En 1959, el trabajo de compilación, análisis y estructuración del filósofo e historiador mexicano Miguel León Portilla dio origen a uno de los trabajos más influyentes de la historiografía en el siglo XX: Visión de los vencidos. El conjunto de textos recoge las traducciones del filólogo e historiador mexicano Ángel María Garibay de diversos testimonios literarios y orales que, aglutinados, exponen la complejidad y multiplicidad de puntos de vista que existieron desde la perspectiva indígena sobre los primeros contactos con los españoles llegados a América hasta los eventuales enfrentamientos con ellos y la subsecuente conquista del territorio azteca.
La obra fue recibida como un gran hito de la investigación académica que, por primera vez, lograba darle voz a un grupo de experiencias humanas que habían sido sepultadas por los grandes actores y relatores de la Conquista —en su mayoría, de origen español y con visiones en favor de la intervención en el Nuevo Mundo—: la voz de los pueblos indígenas que tuvieron que construir, desde su trinchera, un nuevo concepto de otredad —del extranjero, del ajeno, del llegado de quién sabe dónde. El trabajo, traducido a más de quince idiomas y con más de 25 reediciones, marcó “el inicio de una nueva forma de historiografía cuyo propósito central es mostrar ‘la perspectiva y la imagen del otro’”. Dar forma a la visión de los vencidos, la visión de los indígenas.
Sin embargo, ante este ineludible esfuerzo conceptual y documental, las críticas no se hicieron esperar. Entre ellas, las razonables dudas sobre la exageración u objetividad de los testimonios recogidos que, muchas veces, se insertan en contextos metafóricos, artísticos, poéticos o religiosos que entorpecen una visión puramente factual. Entre ellas, la sólida, poderosa y sustentada pregunta: ¿hasta qué punto es posible reconstruir la perspectiva de quien ha sido minimizado o eliminado de la formulación de un concepto? ¿hasta dónde es posible dar voz al enmudecido?¿hasta dónde podemos extraer de testimonios, evidencias y hechos la perspectiva del que ha sido segado?
El problema no es poca cosa en cualquier tipo de investigación que busque dar voz al que ha sido aniquilado. Al que se ha extinguido, al que hemos perdido, al que, con su último aliento, se lleva sus pensamientos, sus emociones, sus impresiones, sus decepciones, sus esperanzas. A la vida que se ha perdido de manera material o de manera cultural. El problema no es poca cosa en cualquier investigación que quiera dar voz al exterminado. No lo es en el caso del testimonio indígena sobre la Conquista. No lo es en caso del testimonio de las víctimas de un monstruo como Jeffrey Dahmer.
Como uno de los contenidos más vistos en Netflix desde su estreno el pasado septiembre, DAHMER – Monstruo: la historia de Jeffrey Dahmer se ha convertido en un polémico caso de espectacularización de la violencia, espectacularización del dolor y una expresión redonda de los aspectos positivos y negativos del género narrativo del true crime o crimen real.
La serie explora los métodos y motivaciones del asesino serial estadounidense Jeffrey Dahmer quien con sus atroces actos entre los años 1978 y 1991 significó la pérdida de la vida de más de 15 jóvenes. Sus actos formaron parte de una nueva mitología del entretenimiento estadounidense que, en los ojos de la prensa, lo convertirían en símbolo del horizonte compartido por la cruentidad y la mercadotecnia con apodos como “el monstruo de Milwaukee” o “el caníbal de Milwaukee”.
Por un lado, la serie ha reafirmado la indignación de los familiares sobrevivientes de las víctimas de Dahmer quienes han encontrado en el nuevo éxito del streaming una razón más para revivir su dolor y una humillación más para ellos, para sus muertos y, en general, una muestra más de la comercialización del dolor y el morbo.
Por otro lado, desde el ángulo de la industria hollywoodense y del entretenimiento, la serie se ha ganado elogios como producto artístico por su intención de priorizar el punto de vista de las víctimas antes que contribuir a una cultura de idolatría sobre las fechorías de un criminal.
La realidad es que DAHMER hace ambas cosas. Como producto de entretenimiento, el trabajo del probado y experimentado Ryan Murphy atiende a las notas necesarias para detonar el morbo y la intriga propia que le acompaña. Representa con vistoso voyerismo los actos infames que convierten a Dahmer en materia de la cultura popular.
Como producto artístico de miras propositivas, empero, lo hace buscando minimizar estos recursos hasta cierto punto. Ficcionaliza algunos personajes o eventos reales y busca poner en primer plano la voz de quienes perdieron a sus seres queridos en las manos de un hombre enfermo mental pero consciente de las consecuencias de sus actos y consciente de la calidad inmoral de los mismos.
Así, Monstruo: la historia de Jeffrey Dahmer avanza mínimamente la aguja de una narrativa que aún está en deuda con un sentido de justicia para las víctimas de este tipo de horrores. La avanza, por ejemplo, mostrándonos cómo es vivir en el mismo suelo donde eventos así suceden. La avanza, por ejemplo, subrayando el papel que tuvo —y tiene aún hoy— el hecho de que Dahmer fuera un hombre blanco en un barrio de inmigrantes y afroestadounidenses, el hecho de que el monstruo fuera consciente del tipo de víctimas que elegía en el lugar que lo hacía, el hecho de que la marginalización de los grupos vulnerados haya sido el brazo permisor de una tragedia monumental.
Hace algunos años escribía sobre un caso similar: el caso de la representación cinematográfica de Ted Bundy en la película Extremely Wicked, Shockingly Evil and Vile. Allá apunté que en años recientes se ha trabajado con una nueva propuesta en términos de ejecución de la justicia que busca involucrar a las víctimas en el proceso mismo de la impartición de la misma: la teoría de la justicia restaurativa.
La propuesta parte de una comunicación continuada entre víctima y victimario en la que ambas partes se encarguen de compartir sus puntos de vista sobre el acontecimiento que los vincula. La intención es que, por este medio, el victimario se haga consciente de la dimensión completa de sus actos, de las consecuencias que tuvieron en la vida de las personas que afectó y, finalmente, permitir a la víctima encontrar un escaparate para sus emociones subsecuentes.
En el mejor de los casos según esta teoría, víctima y victimario encontrarían las formas materiales e inmateriales —psicológicas, humanas, etcétera— de convenir una solución a lo sucedido. Encontrarían, de un lado, las razones y motores para comprender su actuar y no repetirlo y, del otro, una manera de lidiar con sentimientos de impotencia, frustración y ansiedad; en algunos casos, incluso, encontrarían modos innovadores de redención, reconciliación y penalización.
En un caso abstracto, simbólico, identitario e históricamente grávido como el que implica la Conquista en el hecho de la mexicanidad, tratar de aplicar algún tipo de justicia restaurativa para las deudas morales entre conquistadores y conquistados implica un trabajo profundo. Un trabajo obstruido por las politizaciones de dicha narrativa que sólo buscan explotar una herida profunda para sostener un proyecto partidista. Un trabajo complicado por la historia oficial que nos hemos comido desde pequeños, el pan nuestro de una mexicanidad diaria. Un trabajo difícil pero no imposible que, quizá, apunta a dos factores elementales: la diplomacia —moderna, bien entendida y bien ejercida— y la cultura —atreverse a saber: conocer la historia de nuestro país desde varios puntos de vista y construir un criterio incapaz de ser entretenido (entre-tenido) por las redes de las ideologías utilitarias.
En un caso brutalmente concreto como el que implica la muerte de un ser querido en las manos de un hombre como Jeffrey Dahmer, tratar de aplicar algún tipo de justicia restaurativa se antoja imposible cuando la víctima ya no está y nunca volverá. Se antoja imposible cuando lo único que queda en la mente y el corazón de quien pierde a un ser querido de esta manera no es otra cosa que odio, desprecio, rabia y una inconmensurable tristeza. La justicia se antoja imposible donde no hay una visión de los vencidos que reconstruir sino una visión de los perdidos que sólo se le puede exigir a la fría materialidad —a las evidencias, a los rastros, a los testimonios a medias.
En un caso tan singular, tan atroz, la idea de la justicia se empaña de maneras insospechadas. Se pregunta uno ¿qué es justicia en un caso así?, ¿cómo se hace justicia donde no queda nada que decir? Donde el daño material e inmaterial es irreparable, donde lo perdido es irrecuperable, ¿cómo se hace justicia cuando la ruleta azarosa de la vida pone a dos personas de frente de manera arbitraria: uno a confiar, otro a aprovecharse de la confianza del uno? ¿Cuál es la justicia que hace justicia a los que se perdieron? ¿Cuál sería la visión de los perdidos?