos años y nuestra época hay una política y una democracia (dirían Crouch y Mouffe especialmente) de distancia. Un espíritu de política agónica (política en lucha) que se ha ido disolviendo en los últimos 50 años.
Cinco décadas en las que se ha cambiado el sano y espontáneo antagonismo político por una nebulosa masa política que no parece defender otra cosa que el sustento de un mercado internacional en el que las convicciones ideológicas se desvanecen tras una fachada de la llamada Tercera Vía (socialdemocracia o centro radical, como la llamarán algunos de estos estudiosos).
Cincuenta años en los que ese antagonismo agónico que se expresaba en una necesidad pulsante de diálogo entre individuos (expresada de maneras no particularmente pacíficas, es cierto) se ha convertido en un total cinismo apático, en un desinterés antiparticipativo y, por qué no, en un activismo ilusorio.
Un mundo pospolítico que, por su naturaleza enraizada en nuestra irrenunciable dimensión gregaria, es incapaz de abandonar la necesidad de una cierta retórica. Pero ya no una retórica del razonamiento elaborado, construido y persuasivo por su racionalidad o, incluso, por su potencia estética, sino una retórica incendiaria, estridente, ensordecedora, socarrona, polémica…lo que sea necesario para ganar votos, subir números, tapar negligencias o, simplemente, dominar las redes sociales. Sin importar lo que se dice, por qué se dice o cómo se dice. Show y escándalo. Sólo show y escándalo.
Un mundo en el que parece que cada día nos olvidamos más de que a cada decir le corresponde un des-decir o un contra-decir. Un mundo en el que se hace mucho ruido pero ya no se dice nada. Para anular con explosiva sutileza la necesidad de una voz propia, de convicciones y de búsquedas personales que escalen a algún nivel de bien común.
Un mundo en el que parece que nos vamos olvidando de la importancia de un diálogo bien escrito. Una palabra bien dicha. Una observación bien hecha. Un razonamiento construido. Pero, más alarmante, un mundo en el que parece que nos olvidamos cada vez más de la necesidad de críticas articuladas racional y dialógicamente. No insultos. No descalificaciones. No gritos. No cínicas reducciones al absurdo. No incompetencia escondida en una burla.
Un mundo que más que nunca nos exige la necesidad de una reanimación del diálogo, la palabra precisa y el humilde propósito de reconocer lo que se ignora y atreverse a saber. Un mundo urgido de una retórica que sirva de medio de disuasión para ideas de algún valor comunal y de algún sustento empático real. Cuando menos de alguna verosimilitud, de alguna pretensión de coherencia o convicción; no de mera retórica pospolítica.