Trauma transgeneracional

La genética no es un destino tanto como una colección de aspectos biológicos heredados que han de sentar las bases condicionantes del desarrollo de un individuo. Sientan las bases pero no determinan, no obligan ni conminan. Del mismo modo, la crianza y la tradición recibidas actúan como canales a través de los cuales estas bases habrán de fluir y dar forma, en el futuro, a un ser humano dotado de capacidades, creencias, convicciones y, sobre todo, agencia.

Transportado al mundo de la psicología, este razonamiento se ha popularizado en la forma de una noción —no exenta de observaciones críticas— que apunta a las dimensiones epigenéticas —i.e., a los procesos de desarrollo que influyen en la expresión efectiva de cierto gen— del trauma colectivo: el trauma transgeneracional.

A grandes rasgos, el trauma transgeneracional refiere a los efectos psicológicos de un trauma experimentado por una comunidad o un grupo que comparte una identidad común cuando éstos son heredados a una generación posterior de dicho colectivo. En otras palabras, refiere a los efectos hereditarios de una herida emocional que perdura en el inconsciente de un grupo.

Extrapolado al ámbito familiar —que podemos calificar como una comunidad que comparte una identidad a través de una historia común, rasgos de personalidad, tradiciones, creencias, etcétera—, el concepto se traduce en la idea de que las heridas profundas de nuestros antepasados encontrarán siempre la forma de surtir efectos en nuestras vidas. Sobre todo, si estas heridas o traumas son perpetuados a través de las costumbres familiares; pero, más que nada, si son condonados a través de una falta de toma de conciencia respecto a ellas. Es decir, si no son afrontadas o gestionadas.

En estas directrices temáticas se inserta la más reciente película de Disney Pixar, Turning Red o Red, de la directora chino-canadiense Domee Shi. Un trabajo que ronda las mismas preocupaciones sobre las relaciones maternofiliales que ya había explorado en su cortometraje Bao, ganador del Oscar en 2018.

En Bao, Shi expresaba de manera metafórica, magistral y directa las complejidades de un amor maternal —o paternal— sofocante. La complicada violencia tácita que se imprime a los hijos a través de la sobreprotección y, como consecuencia, la respuesta abrupta de la rebeldía en la adolescencia y la adultez.

Ahora, con Red, Shi hace su esperado debut como directora de largometrajes animados aportándole a las preguntas que estableció en Bao un nuevo estilo estético, un trasfondo semibiográfico palpable y una agilidad narrativa congruente con las necesidades y exigencias de los nuevos consumidores del género —las nuevas infancias.

Situada en 2002, la cinta sigue a Mei, una niña de origen chino radicada en Toronto, Canadá, que deberá enfrentarse a una misteriosa maldición familiar que detonará intempestivamente justo a sus 13 años de edad. Debido a ella, la joven se convertirá en un gigante panda rojo cada que una emoción sobrecogedora la invada. Todo ello justo en los días de los cambios corporales, los primeros enamoramientos y los primeros acercamientos con la vida social y sus naturales códigos, ansiedades e inquietudes.

En lo técnico, la cinta refresca el lenguaje visual de Pixar y lo acerca a las tendencias de animación de los años recientes. Por un lado, con secuencias detalladas tan bien logradas que pueden despertar el apetito de la audiencia al ver a un personaje cocinando y, por el otro, con una expresividad acentuadísima que pone en primer plano las emociones, confusiones y experiencias internas de Mei y sus amigas mientras referencia una reconocible tradición anime —Sailor Moon, Ranma ½, Inuyasha— y de animación en general —Mi vecino Totoro, Goofy, la película, etcétera.

En lo metafórico, la película logra acercarnos a la experiencia de la pubertad en los años 2000 pero, más importante aún, nos pone en franco diálogo con situaciones biológicas, psicológicas y emocionales inevitables que terminan componiendo la identidad de una persona.

Así, a través de “la incontrolable bestia interior” que es el panda rojo en el que Mei se convierte, se habla alegóricamente de la experiencia femenina, de los primeros llamados de la sexualidad, de la menstruación, de la salud mental y emocional, de las emociones reprimidas, de la presión familiar ejercida a través de un ideal de comportamiento como hija, de los conflictos con los valores adquiridos a través de la crianza y, en el caso específico de esta protagonista, del conflicto entre la vida de una niña crecida en Canadá y las exigencias concretas de una familia de origen, tradiciones y convenciones chinas.

Pero Turning Red no se queda allí —en la mera expresión de una experiencia personal— sino que da el paso hacia una toma de conciencia sobre la historia familiar, las heridas emocionales perpetuadas y el llamado a las nuevas generaciones por cerrar un ciclo de dinámicas defectuosas con una profunda misión empática de sanación.

Porque Mei descubrirá que no sólo ella se ha enfrentado a estos arrebatos interiores sino que tanto su madre, como su abuela, como sus tías han pasado por lo propio. Descubrirá que allí donde sus antepasados no tuvieron más opción que negarse a sí mismos —reprimirse, darse la espalda—, allí, ella, tiene la opción de hacerse cargo de su propio panda. La opción, además, de sanarse ella y, sin intenciones impositivas ni pretensiones de superioridad, acercar a sus antepasados a un proceso de sanación personal.

Comprender el dolor de quienes estuvieron antes que nosotros no para reprocharles ni para exigirles sino para entenderlos mejor. Comprender el dolor desde el que se originan nuestras creencias, nuestras crianzas, nuestros valores, no para deshacerlo —porque el pasado no se deshace— sino para sublimarlo. Para elevarlo a mejores expresiones de sí, afrontándolo, gestionándolo. Para romper con ciclos viciosos. Para acabar con dolores comunes. Para desaprender juntos y, ojalá, sanar todos juntos. En honor a los que no tuvieron la oportunidad de hacerlo, por el bien de quienes podemos actuar distinto y en favor de los que vengan, para que no tengan que cargar con los lastres del pasado.

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