Una historia compuesta de historias

La nostalgia, la melancolía y la soledad suelen ser las más fieles compañeras de quienquiera que escriba por necesidad del alma más que por artificio, deber u oficio. Suelen ser el correlato de un corazón palpitante, viviente, sintiente, que busca atrapar la movilidad y mutabilidad de su existencia en una expresión que, en el mejor de los casos, aspirará a cobrar alguna dimensión artística. Son las cualidades que más se extrañan de un cierto modo de difundir la cultura, un cierto modo de concebir el periodismo y un cierto modo de narrar la experiencia humana más allá de las grandes obras literarias, científicas o filosóficas. Son el carácter de la crónica periodística que evoca la nueva película de Wes Anderson, La Crónica Francesa o The French Dispatch.

Se trata del primer trabajo antológico del aclamado y siempre reconocible estilo cinematográfico del director texano. Su primer historia compuesta de historias que, ya desde la estructura general, busca homenajear a un periodismo de antaño (inspirado en la revista estadounidense The New Yorker), apegado a la crónica, al humanismo, al preciosismo de la subjetividad y convicciones de sus productores; en constante tensión con valores modernos de objetividad, desapego y neutralidad. Un homenaje a la imagen idílica del periodista-escritor que devuelve, como reflejo, el valor –a veces desmedido− de las letras humanas sobre las letras imparciales, de las letras vividas sobre las letras autómatas, de las letras que expresan la verdad de una experiencia humana sobre las letras rigurosamente veraces.

El film se despliega por capítulos que imitan las distintas secciones que componen a una publicación periodística clásica. Se despliega a través de un argumento general, una suerte de prefacio y tres historias conectadas por La Crónica Francesa, una publicación ficticia del siglo XX en el país europeo escrita por periodistas expatriados que deberá darse por terminada tras la muerte de su editor; no sin antes reimprimir tres de sus más excepcionales artículos y componer un nostálgico y tributario obituario para el líder perdido.

Con este pretexto, entonces, Anderson nos envolverá, en lo fílmico, en un brutal, abigarrado y totalitario muestrario de los recursos estéticos de su inconfundible hechura cinematográfica. Desde un poderoso componente lingüístico ejemplificado aquí por uno de sus recurrentes usos de narradores y voces en off; hasta sus acostumbradas puestas en escena precisas, simétricas, minuciosas y estéticamente cuidadas hasta el más mínimo detalle.

En lo narrativo, con una cohesión general un tanto confusa que poco se beneficia de un ritmo apresurado; pero con tres pequeñas historias que se encontrarán, sí, en la publicación de la última Crónica Francesa pero también, temáticamente, en la melancólica pregunta por el valor de la expresión artística y humana como el último legado de una cierta experiencia vivencial dada en un cierto lugar en un cierto momento de la historia.

Así, Anderson presentará a un envidiable y pocas veces igualable elenco de actores y actrices –que incluyen notablemente a Benicio del Toro, Adrien Brody, Tilda Swinton, Léa Seydoux, Frances McDormand, Edward Norton, Willem Dafoe, Thimothée Chalamet, Jeffrey Wright, Bill Murray, Owen Wilson y Saoirse Ronan, entre muchos otros− que darán vida a las múltiples capas de detalle, vistosidad e ingenio de la ficticia ciudad Ennui-sur-Blasé (que se puede traducir como la irónica y simbólica expresión Aburrimiento-sobre-Hastío) y tres episodios sucedidos en ella: el estallido de un genio artístico insospechado, la “conmovedora soberbia” de una rebelión juvenil y la salvadora vocación de un renombrado chef.

La primera de estas historias, acaso la más memorable de la antología, sigue a Moses Rosenthal, un preso al que una serie de coincidencias pondrán en el centro de la vida artística de Ennui y de toda Europa mientras cumple su sentencia. La historia de un genio atormentado, ofuscado por un éxito azaroso y deudor de una sorprendente musa incapaz de amarlo. Una historia de la absurda melancolía que acompaña al amor que se transforma en arte; de la amarga soledad que deja una eterna musa plasmada en una (o más) pinturas.

La segunda bebe de una rica nostalgia del espíritu francés de los 60s y su cercanía con los movimientos culturales, musicales y educativos que abrazaron a una época. Rock’n’roll, búsqueda de identidad y revolución se mezclan como piezas volátiles de la afrentosa soberbia –que sólo es digna de un espíritu joven− de querer cambiar el mundo. La historia de una periodista rejuveneciendo a través del grito estudiantil, de sus aportes a un manifiesto y poniendo en riesgo su neutralidad periodística en favor de la ardiente llama de un joven queriendo expresarse en libertad, oponiéndose a la guerra, abrazando, con la sabiduría que regalan algunas ignorancias, los ímpetus de un momento social y político irrepetible. Una historia de la ferviente pasión de la juventud y sus naturales vaivenes. Una melancólica e irónica mirada sobre la soledad del olvido que acompaña a los símbolos revolucionarios. La soledad del olvido de la persona –i.e., del humano detrás del revolucionario− contrapuesta con la absurda memoria masificada de la figura política.    

La tercera, en un tono más detectivesco y volcado a la acción, relata la eventualidad de un periodista que, intentando conseguir una entrevista con un afamado chef, termina por involucrarse en el rescate de un pequeño niño secuestrado. Una historia de la coincidencia y la vocación. La vocación de un periodista siguiendo la espontaneidad de los hechos, pero también, la vocación de un chef dispuesto a poner su integridad en riesgo en favor de su deber. Un riesgo, una experiencia límite, en la que brotará el más genuino amor por su arte, el más genuino amor por la gastronomía. El amor de quien puede encontrarle el gusto aún al veneno. La soledad de quien sólo en su arte encuentra razones para morir.

De este modo, las pinturas vivientes y móviles que Wes Anderson nos propondrá con su cámara, su estilo y su guión apuntarán al horizonte donde el oficio se convierte en hechura, donde el cumplimiento se convierte en arte, donde la eficiencia se destruye en favor de la expresión humana.

Definir qué es el periodismo resulta conflictivo por varias razones. Desde los fenómenos, parecería que cada vez resulta más difícil encontrar tratamientos de la información que no apelen al morbo, que no se preocupen por el mercadeo o que no se encuentren trastocados por agendas comerciales y, en el mejor de los casos, políticas o sociales.

Desde un cierto deber ser, resulta imposible no reconocer el valor y la convicción férrea de quien se dispone a lanzarse por la verdad sabiendo que, para efectos prácticos –y específicamente en México−, saber de más es igual a morir, ser silenciado y ser olvidado debajo de cientos y cientos de letras segadas por la censura.

Y luego está este producto idílico de la melancolía, la nostalgia y la soledad. Este privilegio –obtenido o autoasignado− de imprimir la individualidad junto con la información. De provocar, apelar e (intentar) conmover al lector de persona a persona, de experiencia humana a experiencia humana.

Es innegable que en nuestro mundo contemporáneo resulta casi imposible soñar con una salida de un sistema de dineros y ventas. Un mundo, además, cada vez menos proclive a la lectura y cada vez más amenazante para quien se atreve a imprimir un periódico o una revista. Es innegable, también, el valor sobrehumano y más que heroico de quien se atreve a arriesgar su vida buscando hurgar en la podredumbre que envuelve a nuestra política, nuestra sociedad y sus múltiples actores.

Con todo, hay algo irresistible en la poesía de quien con una soberbia juvenil, con un –imaginado, querido o malogrado− ímpetu artístico y con una convicción dispuesta a morirse con la suya da un salto de fe al soñar con desdibujar las fronteras entre un periodista y un escritor. Quizá, con la sabia ignorancia o la ignorante sabiduría de quien está al tanto de que la Historia no es otra cosa que una historia compuesta de historias.

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