Publicado en Diario Imagen el 24 de julio de 2019.
Hace algunos días, en la ritual comida familiar dominical, decidimos ver Las Crónicas del Taco de Netflix y descubrí que es una serie que no se puede ver sin interrumpirla. Es inevitable que alguno de los atinados comentarios o emblemáticos escenarios en que se desenvuelve el documental detonen algún recuerdo, algún antojo o alguna curiosidad.
Claro, parece innecesario que una cadena estadounidense de streaming venga a contarnos por qué los mexicanos nos sentimos orgullosos de nuestra comida, en especial de esa versátil joya de nuestra gastronomía que es el taco —más cuando lo que ellos han adaptado como taco, en sus grandes cadenas de comida rápida, a nosotros nos parece una aberración—, porque en el recelo con que atesoramos ese platillo, creemos que nadie lo comprende más que nosotros.
Seguramente estemos en lo correcto pero talvez aún sea insuficiente el modo en que reparamos en este especial evento de nuestra realidad, porque eso es un taco para el mexicano, es un evento que, como todo lo que toca nuestro ánimo místico, envolvemos en condiciones emotivas y divinas, regaladas por los dioses. Lo llenamos de alegrías, dolores o tristezas exaltadas que sólo en el remanzo de una tortilla desprovista de relleno encuentran un consuelo.
Como quien encuentra en un nuevo día una nueva oportunidad, el mexicano encuentra en una tortilla el lienzo en blanco para proyectar sus más reprimidas pulsiones humanas en uno de los actos más bestiales que existen: la alimentación. Una oportunidad para convertirse en su propio Diego Rivera o su propia Frida Kahlo, en su propio Nezahualcóyotl, cantando la alegría de la vida en un mordisco, o su propia Sor Juana Inés de la Cruz, desenvolviendo la tesitura de la existencia con un rebuscado juego teológico con cada combinación de sabores que se le ocurre poner sobre una tortilla. El taco no nos repara de la resaca, nos resucita; no agradecemos las manos del taquero, las bendecimos; el taco no nos llena el estómago únicamente, también nos llena el alma. Es una realidad abstracta que rompe con las nociones de la ontología, un taco puede lo que nadie: un taco puede estar lleno de nada.
El principio budista de vaciarnos del deseo se convierte en nuestra cultura en el taco de aire, que bien podría llamarse el taco de esperanza, el taco de aspiración a que vendrán días mejores, el taco de fe, el taco de augurio y de promesa autodirigida que nos hace construir el camino a un día en el que no tengamos que desear nada más.
El taco nos hermana y nos constituye: literalmente y espiritualmente. Nos reduce a la existencial pregunta “¿con todo?”, que anuncia nuestra actitud ante la vida: conservadora, atrevida o experimental. Nuestras historias personales pueden contarse a través de sus diferentes formas, de sus diferentes presentaciones, porque como buena entidad divina está presente en todos lados, todo es cosa de saberlo encontrar.
Por eso el mexicano que se encuentra lejos de nuestro país extraña, antes que todo, los tacos; porque son una experiencia, porque son un evento que apela a todos los niveles de nuestra existencia: nuestra animalidad en el hambre, nuestra naturaleza gregaria en su composición, nuestra espiritualidad en su mística, nuestra emotividad en las historias que genera y los recuerdos que detona, nuestro ingenio en la posibilidad creativa que nos impone y nuestro hedonismo en el deleite que provoca el tacto de la consistencia adecuada de cada uno de sus elementos con nuestra lengua.
Dicen que la teología nació con la observación de los astros y la pregunta por lo que hay después de la muerte, pero en México la teología mestiza nació el día que un hombre rellenó una tortilla con un ingrediente. Sin darse cuenta, aquél inocente individuo develó la naturaleza metafísica del mexicano, lo proveyó de la forma y la materia —como las llamaría Aristóteles— o de una suerte de Yin y Yang —como lo dirían los orientales—; simplemente desnudó la realidad en sus principios más concretos: el acto y la potencia.
El acto de una tortilla caliente, recién salida de la máquina o, qué mejor, recién hecha por manos sagradas, que en potencia puede ser un taco de lo que sea. Tortilla que moldeará a su materia y le dará forma pero no de manera violenta ni opresora sino al modo en que se ensamblan los instrumentos de una orquesta. En el taco, como en la existencia, la regla debe ser el balance, un taco muy lleno sobre una tortilla muy suave generará un caos, un taco con un relleno insuficiente podrá ser el acento a la más difícil depresión. La materia del taco exige condiciones a su forma, la tortilla, mismas que ésta no podrá satisfacer si no está hecha con las cualidades adecuadas: flexibilidad, sabor, resistencia.
Sobre todo el taco es un acto irremediablemente ético. Un acto que no se puede llevar a cabo sin la necesidad de otros seres vivos, un acto que depende de otros animales, del agua y del maíz como mínimo. Un acto que para el citadino promedio debería ser el recordatorio de que por solo que se sienta siempre habrá un taco, dependiente de alguien más (el tortillero, el ganadero, el campesino, el animal o vegetal ingrediente, el agua y el maíz mismo), que atestigua que no está solo en este mundo. Una muestra patente de que la fe en otras personas se ejercita todos los días en el mero acto de comer un taco, porque es un acto de confianza y porque es el resultado de una cadena de acciones (una cadena de vidas completas, de tradiciones, de familias dedicadas por generaciones y generaciones a cada una de sus partes).
El mexicano no puede no ser comunitarista, porque en ello se juega uno de sus rituales más queridos, la composición artesanal (a veces artística) que es la constitución de uno de sus platillos identitarios. El mexicano no puede no preocuparse por su naturaleza y su campo, porque en ellos se le va la oportunidad de recrear una de sus más complejas tradiciones. El mexicano no puede renunciar a la tortilla y a su maíz, porque sobre ellos se construye una cultura potente y robusta.
Mientras existan tortillas hay esperanza y mientras existan los tacos estamos atados a una tradición que nos arroja a nuestra naturaleza gregaria y comunal, que nos arroja a la conciencia de nuestra tradición histórica y a una parte de nuestra historia personal, que nos devuelve la certeza de que seguimos trabajando por metas comunes porque todavía hay tacos. ¿Lo contrario? Lo contrario es egoísmo, es ventaja y alevosía. Lo contrario es acabar con el maíz.