Publicado en Diario Imagen el 4 de marzo de 2020.
Nos guste reconocerlo o no, citadinos, sofisticados y provistos de clase o no; los orígenes de todos nosotros como habitantes de grandes metrópolis o localidades en desarrollo se remontan a una época rural vinculada directamente con la vida del campo y con los trabajos propios de su mantenimiento, de su pausado ritmo y de su pacto con el balance entre seres humanos, animales y naturaleza.
Ya sea viviendo en él, ya sea como nuevos habitantes de las ciudades más grandes de América Latina habiendo crecido campesinos, ya sea como hijos o nietos de personas que emigraron a las grandes capitales o, simplemente, como herederos de los primeros humanos que vivieron hace algunos siglos más de cerca con la naturaleza; el caso es que lo rural es una condición de posibilidad de las cómodas vidas de las que se puede gozar en las ciudades contemporáneas.
No sólo porque nos alimentamos de su ganado y sus productos o de sus vegetales, frutos y semillas; no sólo porque nos cubrimos con sus materias primas o porque nos beneficiamos de sus recetas, su folkor, sus sabores, sus hilados y sus diversas técnicas; sino porque aún podemos nutrir nuestro criterio con sus historias tal como lo demuestra el film documental macedonio Honeyland.
Grabado en un periodo de tres años de filmación y con más de cuatrocientas horas de material fílmico bruto, la cinta de 87 minutos de duración es un ejemplo magistral de diversos estilos de cinematografía documental además de ser una muestra indudable de la capacidad expresiva de la fotografía en una historia extraída de la realidad en su imprevisible estado puro.
No en vano se convirtió en la primer cinta documental en la historia de los Premios Óscar de la Academia en recibir una doble nominación como Mejor Película Documental y como Mejor Película Internacional (categoría en la que sin dudas habría arrasado de no tener que competir con la demoledora Parásitos de Bong Joon Ho). Además, se convirtió en la segunda cinta del país balcánico en ser nominada para los afamados premios estadounidenses y se hizo, durante la edición 2019 del Festival de Cine de Sundance, con el Premio del Gran Jurado del Cine Mundial en el rubro Documental, el Premio del Jurado Especializado en Documentales del Cine Mundial por Impacto para el Cambio, por su claro discurso frente a la sobreexplotación de los recursos naturales, y el Premio del Jurado Especializado en Documentales del Cine Mundial en Cinematografía por sus impresionantes, imponentes, precisos, hermosos, íntimos y sublimes encuadres para contar esta historia.
La cinta dirigida por Tamara Kotevska y Ljubomir Stefanov nos muestra la vida de Hatidže Muratova y su madre, Nazife Muratova, como las últimas residentes permanentes de la comunidad de Bekirlija en Macedionia del Norte; una pequeña villa aislada en las montañas a horas de distancia de cualquier otro asentamiento o población habitada.
Allí, seremos testigos de la simple vida de una apicultora (la propia Hatidže) y sus arduos trabajos para obtener miel de una colonia de abejas criada, cuidada y resguardada por ella misma. Y testigos de su devoción por su madre postrada en cama, de edad avanzada, que además sufre de una vista disminuida por los años y por la pérdida práctica de uno de sus ojos.
Una vida simple en sus elementos y compleja en sus hechos que se verá transformada por la llegada de una familia nómada que se asentará en el territorio de una de las casas, aún de piedra, que conforman la pequeña villa de Hatidže y su madre. Punto desde el cual el documental construirá una metafórica discusión entre dos modos de coexistir con la naturaleza: la explotación indiscriminada y el balance ético; el dominio de los recursos naturales y el diálogo con la naturaleza.
Ambos modelos de coexistencia, denuncia pertinentemente el film, son una respuesta ante una punzante pobreza, ante condiciones económicas desfavorecidas y ante limitadas oportunidades que, no obstante, rebozan en un recurso: miel. Miel que depende de sus abejas que, a su vez, dependen de un ecosistema balanceado y de un cierto respeto a sus condiciones de vida. Condiciones respetadas y promovidas por Hatidže pero trastocadas y desestimadas por los Sam, sus vecinos.
Así, en una emotiva, conmovedora, íntima y fibrosa realidad, Hatidže y los Sam se convierten en los representantes de la sobreexplotación indiscriminada de los productos de la naturaleza (patentado en, por ejemplo, la presión (casi coerción) que recibe el padre de la familia nómada para producir miel sin restricciones) y la coexistencia armónica, respetuosa y amorosa con otros seres vivos de cuyos productos nos alimentamos y mantenemos (reflejado en el habitual “la mitad para mí, la mitad para ti” que acompaña a las extracciones de miel de la habitante de Bekirlija).
Retrato que constantemente podemos encontrar replicado en las diversas producciones de nuestros países, convirtiéndonos en grandes exportadores de nuestras mejores materias primas explotadas por agentes externos a ellas y que, en la mayoría de los casos, no tienen ningún compromiso real con nuestros territorios pues, al fin y al cabo, cuando se trata de explotación de recursos ellos sólo son nómadas dispuestos a moverse a la próxima locación que ofrezca potenciales riquezas.
Mientras tanto, nuestros campesinos, nuestros ancestros (literal o analógicamente) que viven de esta agua, esta tierra, esta naturaleza y estos animales; ven su trabajo impedido. Ven su mundo destruido, contaminado o seriamente afectado y, en el peor de los casos, ven a su aplastante necesidad convertirse en la palanca que los convierte a ellos mismos en sobreexplotadores indiscriminados (inconscientes pero no sin culpa) del entorno que literalmente los vio crecer.
Fuera del documental, Hatidže vio su vida mejorada en múltiples aspectos, visitando incluso muchos de los países en los que se estrenó el film que cuenta su historia; lo mismo que los Sam quienes, cabe mencionar, no sabemos si dejaron de ser nómadas. Sin embargo, estos dos casos no son nada ante las millones de personas que viven en un campo movido por la necesidad y presionado por la sobreexplotación.
Estos dos testimonios de la necesidad, en el mejor de los escenarios, son la oportunidad para voltear a esos mundos, a esas vidas y a esas historias anónimas que permiten que nosotros hagamos nuestro día a día sin pensar ni por un segundo en todo lo que tuvo que suceder para que nosotros nos pudiéramos sentar a la mesa a comer. Se convierten en la oportunidad para voltear a lo rural y, antes de precipitar el juicio hacia su rusticidad y “su salvajismo”, reconocer que, entre nuestros múltiples orígenes y las múltiples condiciones que nos permiten tener la vida que tenemos, hubo alguien que supo decirle a la naturaleza, con la profunda sabiduría que guarda la máxima, “la mitad para mí, la mitad para ti”.